El Acento

Antonio Florido

La fosa

También nieva hoy, y no tanto afuera en las calles y en la ciudad sino en el alma del narrador de esta historia donde todo, por un momento, parece que se hunde. La ventana permanece cerrada protegiendo el alma errabunda llena de historias y de cerrazones. Y le agradezco a ese trozo de materia que se mantenga de pie, firme, hierático, resistiendo por mí lo que de otra manera sería totalmente imposible.
El día aparece blanco, de un blanco sucio por las pisadas de los hombres que, además de arruinar el suelo, las aceras y las casas, también contaminan la verdad del mundo donde vivimos y nos cobijamos los seres humanos como si fuésemos parásitos. Contaminan la verdad convirtiendo todo en mentiras de cartón y en costuras de lo falso. No me pregunten hoy por las cosas terrenales. Hoy no estoy para nadie. He claudicado. He encerrado mis pensamientos en las envolturas sutiles de la magia que inventaron los sagrados iconos de la antigüedad. Hoy el mundo se derrite y se dilata, ensanchando el horizonte de cenicientos espejos que ya no sirven incluso ni para reflejar el dolor del mundo.
Oigo a través de mi eterna ventana (esa ventana con los cristales apagados, con el marco errabundo y con las cortinas de mortaja) el eviterno fluir del dolor humano, los rezos, los lamentos, los quejidos ahogados de los que sufren y se saben olvidados. Y, recostado sobre el sillón, recuerdo la historia de Vodo, cuya simple evocación golpea mi alma hasta el punto de volverla negra como la mugre.
Esa fue una historia que me llevó, volando a lo alto de mi pico, hasta la dehesa donde viven las nubes y el reino de la naturaleza. Me recuesto holgazán, levanto las piernas, me sitúo cómodamente y repaso cada uno de los acontecimientos de aquellos días funestos y tristes. Todo comienza en la calle de Las Gaviotas. Allí, muy cerca del río Navenka y justo al lado del parque Trebiskov, vive el sujeto de este cuento, un tal Volodia Vasiliev a quien antes llamé por su nombre de pila, Vodo, como a mí me gustaba llamarle en los momentos de mayor soledad. Aunque nunca lo conocí ni jamás imaginé su rostro, Vodo se encaramó en la cima de mis hombros igual que esa película donde el protagonista se duele de la espalda y el motivo no es otro que llevar a cuestas el dolor del alma en forma de prenda materializada. El individuo en cuestión un joven soñador e idealista, ocupa una habitación pequeña del segundo piso, una pieza sucia y maloliente. Por las noches puede ver, desde su ventana, los últimos aleteos de las fochas y divisar las ondas que producen las embarcaciones. Vasiliev, como ya queda dicho, es joven. Apenas asoma en su rostro una leve sombra que anuncia una barba incipiente, rala y rubia. Por las mañanas trabaja en las oficinas del Estado. Su trabajo consiste en revisar, clasificar y ordenar expedientes. Son los expedientes de las almas muertas de la zona. Hay mucho trabajo en esas oficinas. Volodia se encarga de la misma sección en la que su padre pasó los últimos cuarenta años. A Volodia no le gusta mucho su trabajo. Lo de revisar expedientes una y otra vez, todo el día, todas las semanas y todo el tiempo no está hecho para un joven de San Petersburgo. En su fuero interno Vodo piensa que debe mejorar. Aunque aún no sabe cómo, un día de éstos se dice, llegará a ser lo que su viejo nunca pudo, Supervisor General de Almas y Otros Asuntos. Y para conseguirlo Vodo trabaja sin descanso, hora tras hora, depositando en sus labores tanto esfuerzo e ilusión, que todos en las oficinas rumorean de él por lo bajito.
La historia llegó a mis oídos, en verdad, el viernes pasado. Esa tarde entré, después del trabajo, en la taberna de Gólubev, donde me tomé cuatro o cinco vasos de vodka. A un lado de la barra observé al gordo Grogióv, viejo amigo de mi padre y al que, seguramente por ese motivo, yo le tenía en alta estima. Grogióv hablaba y bebía. A cada frase que soltaba el viejo gordinflón le seguía un sorbo de vodka. A decir por el color sonrosado de su rostro debería llevar allí, apoyado en la barra, no menos de dos o tres horas. Todos le conocíamos y eran famosas las cogorzas que cogía los fines de semana. Grogióv hablaba de un tal Volodia. Los demás permanecían junto a él, mirando al viejo con los ojos muy abiertos. Yo les observaba y trataba de escuchar las palabras del viejo Grogióv, pero desde donde estaba me era prácticamente imposible, de modo que decidí acercarme hasta ellos para enterarme de lo que pasaba.
