El Acento

Antonio Florido

Emil Cioran: El espacio vacío

“…Polvo prendado de fantasmas, tal es el hombre: su imagen absoluta, de parecido ideal, se encarnaría en un Don Quijote visto por Esquilo…” (E.M.Cioran).

El único pensador, el único ser humano, que ha estado encarcelado durante todos los días de su vida, exactamente desde el día en que nació, en Rasinari (Rumania), el 8 de abril de 1911, hasta el día en que murió, en París, el 20 de junio de 1995. Emil Michel Cioran nació de un padre pope y de una madre que le dijo: “Si hubiera sabido que ibas a ser tan infeliz hubiera abortado”. Palabras que marcaron su destino a pesar de haber gozado de una infancia feliz, rodeada de una naturaleza esplendente y bella, por donde paseaba y recreaba su inquieto espíritu. De joven asistió a la Universidad de Bucarest en la que estudió Filosofía. Allí conoció a Eugène Ionesco y a Mircea Eliade. Más tarde, en 1937, continuó sus estudios en el Instituto Francés, en París. Fue esta ciudad la que, de cierta manera, enamoró su peculiar sentido de la existencia, hasta el punto de que la mayor parte de su vida la pasó en ella. Publicó sus primeras obras en rumano. Con los años, sin embargo, decidiría escribir en francés.
Cioran ha dibujado una marca en la historia de la filosofía y del pensamiento, en general. Autor sin sistema (el suyo propio), Cioran escribía sufriendo, escribía para dejar constancia del sentido banal de su existencia. Utilizó como herramientas las afirmaciones cortas, los aforismos, donde los pensamientos se expresan con más fuerza, con más ímpetu, con más realidad, si cabe, que con otras maneras de entender la escritura. William H. Gass comprendió el trabajo de Cioran como “Un romance filosófico”, sobre temas modernos como la alienación, el absurdo, el aburrimiento.
Emil Michel Cioran, un pensador orgánico, sintió durante toda su vida una enorme frustración. La misma vida, el mismo hecho de ser, de existir, causaba en el autor un desasosiego y una melancolía infinitos. Filósofo del absurdo, como tantas veces se le ha catalogado, Cioran derrama sobre el papel el nihilismo de Nietzsche y el pesimismo de Schopenhauer.
Repudiaba la razón de ser de la Historia, pues veía en ella un cuerpo conceptual cargado de decadencia y tiranía. No creía en el ser humano como elemento vital formador de su propio destino: “La gente me produce asco, tengo asco hasta de mí mismo”, llegó a afirmar, rotundamente. Cioran fue un provocador. Un pensamiento despierto en un piélago de inclinaciones, tendencias y escuelas dormidas. Dijo y escribió lo que muchas personas hemos pensado tantas veces. Y lo hizo con la valentía ausente de todos, jugando con las esencias agrias que absorben al pueblo, poniendo el énfasis en lo absurdo de la vida, en el aspecto oscuro de nuestra existencia. Nadie como Cioran lo ha expresado con tanta claridad. Los más se cobijan bajo las artimañas del eufemismo, de la retórica; él lanza al aire sus pensamientos para que los recoja el que quiera. Quien lo desee que me siga, en el camino solitario y sediento del sino de cada uno. ¿Dios?, una broma, un monigote impuesto para acallar las conciencias. ¿La Divinidad?, un capote ruso que nos resguarda del frío de la Verdad. Hablarle a la vida de tú a tú, con la fuerza y la inteligencia desnudas, ése es el estilo y el valor máximo de Cioran.
