Desde el Exilio

Miguel Font Rosell

Felipe VI, ¿o Pepiño Blanco?

 

Mientras el Estado somos todos, el Gobierno (poder ejecutivo) son unos pocos que se encargan de ejecutar las decisiones tomadas por el Parlamento (poder legislativo) para que el Estado funcione sometido a unas leyes y bajo el control de la Justicia (poder judicial). Al menos, esa es la teoría.
En España, a la jefatura del Estado, en la figura del rey Felipe VI, le corresponde constitucionalmente, la misión de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, asumiendo la más alta representatividad del Estado, aunque sus actos han de ser refrendados por el presidente del Gobierno, siendo éste el responsable de ellos, lo que se traduce en ausencia absoluta de iniciativa política y de poder ejecutivo por parte del rey, quedando en la práctica relegado únicamente al dominio de su Casa Real y a ostentar la representación del Estado.
Por el contrario, la figura del presidente del Gobierno en España, en la práctica, saltándose todo tipo de mandatos constitucionales y la esencia pura de la democracia, se ejerce desde posturas absolutamente dictatoriales. Me explico.
Hemos de partir de la base de que la democracia consiste en un sistema en el que el poder reside en el pueblo, lo que implica que sea el pueblo quien tome las decisiones, algo que hoy en día solo ocurre en el mundo en los Cantones suizos y, para algunas materias, en muy pocos Estados norteamericanos, lo que ya resulta perfectamente factible actualmente en cualquier ámbito, gracias a los avances actuales en materia informática, que permiten conocer al momento el parecer de cualquier consulta popular, por muy extenso que sea su ámbito, la llamada democracia directa o simplemente Democracia, sin más.
Las recientes elecciones internas a secretario general del partido socialista en España, así lo corroboran, aunque en ese caso siguiese utilizándose el viejo sistema de urnas con presencia física del votante, un procedimiento hoy superado por la informática, al posibilitar el voto a través de un teléfono móvil, un ordenador o la propia televisión. Otra cuestión es que ello guste o no a las fuerzas vivas, al poder establecido, a los medios, o a cualquier otra entidad o institución acostumbrada a la consabida manipulación ciudadana, a los efectos de lograr los resultados previstos por quienes realmente ostentan o disponen de los resortes del poder.
En aras de lograr ese control, y amparándose en la dificultad técnica de llegar a conocer la voluntad popular, pero sin prescindir del prestigio que supone el hacer ver que se actúa de forma democrática, adjetivamos el concepto, inventándonos en primer lugar, en el franquismo, aquello de la democracia orgánica, para pasar ya en el periodo denominado enfáticamente democrático, a lo de representativa, indirecta, delegada, o como queramos llamarle al hecho de hurtarle al pueblo su capacidad de decisión, su poder, y ello haciendo residir en organizaciones que llamamos partidos políticos, el órgano de manifestación popular de tal supuesta democracia, convirtiendo el sistema en una partitocracia oligárquica, en la que la voluntad popular queda relegada a manifestarse, no para cada cuestión trascendente en materia política (poder), sino para delegar, cada cuatro años, en aquellos personajes que nos son impuestos desde cada partido, no por ser los mejores, ni los más preparados, ni siquiera los elegidos por las bases de tales partidos, sino por quienes conviene a los grupos de dominio interno de tales organizaciones, quienes habrán de decidir por nosotros todo aquello que, en puridad democrática, le corresponde a nuestra santa voluntad.
Ni que decir tiene que, teóricamente, la labor de los partidos debería ser la de informar puntualmente y en profundidad al ciudadano sobre como afrontar, según sus criterios ideológicos, las distintas cuestiones a considerar, para que finalmente sea ese ciudadano quien, escuchando a unos y otros, optase por aquellas decisiones que tras conocer sus pros, sus contras, los distintas puntos de vista y las posibilidades reales de llevar a cabo cualquier propuesta, optase por aquella más cercana a sus ideas, conveniencias o necesidades ciudadanas. Hoy el ciudadano ni decide absolutamente nada, ni recibe información objetiva alguna, ni tiene más opción que el pataleo y una espera de cuatro años para contemplar como dejan de tomarle el pelo unos, para pasar a tomárselo otros, aunque eso si, todo a través del consenso entre quienes viven de ello, de que de tal manera todos actuamos de forma absolutamente democrática, lo que por otra parte suele calar en profundidad en el grueso del rebaño.