…El joven dudó. Luego, mirando hacia el fondo oscuro y frío del pasillo, entró con paso decidido, decía Grogiov, con los labios brillantes.
Sigue, hombre, sigue, ¿qué más?, preguntó Chirilenko con voz ronca.
El chico entró, digo. Es, es posible que no supiera lo que iba a encontrar. Más aún, yo aseguro, os aseguro que no tenía ni la más remota idea de lo que sus ojos verían en cuanto entrase en su habitación…
¡Una rusa de alto postín, ja ja ja!decía uno. ¡O dos, tal vez! Afirmaba otro. ¿No veis que el mujik se está riendo de todos nosotros?, soltó el tercero, el vivaracho Sergueiv, después de vaciar la botella de alcohol.
…Subió las escaleras agarrándose a la barandilla. Al llegar arriba sacó la llave, giró con ella la cerradura y abrió la puerta. En ese momento un olor intensísimo a humedad golpeó su rostro.
Grogióv hizo una pausa que aprovechó para seguir bebiendo.
Lo que pasó más adelante debe ahora esperar, malditos ignorantes.
Los oyentes, circunspectos e irritados, animaron a Grogióv a continuar con el relato. Éste, al comprobar que su narración estaba siendo seguida con tanto respeto, irguió sus hombros, bebió otro sorbo de vodka y siguió hablando.
¿Qué pensáis que encontró Volodia al abrir la puerta? ¿Qué imagináis? ¿Queréis saberlo, eh?
El gordo Grogióv cambió de pronto su rostro. Un aire de seriedad y de miedo pasó por delante de todos y, como si las hadas hubiesen atravesado la estancia, se hizo un silencio espeso.
¡Un cementerio! Soltó Grogióv, dejando a todo el mundo de una pieza.
Chirilenko puso el vaso sobre la mesa, Gólubev abandonó lo que estaba haciendo y se acercó a nosotros. Los demás nos reímos y nos hicimos los locos, para no ofender al viejo Grogióv. Pero el rostro del anciano seguía siendo grave y sus ojos brillaban a la luz del gas con un destello fantasmagórico. Yo pensé que estaba ciego de beber o que se tomaba él mismo el relato muy en serio. De pronto, dejando su vaso sobre el mostrador, se alzó sobre sí mismo y con las venas del cuello tremendamente hinchadas prorrumpió.
Señores, cuando Grogióv dice lo que dice, no hay más que, que, que decir. Y se acabó, ¿lo oyen bien?, ¡se acabó lo que se daba!
¡No puedes dejarnos así!, exclamé, pensando que al tratarse del hijo de un viejo amigo, Grogióv continuaría con su relato.
En efecto, el gordo sonrosado miró hacia mí y al comprobar que era yo el que se lo pedía entornó los párpados, bebió otro trago y dijo: “¡Seguiré!”.
Como decía, el chico había encontrado un cementerio. Puede que delire o que esté sufriendo una de esas enfermedades misteriosas del Cáucaso, pero lo cierto es que desde que está en el Hospital no para de afirmar, una y otra vez, que su historia es tan cierta como que el sol sale todas las mañanas. ¿Y qué hizo después? Entrar. Sostiene que le costó la misma vida cruzar el umbral pero que, sin saber cómo ni por qué, avanzó sus piernas hasta el centro de la pieza. El otro día, cuando hablaba con él a la hora del almuerzo, me contó con pelos y señales todo lo que vio. Dice que la habitación la encontró llena de tumbas. Que las había de todos los tamaños, grandes y pequeñas. También afirma que sus muebles habían desaparecido. Que miraba y buscaba por todas partes y no encontraba ninguna de sus pertenencias. Su mesa se había transmutado en una fosa blanca, como de niño, con una cruz en lo alto y una corona de flores. Su ventana, por la que disfrutaba por las tardes con las vistas del Navenka, ya no se encontraba y, en su lugar, a la altura del pomo, una placa de mármol colgaba de la pared. Alrededor de la sala se dibujaba un pasillo de verde hierba, bien cortada, que bordeaba la estancia formando un rectángulo. Y al fondo, en la pared opuesta a la entrada, nichos pequeños con dibujos de niños parcheaban la superficie formando una escena macabra e inolvidable.
Conforme me contaba estas cosas continuó Grogióv, ¡escúchenme!, el chico lloraba y al llorar llamaba a su madre, la llamaba por su nombre y le decía que la quería. Sin duda, el muchacho está trastornado. A cualquiera que le hubiese pasado algo semejante se le habrían retorcido las ideas de la mente, a cualquiera. Luego continuó hablando y cuando le pregunté que qué hizo me dijo que quedarse. ¡Qué, si no, debería haber hecho! Sostiene que pasó las primeras noches despierto, vacilando entre largarse de allí o quedarse. Pero, como él asegura, ¡adónde ir! De modo que, señores, tenemos a un jovenzuelo, ¡oigan bien!, que de buenas a primeras se encuentra con que su habitación, la habitación donde vive a diario, en la que come, en la que duerme y en la que deposita sus vergüenzas, se ha convertido de la noche a la mañana en un camposanto. ¡Ahí es nada!