Habla el autor del suicidio y lo hace con arrestos. Confiesa que le debe mucho al hecho de que cada uno de nosotros pueda acabar con su vida, con su sufrimiento, en el momento exacto, en el instante libremente decidido. El suicidio cobra, así, una fuerza desconocida, una dimensión estremecedora, pues se separa de la moral pública, del sentido ético a la moda, para viajar libre por el mundo apático y árido, en busca de pensamientos que deseen atraparlo. Es un don humano (ningún animal lo practica), un ejercicio de pura libertad, una facultad que nos da esperanza y bríos para afrontar la crudeza de la vida que nos ha tocado vivir. Sin libros y sin bicicleta Cioran no hubiese sobrevivido. Leyó vorazmente a Dostoievski, a Proust, y también a León Chestov, a Kierkegaard. Recorrió Francia en bicicleta y aprendió a admirar a todo aquel que está a punto de derrumbarse. En cierto modo el ciclismo es una actividad agónica que puede llevar hasta la extenuación, donde después de cada pedalada sólo viene otra pedalada. No hay remedio para la vida, para el avance por la carretera. El que desee continuar sufriendo, padeciendo, debe dar más pedales, uno tras otro, sin desfallecer. Así notaba Cioran pasar la vida por su mente, por su cuerpo, por sus poros. El tabaco le hacía toser, le mataba lentamente, irremediablemente. Sin embargo más dolor le causaba al autor rumano el devenir de los días, el tener que compartir este áspero mundo con la vulgaridad asentada en la gente, con la razón como excusa para pensar, con el esfuerzo ímprobo de cada día. Cioran es filosofía encarnada. No es un autor simple que ha experimentado intelectualmente. Es un pensamiento enraizado en la carne, en el ser. Un sufrimiento con voz. El sufrimiento de toda una época, de todo un pueblo, el desconsuelo y la pesadumbre que habla en voz alta y reflexiona por todos.
Es imposible separar la vida y la obra de este escritor controvertido. Pensamiento y carne, obsesión y cuerpo, existencia y dolor, dolor de la conciencia preclara de este hombre, padecimiento al comprender lo anecdótico, lo añadido, de haber nacido. ¿Qué aporto yo a este mundo?, ¿no es mi yo una mierda más, nacida?, son preguntas que seguramente se habrá hecho a largo de su vida.
Cioran habló del pesimismo, de la vulgaridad. La conciencia como agonía, la razón como enfermedad, constituyeron en su obra temas recurrentes. Y, sobre todo, la certidumbre, la idea firmemente arraigada en su interior, de que su ser sólo era un detalle más, algo insignificante, un matiz natural perfectamente prescindible, en el seno de un mar de escoria que usa la razón para levantarse cada mañana. Para él, sólo el presente. El pasado y el futuro adquieren en su pensamiento caracteres etéreos, falsos, inanes. Sólo el momento admite en su esencia algún valor digno de revelarse. Confesó alguna vez que no le gustaba escribir. Más aún, le fastidiaba, le causaba desasosiego. La única actividad realmente atractiva para él era la lectura. Prefería la filosofía- confesión, es decir, leer a aquellos autores que constituían “casos”. Casos en el sentido de ser peculiares, singulares, únicos.
Tradujo a Mallarmé a su lengua madre. Y esta actividad le hizo pensar en lo absurdo de escribir “en una lengua que nadie conoce”. A partir de aquí adoptó el francés para el resto de su obra. Pensaba que escribir en una lengua que no es la de uno es extraordinario y maravilloso, porque uno es más consciente de las palabras que usa y se ve obligado a reflexionar en los vocablos exactos que escribe. Es, visto de esta manera, una labor de cirugía que toma el escalpelo para ir construyendo poco a poco las líneas del pensamiento. Por tanto, vemos aquí que el autor rumano es un ser que vive sin estar integrado, que existe sin que él mismo lo desee, que escribe y cambia de lengua, que nace en un lugar y adopta otro para su vida. El desarraigo, el distanciamiento, el retiro total. ¿Cuál era su patria, si es que alguna vez la tuvo? Realmente podríamos afirmar que ninguna y todas a la vez. ¿Puede tener patria aquel que siente y sufre por todos los hombres de la tierra?, ¿podemos encasillar al que padece por todos, al que lo escribe, al que lo confiesa?
