El Acento

Antonio Florido

Granos de arroz

La revista literaria uruguaya Vadenuevo (www.vadenuevo.com.uy) publicó recientemente mi cuento, «Granos de arroz», en la sección «Al pie de las letras». Lo muestro acá para todos mis lectores:

Granos de arroz

Por Antonio Florido Lozano

Un espacio. Silencio. Efluvio que huye. Sólo las paredes lo adivinan. Está ahí. Tal vez arrepentido, nadie sabe. El hueco es ridículo, como la vida. Siente las piernas flacas bajo su cuerpo. Mira al suelo. Está sujeto a lo pétreo. Y quiere huir. Desea huir. Las paredes tiemblan. Y claman. Y lloran. Nadie, ni él mismo, las soporta. La noche aplasta al día, que se fue. No hay ventanas. Ni puertas. Sólo el techo sin estrellas. Las providencias las lleva él en las manos sudadas. Brillan en los huecos, entre los dedos apretados. Pero la luz no puede escapar. Él la posee. Lupo piensa. Porque la noche cayó sobre él, aunque ni siquiera lo haya comprendido. La hora del cansancio, que deviene. Por delante veinticuatro horas. Él, lo ausente, sus pensamientos, sus miedos. Y la soledad que le habla. ¿Cómo suenan las voces del silencio? El suelo le avisa. Mas la planicie del fondo nunca fue de su agrado. Únicamente materia. Y símbolos de vida, y de muerte. Puede en él la esperanza, tal vez la ilusión arropada en su alma. Lupo luchó tenazmente. Con unos, con otros. Al final ellos vencieron. La condena: la sala adormecida. Y la mesa. La mesa única, irreverente. ¿Cama? No hay. Siempre temió la bajeza de las cosas. Siempre quiso subir, gatear, y roer. Las columnas de madera sostienen la superficie cuadrada. Alta, escueta, egoísta. Cree resistir toda la noche. Que lo conseguirá. Lo intenta. Pasea como un oso enjaulado. Diez pasos a cada lado. El espacio, sin embargo, no se expande. No le da ninguna oportunidad. Camina ciego. La lucecita del techo es triste. Y amarilla. Con mosquitos pegados al cristal. Achicharrados. Toca la pared con la palma sudorosa. Se vuelve. Repite el sacrificio en la pared opuesta. Ningún rumor. Ya las moscas dejaron de volar. Cayeron al suelo, lesas, hambrientas. En este lugar sólo una cucaracha sobrevive. O una rata. O él, cree. Se le dispara el odio contra sí mismo. Se rasca. Se araña. Hunde las uñas en la piel. Se forman líneas acanaladas. Rojas. Gotosas. Fluyentes. La sangre busca el abismo. La sima. Desea con ardor llegar al suelo. Morir. También la sangre es derrotada. Un pensamiento sacude el nervio. Sus ojos tiemblan. Parpadean. Y los vellos se erizan sobre la piel carnosa. El cansancio se abrocha a su cintura. Tira del cuerpo. Le hunde. Le atrapa. Intenta escalar la montaña. Cuatro patas de madera. Aceitosas. Una cucaña, piensa. Los pies resbalan. Un nuevo intento. Otro desplazamiento en el aire. Llega el desespero. Lupo se aferra a la cubierta. La mesa se inclina. Logra equilibrar su masa. Ya la inclinación cede. Una pierna sube. Y tira desesperada de la otra, aún en el fin del mundo. Lupo estira sus músculos. Parece de goma. La superficie se acerca. La risa del hombre en la tragedia. Un mosquito arde en la luz del techo. Otro drama. Pero nadie se da cuenta. El animal humea. Sus alas nacieron para nada, ya no vuelan. La boca de Lupo se abre buscando el grito. En la habitación los chillidos no se oyen. Nadie escucha la desesperación. Comprende, al fin, su miseria. Necesita descansar. Dormir. Entrar en lo onírico. Separarse de Dioniso. ¡Apolo! ¿Dónde te encuentras? Soñar. Vivir en el sueño como que es. Lo necesita. De lo contrario, reirá sin poder remediarlo. Y bailará. Y danzará en la copa de vino del devenir. Sólo le resta el último esfuerzo. La planicie aparece a sus ojos, de pronto. Un alivio. Un clamor que salta, y estalla, y cruje. Tal vez el hombre haya encontrado una demora. Un momento ganado a la muerte. Un instante. Las piernas yacen ahora casi en el aire. Sostenidas por la mera voluntad. El cuadrado es ridículo. Demasiado pequeño para soportar a un cuerpo. Sin embargo, no hay vuelta atrás. Ya lo consiguió. El pasado ha huido. El futuro, ¡quién lo espera! Sólo el Ahora. Altivo. Enervante. Odioso. En el olvido quedó Apolo. El sueño. La apariencia. Los párpados se van cerrando. Y encoge el cuerpo en un arco imposible. Los brazos dibujan el círculo y entran en él como pueden. Lupo empequeñece. Debe caber en el cuadrado de la mesa. De la cama. Su cama. Porque la noche cayó y ha de descansar. Aislar sus esfuerzos. Esconderlos. Nadie debe saber que existen. De lo contrario le matarán. Más aún. Se mofarán. Reirán sobre su cuerpo como lágrimas de sal. La luz del techo llora sobre el