Grogióv acabó su relato adornándolo con otro vaso de vodka. Gólubev secaba las copas con un paño asqueroso y nos miraba con el semblante sombrío. Chirilenko hacía buen rato que se había sentado, incapaz de soportar por más tiempo el peso de su cuerpo. De modo que en la barra nos habíamos quedado sólo Grogiov, el viejo Grogióv, Sergueiv y yo.
Grogióv acercó su cara a nosotros dos y hundiendo la voz en un hilo apenas audible nos dijo: “¿Queréis saber el resto?”.
Sergueiv y yo nos miramos. Gólubev dejó el paño y se acercó también adonde estábamos. Grogióv continuó.
Podéis pensar lo que queráis de este chico, lo que yo os digo es que me lo creo, yo me creo todo lo que me ha dicho en estos días. ¡O es que debemos pensar que este sinvergüenza pretende sacar algo de esto! En efecto, Volodia Vasiliev, que este es su nombre, se quedó toda la noche. Como un cosaco aguantó el tirón del miedo en medio de este escenario terrible. Como un gigante agazapó su cuerpo entre los verdes follajes y así transcurrió su primera noche entre las tumbas. Y digo su primera noche porque Volodia ha vivido siempre en su piso. No le han importado a él las cruces, los túmulos húmedos y abultados, ni le han preocupado las miradas de los niños muertos que salen de los cuadros. Volodia es un hombre. Un funcionario, es cierto, porque no debemos olvidar que al fin y al cabo el chico se gana la vida revolviendo y revolviendo papeles, pero un hombre, esto es, un hombre recto y valiente.

Miré el reloj. Pronto serían las diez. Hora de comer algo, de asearme y de descansar. Le dije a Gólubev que se cobrara en el mismo instante en que Grogióv me tomó del brazo y me dijo: “Ten cuidado, chaval, ten cuidado”
Yo me sonreí porque pensaba que el viejo Grogióv pretendía meter en mi cuerpo los miedos de Volodia. Pero me hice a un lado, tomé mi capote y salí a la calle en busca de la ribera del Navenka.
Conforme andaba hacia mi casa pensaba en la historia del viejo Grogióv y también pasaban por mi mente las imágenes imaginadas del piso de Volodia. En verdad, había sido una historia truculenta; terrible, de ser cierta. Aunque costaba trabajo creer las palabras de un viejo borracho que todas las semanas se toma una carreta de vodka. La noche era fría. Se acercaba ya el invierno y las ráfagas de viento removían las últimas hojas del otoño. Era bonito y agradable pasear a estas horas, de noche, pisando las hojas secas de los plátanos y oliendo la suave fragancia de las flores del parque. Es grandioso el mundo pensaba, extraordinarios el cielo y las estrellas. Y maravillosas las ideas de los hombres, tan dispares, tan sutiles y tan extravagantes.
Continué caminando por la acera del parque Trebiskov. A mi derecha se abrían las aguas del Navenka, negras, sonoras y tristes. Siempre, hasta de niño, me habían atrapado los silbidos de las aves cruzando por las aguas en busca de la bocana. Mi madre me llevaba de la mano y cuando nuestros cuerpos se asomaban peligrosamente a los filos apedreados del río, mi madre apretaba mis dedos, dándome una sensación cálida y segura. ¿Qué estaría haciendo en estos momentos el viejo Grogióv?, me preguntaba mientras mis pasos se acolchaban en las ramas muertas de los árboles, ¿estaría comiendo la sopa tibia y jugosa, junto a su mujer?, ¿acaso dormiría plácidamente con las piernas estiradas? No se sabe, nadie lo sabe ni lo puede barruntar. Como no se conocen los caminos oscuros por donde cruzan los pensamientos.