En alguna ocasión surgió la controversia de si en su juventud formó parte o no de la Guardia de Hierro. No hay sobre este asunto una seguridad firme, aunque en diversas entrevistas a lo largo de su vida, confesaría con aspereza su pesar y arrepentimiento por esta colaboración. Pero, más allá de estos hechos que aun hoy aparecen de manera confusa, su pensamiento renace cada vez que alguien lee sus libros, sus aforismos y sus frases rotundas y claras. Su pensamiento luce y destaca dentro del panorama de la época, de su época, donde la mayor parte de los escritores realizaban sólo experiencias intelectuales. Experiencias banas, huecas, sin fondo denso y graso donde la angustia de uno pueda asirse, sin más cuerpo que el de los escritores anteriores, en los que éstos se agarran para construir sus ideas. Cioran es punto y aparte. Con él la conciencia despierta, se siente sola en el mundo, y con esta soledad llega la angustia, la pena, el desconsuelo. La razón no tiene cabida en sus esquemas, ¿para qué? El cinismo es una de las pocas armas para luchar contra el sentido escatológico que le ahoga, para ver más allá que los demás, para descubrir la verdad absoluta de la soledad del ser humano. El cinismo, la risa floja, la terquedad, la controversia, el ir a contracorriente de todo y de todos, el camino difícil, estrecho, el que nadie coge para avanzar. Esta es la causa del sufrimiento. Pero Cioran se siente a salvo porque en su camino viaja junto al suicidio, compañero de viaje que le tentará alguna vez en su vida. “Sólo se suicidan los optimistas”, dijo en cierta ocasión. A pesar de haberse propuesto acabar de manera volitiva con su vida, murió viejo, presa del Alzheimer, como se consumen y se deterioran las cosas rancias de la vida, que se resisten. Fundador de una nueva filosofía del siglo XX, a caballo entre Diógenes El Cínico y Epicuro de Samos, Cioran construyó su edificio conceptual sin callarse nada, sin hacer concesiones. Un pensador que no se compra o se vende por las esquinas. Puro, denso, difícil y claro a la vez, transparente para el que quiera comprender la esencia y el fondo de su pensamiento, un autor que odiaba escribir (y mucho más publicar), que quiso pasar desapercibido, pero que creó corriente, influyó en muchos otros pensadores del momento y abrió el camino estrecho con el esfuerzo de su podredumbre arraigada.
Fernando Savater fue uno de los intelectuales españoles atraídos por las ideas de este autor. Tradujo algunas de sus obras y escribió un ensayo sobre él, Ensayo sobre Cioran (Espasa-Calpe, 1992). En otros países también fue conocida su labor intelectual, como en México, donde lo tradujo María Esther Seligson, o como en Venezuela, donde se abrió camino con su obra Silogismos de la amargura.
El que vive, miente y se miente. Su vida se convierte en un aderezo de la falsedad, en un edulcorante, en una falacia. La vida es la gran mentira y el amor, mentira dentro de la mentira. Otro engaño, otra ilusión para hacernos creer que podemos caminar y confiar. Y ese juego perverso de verdades y falsedades, de engaños, ilusiones y ficción, lo encarna y lo reconoce en Don Quijote, personaje al que toma como ideal de lo que la existencia nos refleja, del hombre absoluto, del que no se traiciona. Cioran deseaba ser un idiota del mundo, un ignorante, porque sólo a los atrasados e incultos pertenece el reino de la felicidad. Gozo atontado y memo, reino de sordos y ciegos, donde los hombres conviven en eterna somnolencia. Él aprecia este mundo desde lo alto, desde lo lejano. Otea el horizonte y lo que ve le aterra: almas perdidas en el desenfreno y el progreso, el mal llamado adelanto técnico, el mundo de la comodidad, del ocio, de la apatía. El genio de este autor remueve las conciencias y hace pensar hasta las personas más apocadas y vulnerables. Es una tabla de salvación para todos aquellos que no desean caer en las redes de la frivolidad, para todos aquellos que aprehenden la realidad de otra manera.
“La vida es la novela de la materia”. Con esta frase maravillosa, llena de sentido y de hermosura, expresó Cioran su concepto de mentira inmanente. Sólo lo inerte no añade nada a lo que es. La materia, en sí, no miente, no engaña, no embauca ni inventa. El ser humano sí. El hombre, en su dimensión prístina, cristalina, usa la ficción, el arte, la razón, para crear realidad. Más bien para crear irrealidad, lo vano, lo inválido, la naturaleza muerta. La razón, ¿acaso le sirve al hombre para renacer, para elevarse de su mediocridad, de su insustancialidad? Cioran lo tenía claro: no. Por eso la repudiaba y sólo encontraba consuelo y cobijo al socaire de las palabras, del pensamiento sin adornos, límpido, neto, irremediablemente diáfano. Sólo la palabra puede ser la portadora del conocimiento, de las finas y tenues gasas de la comprensión, del juicio, del entendimiento.