Pero no acaba ahí la cosa, pues una vez votamos cada cuatro años a esas listas cerradas, blindadas y plagadas de embutidos de todo tipo, que elaboran los distintos partidos para que ”contratemos” (con nuestros impuestos) a los más fieles a la oligarquía dominante de cada tribu, para que opinen por nosotros, aunque no los conozcamos de nada, o los conozcamos ya demasiado, aunque no valgan ni para tomar por ningún lado, sean los más catetos de cada casa, o los chorizos más significados de cada demarcación, estos, ya parlamentarios, los que habrán de elaborar las leyes (poder legislativo), acabarán nombrando entre ellos al presidente del gobierno (poder ejecutivo), aunque este sea alguien perteneciente a un partido que haya perdido las elecciones, pero también acabarán nombrando al órgano superior de gobierno de los jueces (poder judicial) en función, no de la capacidad o prestigio contrastado, sino de las tendencias ideológicas de cada juez a considerar, echando con ello por tierra uno de los pilares fundamentales de la democracia, la independencia de los distintos poderes y la capacidad de control, que no de decisión, de cada uno sobre los demás.
Aunque sigamos, porque el asunto aun tiene más recorrido. El presidente del gobierno, sobre cuya decisión de ser nombrado para el cargo ningún ciudadano de a pie ha intervenido directamente, ni ha consentido explícitamente para que nadie lo haga por él, nombra directamente a todo el gobierno, aunque tampoco en base a que cada designado lo sea por sus conocimientos en la materia, sea el mejor, o quien más preparado se encuentra para el cometido de sus funciones, sino en base a afianzar sus poderes dentro de su propia organización de partido, y ello entre personas que, o bien ni se han presentado a elección alguna, o incluso han perdido en sus propias demarcaciones. Pero, ¿funciona el consejo de ministros internamente de forma democrática?. Pues va a ser que no, ya que si a alguien se le ocurre convertirse en la mosca cajonera de las ocurrencias del “presidente”, puede ser cesado por este sin mayores explicaciones (lo de la moto franquista, o similar).
Ya tenemos a un presidente al que ningún ciudadano ha elegido directamente para tal cargo, que dispone de mayoría absoluta en el Parlamento, o bien de mayoría simple a través de pactos forjados en base a otorgar mayores presupuestos a quienes le han dado sus votos, para retirárselos en caso de mayores discrepancias y ofrecérselos a otros, etc.
El presidente pues, decide como gobernar y ostenta de forma absoluta el poder ejecutivo, pero también a través de un Parlamento en el que dispone de mayoría, elabora las leyes, para en caso de no obtener mayoría en alguna cuestión concreta, imponerla a base de decretos, tener además mayoría en el poder judicial y todo ello con el beneplácito de una sociedad adormecida y de unos medios que suelen hacer la ola a esta caricatura de sistema, esperando las migas del banquete en forma de ayudas, anuncios de la administración, o cualquier consideración al respecto que cada partido, cada poder local, o cada institución le ofrezca.
¿Alguien podrá argumentar racionalmente que eso no es una dictadura? ¿Depende el que lo sea del talante del dictador, o bien de la corrupción sistemática e institucional de los resortes del poder?. Personalmente el talante de Donald Trump puede acercarse más que el de Rajoy al concepto de dictador, pero la corrupción institucional nuestra es muy superior a la norteamericana y aquel podrá ser carne de cañón de la prensa (prueba evidente) y un azote para el resto del mundo pero interiormente está sometido a muchos más controles que Rajoy, simplemente porque la democracia americana (que no es perfecta) goza de mucha mejor salud que la nuestra. Hoy Rajoy puede tomar en España casi cualquier tipo de decisión política impunemente, algo que para Trump resulta mucho más complicado ejercer en su país.
Pues bien, llegamos a la conclusión de que formalmente disponemos de un Jefe del Estado que ha llegado al cargo por herencia, aunque nada puede decidir (carece de poder), de un pueblo al que en teoría le corresponde el poder, pero que por si mismo no ejerce poder alguno, aunque cree, en linea generales, vivir en democracia, y de un presidente del Gobierno que ha llegado a partir de una democracia delegada, indirecta y teóricamente representativa, pero disponiendo de un poder absoluto.
El bueno, el feo y el malo. Veamos.
El bueno: El rey ha llegado a su cargo por herencia, cierto. Evidentemente se trata de una forma absolutamente obsoleta de ostentar cargo alguno, pero aquí se dan circunstancia que conviene señalar y valorar a la hora de juzgar lo bueno o malo que ello pueda ser para el ciudadano. Enterrado afortunadamente el “juancarlismo”, nos encontramos con un rey que desde su nacimiento ha sido preparado para la labor constitucional que tenía asignada. No solo su preparación ha sido exquisitamente cuidada en todos los aspectos, sino que hoy nuestro jefe del Estado es la figura mejor considerada en el mundo para tal puesto, disponiendo de la mejor agenda que un dignatario político pueda disponer, al que se le abren todas las puertas, dándose la circunstancia insólita de que hoy en el mundo, es más conocido y sobre todo valorado, nuestro jefe de Estado que nuestro jefe de Gobierno, aun cuando el primero no tenga más misión que la puramente representativa, ejercida desde una profesionalidad, un equilibrio y una neutralidad intachables.