hombre. La oscuridad preñada. Y en la pared su sombra se yergue inmensa. Monstruosa. Lupo cierra sus ojos. Llama al sueño. Intenta poner su mente en blanco. Y en el cerebro comienza la terrible cuenta sonora del tiempo. Si supiera rezar… Si le hubiesen enseñado a rezar de pequeño… Tal vez… Pero no es el caso. Lo demás, ¿qué es? ¿Cuál es la embriaguez de la que tanto se habla? ¿Dónde está? Suena el tiempo martillando. No cesa. No duerme. No descansa. Añora aquellos momentos ya pasados. Cuando el esfuerzo le era suficiente. La vida, empero, se le tornó regalada. Y con ella, la sumisión. La derrota. La desesperanza. La muerte de su propio destino. Y un empalago que le ahoga. Cubre su garganta con espuma. Aborta el flujo de aire, tan necesario. Aun recogido hasta la extenuación, los pies le cuelgan. No hay suficiente materia. Le falta el apoyo. Y así el cuerpo tiembla, se tensa, como el acero fatigado. Continúa oyendo el martilleo del tiempo. Un instante. Otro. Otro. Hasta la eternidad. Sus dedos agarran el filo de la cama. De no hacerlo, caería. Resbalaría. El aceite unta el cuerpo. Le distrae. Ansía que llegue su noche. Y el silencio. Y que los oídos no le zumben más. Triste armonía aterrada en el hueco. Respira lo que puede. El oxígeno traviesa por donde quiere. Se acaba. Cada suspiro es eterno. Comienza a faltarle la vida. Los pulmones hinchados. Desesperados. Clamando un soplo olvidado. No hay paredes ya. Ni techo. Ni acaso la luz de antes. La memoria es atroz. Cuando la escena sucedía de otra manera. La memoria le puede. El recuerdo se clava como cuchillo afilado. Ahora se aferra, más feroz, a la mesa. Igual que un animal acorralado. Los tendones estirados. Acerados. A punto de crujir en un tacrido horrísono. Lupo yace con la luz de sus ojos apagada. Teme. Tiembla. Todo él es carne. Sólo eso. Mansedumbre de lo que es en la tierra. Sólo un hombre. Una miseria. Una rata hambrienta. Piensa bajar de la mesa. Tal vez el suelo, ancho, plano, duro, le acoja. Pero su vanidad despierta. Dice: NO. Agarra su mundo, la materia, y la hace suya. Desea ser como ella. Muda. Áspera. Inagotable. Fundirse en ella. Ser ella. Lupo sufre. Tal vez ahora sea capaz de crear. En la soledad de la pena. Atravesando al otro lado. Lo bello que nace. Refulge. Y las estrellas que abarcó con su mano se disparan al cielo. Huyen. Vuelan. Cuenta los puntitos brillantes. Como si fuesen granos de arroz desparramados. Perdidos. Incontables. Innumerables. Se siente minúsculo, ahora. El fin se acerca. Sostiene el pecho para no respirar. Para no claudicar. Aún lo indigno le atenaza. No tiene remedio. Tampoco lo busca. Él, tenaz. El bicho despierto. Ufano. Engreído. Quizás en otra vida se enderecen sus pensamientos. Ahora se nota embriagado. Dioniso. En sus brazos se acolcha, el hombre. Y en el sueño apolíneo continúa danzando. Endemoniado. Es arte. El arte, como puente entre esto y aquello. ¿Comprenden? ¿Comprenden la angustia que escribo? Es la noche amortajada, que se va. Fuera el tiempo ha mojado los tapiales. Y ellos han caído, laxos. Lupo observa con minuciosidad y gusto su propio arte. Lupo convertido, transformado. De animal a columna dórica que observa. Sin sentir. Sin padecer. Únicamente lo objetivo clavado en las retinas, como agujas. El aire escasea. Empieza el sudor. Derrama por la piel. Grávido. Pesado. Denso, como el dolor. Se echa en falta al otro. Por el calor, ya se sabe. La miseria no puede compartirse. Es única. Solitaria. Hembra que asola. Y mata. En el estertor el hombre se cree elevado. No le interesa el destino. Perdió para él todo su sabor. Lo agrio. Y lo dulce. Ahora el hueco se ha vuelto arbitrario. Caprichoso. Un rectángulo estrecho. Con el cielo tocando los dedos. Un sepulcro. Un nicho. Pero sin flores ni aromas. La sorpresa acude rauda. Aprieta el corazón del hombre. Rompe la arteria. Por dentro nada se ve, nada se sabe, nada se intuye. La muerte no tiene nada que ver con la intuición. Llega cuando llega. Sin más. Dios no existe. Lo han sombreado con las almas muertas de los desdichados. Y las palabras se tornan crípticas. Y los conceptos, que ríen, que bailan ante nosotros. Lupo dejó de latir. Un chorro de sudor cayó de pronto como agua en el tejado de la vida. Lo demás no importa. Ya nada importa. Sólo el pensamiento universal. El ojo que todo lo ve. Un ojo ciego que engaña, taimado, adulador. Peor para los que creen. El último granito de arroz salió del tarro. Compraremos más. Así de fácil.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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