Su estilo literario es vital, sus palabras viven en las páginas, se remueven, adoptando cada una de ellas su propia personalidad. Atrapa los significados con la eficacia de un cirujano, con la pasión de un enamorado y con la acrimonia de un abatido. Sus libros constituyen ejercicios de sinceridad donde leer equivale a confesarse las verdades, donde deslizar los ojos por sus líneas cortas, claras, concisas, es lo mismo que respirar el aire puro de la naturaleza. Viveza y pesadumbre se dan la mano sin reparo. La sorpresa asalta de pronto al lector y le coloca delante lo uno y lo otro, lo blanco y lo negro, dejando al enfermo desconcertado pero satisfecho por la intensidad del pensamiento y por la belleza de las palabras.
En Ese maldito yo, libro de aforismos publicado en 1987, nos deleita con una extraña alegría. Gusto y regocijo que usa la ironía para determinar la existencia. Hay fuerza, pasión, en sus páginas. Lo denso, lo mollar, lo inesperado, fustiga al lector, haciéndolo despertar de su pereza, de su engaño. La realidad se abre camino y con sus fogonazos deslumbra los ojos adormilados de quienes se acercan a sus páginas. Y uno se pregunta, ¿por qué escribir en forma de fragmentos? Cioran nos responde con claridad: “Porque escribir me cansa”. Él es perezoso a la hora de escribir, lo reconoce, y añade que para escribir con cierta continuidad se ha de ser un hombre activo. Denuncia el tiempo roto, sufre y avisa del deterioro de su época. Otros autores también lo hicieron pero no con tanta fuerza como él. No podemos considerar a Cioran un existencialista a la usanza de Sartre, de Heidegger, de Simone de Beauvoir, porque, ¿qué sentido ético alentó en sus escritos?, ¿realmente quiso Cioran construir una ética individual? Nosotros creemos que no. La filosofía de nuestro autor se sitúa por encima de todas estas ínfulas, se desnuda frente al ser humano, frente a cada yo concreto, y le lanza sus observaciones con el único fin de hacerle pensar y de despertarle. “Desarrollar algo extensamente es una frivolidad”, dijo Cioran. Una frivolidad y una muestra de arrogancia o de incapacidad –añadimos nosotros-, donde la impotencia utiliza los anchos campos literarios para afirmar y reafirmar lo evidente, para explicar lo adjetivo, lo cercano, lo baladí. Por eso, ¿para qué escribir tanto si la verdad que expreso es corta y medular? Gran sentido lógico se colige de estas palabras del escritor conciso. Aconseja no leer sus aforismos de un tirón. Lo mejor, afirma, es penetrar en el sentido de cada línea, de cada párrafo, de cada silogismo, lenta, concienzuda, pacientemente. Y mejor en aquellos momentos en que nos sintamos conquistados por la pena y el hastío. En esos instantes, una idea clara, fresca, innovadora, puede liberarnos y sacarnos de las tinieblas. En este libro trata con cercanía el tema de la religión. Se confiesa claramente agnóstico y cercano a las ideas hindú y budista, ya que son las únicas, en su opinión, en comprender el concepto de vacío. Vacío que como elemento significativo es importante para él ya que es lo único que nos defiende de la muerte. La vida deshecha de los hombres y mujeres de su época son absorbidas en las líneas quebradas de este libro. Ideas cortas, densas, expresadas; imágenes y pensamientos sabiamente comprimidos que se desaguan hasta llegar al fondo del sentimiento. ¿Pretende Cioran con este trabajo ser un filósofo? No, porque los filósofos “observan los acontecimientos desde lejos”. El autor vive la idea, la encarna, la experimenta en su propia vida y luego, analizando lo extraordinario de lo sucedido, elabora y construye pensamiento con lo percibido. Autor que construye, edifica, levanta su obra, su propia obra, formando parte de la misma. Las ideas se retuercen en su mente, se amoldan; son clasificadas, acomodadas, reinventadas, en su interior, y de esa manera el mundo que le rodea se nos muestra claro y refrescante, hermoso y triste, en una amalgama confusa de imágenes y de sentimientos donde el lector, él solo, debe escoger y decidir. Dogmas, imposiciones, verdades absolutas, son removidos por su palabra directa. Tambalean, tiemblan, los conceptos, las convenciones, los usos. Ama Cioran la música y la amistad, ambas en un sentido similar al de Hesse en El juego de los abalorios.