El feo: El pueblo español es un auténtico desastre en materia política. Si el valor de la persona se mide por una formula en la que existen dos sumandos (conocimiento + habilidad) multiplicados por la actitud, en nuestro pueblo, por múltiples razones, no existe, en proporción aceptable, ninguno de los tres factores. Los conocimientos políticos del ciudadano, en general, no solo dejan mucho que desear, sino que incluso las nuevas generaciones, salvo en determinados ambientes, aun están peor preparadas en tal materia. La habilidad política por otra parte, resulta ampliamente peligrosa, ya que los resortes que mueven al cuidado medio, en general en cuanto a la consecución del voto, son de lo más primario, y en cuanto a la actitud, hasta cierto punto lo fundamental, el asunto resulta preocupante, pues con un conocimiento y una habilidad bastante penosa, el no hacer absolutamente nada para salir de tal situación y creerse, a más inri, que vivimos en una democracia y que nuestro sistema, tal y como se ha tergiversado es el correcto, nos lleva a una situación bastante desesperante.
El malo: La figura del presidente del Gobierno, ejercida desde un poder absolutamente dictatorial, encarna el resultado de un proceso continuado de empobrecimiento de nuestra no nata democracia, en la que hemos corrompido todo tipo de instituciones, órganos del Estado y garantías, convirtiendo a los partidos políticos en auténticas mafias de manipulación del poder, hurtado arteramente a un pueblo adormecido, al que se ha engañado y se sigue engañando miserablemente fomentando su incultura, su desidia y su falta absoluta de criterio racional a la hora de tomar consciencia de su deber en la sociedad, algo con lo que se ha alimentado a todo tipo de poderes en la sombra, mantenedores de la política al uso.
Así las cosas, ¿Felipe VI o Pepiño Blanco?, ¿Monarquía o república?.
Hace unos años, en la debacle Zapatero, un tipo peculiar, pintoresco y hasta cierto punto gracioso, llamado Pepiño Blanco, se había convertido en el principal muñidor interno del entonces partido en el gobierno (el nº 2), “cargo” al que había llegado tras toda una vida en los pasillos del partido, sin que se le conociera profesión alguna, pero si un chalet impresionante en una de las urbanizaciones más prestigiosas de los alrededores de Madrid (¿herencia a lo Pujol?). Una especie de Alfonso Guerra en paleto, pues no dispone de carrera alguna, ni habla otra cosa que español (no demasiado bien por cierto), que al igual que el primero ejercía en aquello de que el que se mueve no sale en la foto. Poco después, y tras caer en teórica desgracia por cuestiones de supuestos sobornos no probados, el “gasolineras” como el llamaban algunos, fue premiado con aquello con lo que nuestros ejemplares partidos premian a quienes, por sus “conocimientos” sobre la vida interna de los partidos, conviene que no se cabreen y sigan cobrando sueldos absolutamente desproporcionados a su autentica valía, con el cargo de parlamentario europeo, para representar en Europa al socialismo hispano.
¿Alguien se imagina a España convertida en una república en la que el presidente de gobierno fuese Zapatero (no es ciencia ficción, fue realidad) y el jefe del Estado (su nº 2), Pepiño Blanco, ambos sin puñetera idea de idioma alguno y pariendo jilipolleces un día si y otro también?. Hoy Pepiño nos representa en Europa, que tiene tela, pero hubiera podido convertirse en nuestro principal representante en todo el mundo mundial, nuestra enseña nacional, la persona a la que nuestra democracia “representativa”, tal y como la entendemos, y seguimos entendiendo, nos habría conducido para ser nuestro estandarte.
Los conceptos, tarde o temprano se encarga la historia de manipularlos y hoy aquellos conceptos aplicables a la Grecia antigua de la democracia, como el de aristocracia, no son más que puras excusas para definir las más dispares manipulaciones. La democracia ya vemos en que la hemos convertido, pero no le va a la zaga la aristocracia, hoy entendida como una caterva de vividores, de gente que siguen chupando del bote de antiguos antepasados de dudoso mérito, tocados por los favores de monarquías que nada tenían que ver con lo que hoy conforma una monarquía moderna, cuando el concepto “aristocracia”, el gobierno de los mejores, es el ideal al que todo pueblo debe aspirar, algo que ya afirmaba Platón: Si en busca de la salud de tu hijo buscas a los mejores, ¿porqué no haces lo mismo en busca de la salud de tu pueblo?.
Francamente, monarquías, democracias o aristocracias aparte, me quedo mil veces, para representar a mi país, con Felipe VI que con Pepiño Blanco. ¿O no?.

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Miguel Font Rosell

Licenciado en derecho, arquitecto técnico, marino mercante, agente de la propiedad inmobiliaria.

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