Su libro Silogismos de la amargura está repleto de aforismos bellos y locuaces. Como ejemplo lean el siguiente: “Nadie puede conservar su soledad si no sabe hacerse odioso”. Una frase, sólo una; una frase que aplasta el sentido común, dominándolo, aclarándolo. La belleza de este aforismo radica en su brevedad y en lo auténtico, porque expresa lo que muchos pensamos y no decimos. La soledad, elevada a las cimas, es ofrecida por Cioran como un valor del que Occidente hace tiempo que se olvidó. Estar solo es mal visto ahora. Se vende la soledad, ese estado elegante, sincero y púdico, como algo que evitar, como algo de lo que huir, porque es, según la moda, malo. Pero el autor nos la presenta sencilla, rápidamente, en una pincelada, con un trazo de heroísmo, como diciendo, acójanla, úsenla, vívanla. Conservar los momentos aislados en los que uno se siente dueño del mundo y señor de sus decisiones, es importante en el pensamiento de nuestro querido rumano, por eso nos recomienda conservar la soledad, a pesar de saber que con esta actitud causamos envidia, odio, animadversión. Pero debemos pagar ese precio.
O este otro: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera”. Más denso, locuaz y aterrador, si cabe, que el anterior. Bello también en su determinación, en su idea directa, sincera. Alejándose de la religión muestra Cioran con esta frase la valentía del hombre que admita esto. Morir cuando uno quiera. El estado más absoluto de soledad destila de estas palabras. El ser humano y la decisión, la duda, dados de la mano, transitando por el camino árido de la vida, por el desierto ayuno de emociones, por las calvas de humedades ausentes. Dijo Azorín: “La duda es terrible”. Terror, pánico, sentimiento que acompañaría a Cioran durante toda su vida. Carga con la que viajar por la senda agria de la existencia, por las cárdenas roquedas y los paisajes polvorientos, sin más consuelo que la duda, que la dichosa duda. Al fin y al cabo, si la cosa se pone dura, insoportable, si el ser se revela indómito y arisco, totalmente contrario a los efluvios naturales del camino sencillo, tenemos la duda, la decisión, el arte de escoger lo difícil aunque esta dificultad suponga superar lo insuperable. Esta idea, así manifestada y sentida, constituye el destrozo de toda moral, de todo sentido ético, de todo guión de vida. Pero así pensaba, sentía y lo manifestaba Emil Michel Cioran.
En el trabajo Recursos de la autodestrucción, habla Cioran de la lucha constante y eviterna entre nuestros deseos y nuestros instintos. Tema recurrente a lo largo de toda su obra, pero que en este volumen alcanza un desarrollo específico y brillante. “Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica…”. Impactante. Impactante y hermoso, por lo nítido, por lo evidente, por lo sincero. ¿Cabe mayor confianza que abrirse así el cuerpo y el alma y mostrarse desnudo, sin defensas, ante los demás, ante el mundo? Más adelante dice: “Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y nos morimos más que para cumplir una formalidad inútil…”. Recuerda esta frase al verso de Dámaso Alonso, “Madrid es una ciudad de tres millones de cadáveres”. Asombrosa similitud, expresada con estilos tan diferentes y tan iguales, tan sinceros y tan hermosos, a la vez. Instinto y deseo, inclinación natural y esperanza, luchando una con la otra, en lid infinita desde que el mundo es mundo y desde que el ser humano (rumano) alzó su espalda y columbró el paisaje.
Y para finalizar este breve repaso a lo más singular del pensamiento de nuestro autor, hablemos de Supremacía de lo adjetivo. El dolor aparece en este libro formando parte ineluctable del armazón de la Historia. Cioran observa la pena, el malestar, la dolencia, desarrollándose, expresándose a su alrededor, atosigando a cada ser humano y arrinconándolo en la cáscara de sus miedos. El hombre se le muestra desnudo, tal como es, indefenso y aterrorizado ante el mundo áspero y maloliente. El pesar llega hasta el corazón de nuestro autor y lo devuelve analizado, desmembrado, para que el lector lo digiera más fácilmente. El dolor es siempre el mismo a lo largo de los tiempos. Sólo cambian los adjetivos con los que lo describimos. Cambian las palabras, los sonidos, las resonancias, pero no lo esencial. Se transfiguran las imágenes, pero esta transformación no alcanza, en palabras de Cioran, lo nuclear del asunto, lo medular, lo más importante. El hombre, así, se muestra desesperado y solo, atemorizado e impotente. Y las palabras del filósofo son lanzadas en este escenario lúgubre y pavoroso para salvarle de la desdicha que le acomete. “La desgracia constituye la trampa de todo lo que respira”, palabras que condensan los pensamientos calandrados del que se siente humillado y esperando a que los demás, el mundo, le comprenda. “En un mundo de sufrimientos, cada pena, cada dolor, cada padecimiento, intenta encumbrarse sobre los demás”, añade en otro lado, insistiendo en la idea de que los sufrimientos pueden ser (de hecho, lo son) orgullosos, avariciosos. Cada uno de ellos desea ser el único en absorber las capacidades de los seres humanos. Cada uno de ellos quiere la autenticidad, la legitimidad, la autoría del mal del mundo. Pero nosotros los aunamos y hacemos de los mismos un sufrimiento total, inabarcable, como si esta global pesadumbre fuese la única de la tierra, la mayor, la insuperable. Llama progreso del espíritu al cambio de calificativos que usamos para determinar nuestros padecimientos. Y es que lo esencial perdura, lo añadido no. El eterno dilema clásico del ser y no ser, de la doxa y la episteme, aprieto que aún no hemos resuelto como no podemos solucionar los más trascendentales conflictos y contradicciones del espíritu.
Interesante cuando analiza la diferencia entre la inteligencia y la estupidez, argumentando que esta divergencia sólo radica en “el manejo del adjetivo”. Aquello que muchos colegían, barruntaban, expresado directamente por este autor que nos provoca.
“Cultura: fuego de artificio sobre trasfondo de nada”, afirma sin desmayo tras la idea de que la inteligencia únicamente se afana en describir, en calificar, en determinar, el fondo negro de las palabras, en una labor ímproba y condenada de antemano al fracaso.
A Cioran nada de lo humano le era ajeno. Es, nuestro autor, defensor del derecho absoluto a decir no a todo sentido externo. Para conseguirlo Cioran no está dispuesto a comprar nada, ni la patria, ni la Historia, ni el beneplácito popular, ni la ciencia. Más aún, cree fervientemente en que se puede caer sin Religión y sin Historia. El hombre, en su eterna soledad, ¿para qué las necesita?
Cioran vivió siempre orgulloso de su privacidad, de su derecho al ocio, y pasó los días de su vida adornado con la humildad y lejos de la ostentación y los reconocimientos y compromisos. ¿La fama?, para otros. Para él los densos y tenebrosos días que tuvo que pasar hasta que, ya viejo, le visitó el Alzheimer.
Para continuar enriqueciendo estas últimas líneas sobre la vida y obra de Emil Michel Cioran, algunas pinceladas coloridas. Como que otra de sus aficiones, además de la lectura y andar en bicicleta, era ir de fulanas. “Creo que pasé toda mi adolescencia entre bibliotecas y burdeles”, confesó alguna vez. En este aspecto, similar a García Márquez cuando confiesa las noches dormidas en las camas de las furcias, en El olor de la guayaba. Y otra: caminar sin descanso durante toda la noche. En esta afición nos recuerda a Dickens y a Zweig, caminantes sempiternos buscando los misterios de la soledad y de la negrura de las noches estrelladas, el silencio resumido y la complicidad de los desventurados. La banalidad no le asustaba. Con ella justificó la libertad de conducta y con ésta la autonomía individual. Lo manifestó así: “Cada cual tiene Razón en hacer lo que hace”.
Una de las más sorprendentes contradicciones de su vida fue que, en vez de suicidarse a los veinte años (como había decidido), escribió En las cimas de la desesperación, confesión sincera y tremenda sobre la podredumbre que le embargaba.
Cioran fue un prisionero en vida, un penado de la razón, un despojado de las mieles más efímeras, que huía para encontrar respuestas (quiso irse a Madrid, pero la Guerra Civil se lo impidió), que acabó en París, ciudad que le acogió y que le vio sufrir hasta su muerte. Tuvo que soportar las acusaciones de nihilista, de masoquista, de anticlerical, de despertar confusiones voluntariamente, pero él tenía bastante con el suplicio cotidiano del tiempo, con la sordidez de las horas muertas, con la sepultura de lo adjetivo elevado a paradigma.
Y ya, al final de este ensayo, es tiempo de manifestar algunas de las conclusiones a las que hemos llegado mientras andábamos por el camino que Cioran nos trazó. Y con ellas, con estas conclusiones, algunas preguntas sin respuesta, y que sólo el fondo húmedo y fangoso de nuestros corazones, puede atreverse a responder.
Cioran, Emil Michel Cioran, nos sorprende y nos apabulla con su pensamiento directo y sincero. Encontramos en él la confesión y el reconocimiento más severo sobre la soledad del ser humano. Su vida, no deseada, fue un acto de sublime esfuerzo, otorgado a los demás a través de sus escritos. Deseó despertar al prójimo, hacerle menos idiota, menos conformista. Y en esta ardua tarea decidió huir de la fama, de las luces, para cobijarse en un rincón profundo y solitario, rincón donde se entregaba a sus miedos y contradicciones.
Obra y vida, sin diferencias, confundiéndose una y otra en un todo reivindicativo. Pensamos, ¿fue feliz nuestro autor? La respuesta, si nos atenemos al sentido que la sociedad de hoy otorga a esta palabra, es: no. Si entendemos por felicidad, su felicidad, “ese estado de ánimo que se produce en una persona cuando cree haber alcanzado una meta deseada y buena”, entonces es evidente que Cioran jamás sintió la felicidad. Un ser trasladando su cuerpo y su mente por un mundo donde la palabra es desdeñada, no podía defenderse. No era posible cuando, precisamente la palabra, era su arma de destrucción masiva.
Podemos imitar a Cioran mirando a nuestro alrededor, analizando los sinsentidos que nos rodean y las contradicciones que nos acosan, y concluiremos, como él, que este mundo es, en parte, una mierda, (una de sus palabras favoritas). Por tanto, perecer, (otra de sus palabras favoritas) no es lo peor. Lo más indigno para un ser humano es vivir en una eterna contradicción, en un eterno infierno, desgajando su alma en un esfuerzo continuo por renacer cada día.
Cioran amaba el insomnio, la noche, los paseos solitarios (o con su amigo Beckett), los silencios, los momentos aquietados para poder reflexionar, para poder descreer en voz alta, para beber de lo esencial, que para él sólo era el silencio y el grito, un grito desgarrador que reivindica, en medio de la soledad, lo humano.
Se avergonzaba de sí mismo cada día al levantarse, ¿no es hermoso este acto de cordura? Y admiraba a Borges, al flamenco, la música de Schubert. ¿La libertad?, un sofisma para la gente sana, decía. ¿El tiempo?, otra ilusión, otro espejismo, que para él, para nuestro filósofo, para nuestro vividor paralelo, no significaba valor alguno, salvo el precio de la destrucción.
Vacío. Sólo vacío en medio de un estanque de mierda maloliente, de heces humanas, donde los imbéciles son los únicos en salir adelante. Vacío lleno de terror en medio de la incomprensión, de las notas graves, de los ruidos soeces. En ese vacío negro y asfixiante, opaco y triste, descorazonador y eterno, fue donde le tocó vivir a nuestro Emil Michel Cioran.

¿Por qué estamos aquí?
¿Por qué, padres, me obligasteis a nacer?
¿Por qué pienso demasiado?
¿Por qué no puedo estar idiotizado, como la gran mayoría?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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