Llegué a mi casa. Me alegré de que hubiese acabado mi paseo porque el frío había entrado en mi cuerpo, abrazando mis huesos y mi alma. Tiritaba. La luz del gas estaba apagada. Seguro que la señora Tania Yuruguevna, encargada de alumbrar la entrada y los pasillos a los inquilinos yacía dormida sobre la mesa, ¡la pobre Tania! Penetré en los pasillos a ciegas. Me los conocía de memoria, de manera que no me supuso esfuerzo alguno subir los dichosos tramos de escaleras hasta llegar a la puerta de mi habitación. Todos dormían. Sólo una voz de chiquillo se oía al fondo. Posiblemente se trataba del hijo de la señorita Seriozha, un pequeñajo vivo y juguetón que hasta de noche les daba quehacer a sus padres. Saqué la llave. A tientas logré introducirla en la cerradura. Giré a la derecha una, dos vueltas. Abrí. Una ráfaga de aire gélido rozó mi cuello. La humedad golpeó mi rostro y no quise mirar ni saber lo que habría dentro. El miedo se apoderó de pronto de todo mi ser porque no podía apartar de mí los pensamientos y los recuerdos de la historia de Grogióv. Entré. Al encender la luz del techo, triste y mortecina, vislumbré el contorno de mis muebles. La vista de mis cosas, todas en su lugar, me tranquilizó. Iba cansado. El vapor del alcohol estaba haciendo su efecto y los párpados se me caían al suelo. Me dormía. Anduve hacia la ventana. Yo no divisaba desde mi cuarto las aguas frías del Navenka, ni tampoco llegaban hasta mí los olores verdes y mojados de los árboles. Desde mi cuarto lo único que podía columbrar eran las siluetas difusas de las casas lejanas. Vivía en una zona un poco apartada donde la capital se vuelve elástica y donde parece que las calles se alargan sin motivo aparente. Me eché sobre el viejo sillón de la sala. Cerré los ojos y pensé en la historia de Volodia. Vi el salón de su casa como si lo tuviese frente a los ojos. Olí las tierras removidas y húmedas y llegué a percibir el color blanquecino de las tumbas de los niños. Un halo material se fundió con el aire estático de mi propia estancia y el recuerdo de las tumbas pequeñas se hizo presente. Me dio miedo abrir los ojos para comprobar si mis pensamientos se habían convertido en algo real o se trataba simplemente de la borrachera que aún me dominaba. Sentía asco de mí mismo y pena por el propio Volodia. Me lo imaginé arrinconado en su cuarto, asustado, con los ojos abiertos hasta la exasperación. Y pensé si yo hubiera sido capaz, si yo mismo habría tenido la valentía que demostró Volodia, Vodo, en ese mismo caso, ante esos mismos sucesos. El sólo hecho de pensarlo erizó los vellos de mi cuerpo y noté cómo un hilillo de frío penetraba en mi carne, atormentándola. Me recogí más en mí mismo. El terror de saber que las lápidas me miran desde la pared de mi cuarto, esos trozos de mármol con los deditos marcados a cincel, deditos de niño muerto, de niño dolorido, tal vez por una vida escasa y triste, todo eso me dolía en el alma y me daba pena. Recogí más aún mis pies sobre el pecho. No quería tocar el suelo con mis piernas temblando. ¿Me dormí? Nunca lo sabré. Lo que recuerdo es que abrí los ojos sin saber a ciencia cierta el tiempo que había pasado.
Miré al fondo de mi cuarto y percibí la oscuridad del fondo. Los muebles, difuminados, ¿eran acaso reales, o se volvían reales en el momento exacto de encender la luz del hombre, la luz del Eterno, del que ni siente ni piensa ni vive ni muere?
De pronto me di cuenta, allí sentado, en medio de la soledad y del gélido ambiente del invierno, que estaba solo en el mundo. Miré alrededor e imaginé lo que habría sentido Volodia al comprobar que su habitación se había convertido en un terral relleno de huesos y de caras diminutas. Cómo habría sido posible vivir durante tantas semanas rodeado de fosas y de flores marchitas, respirando el olor de la muerte, viviendo el tiempo infinito de los muertos. Los pensamientos fluían en mi mente calentados por los efluvios del vodka. Deseé echar un último trago. Me levanté, abrí el aparador y saqué una de las botellas que guardaba para los momentos de máxima soledad. Me recosté y comencé a beber lentamente, saboreando cada uno de los tragos de alcohol que introducía en mi cuerpo. Bebía cada sorbo diciendo que ése sería el último. Pero el último no llegaba. Detrás de cada uno venía otro. A media noche la botella iba ya por la mitad. Me dio asco estar en mi propia habitación. La gente, pensé, se reúne, se asocia, busca el calor del grupo y ríen las idioteces que a cada uno se le ocurre. Así es la vida. Sin embargo, allí estaba yo, en medio de la nada, solo como un mujik en su dacha, rodeado de silencio y de vacío. Deseé por un momento haber estado en la misma situación que Volodia Vasiliev. Al menos él tenía a sus muertos. A sus infantes descarnados, blancos y pequeños. Creo que me dormí y que estuve allí echado buena parte de la noche. Me despertó el frío. Mi cuerpo se convulsionaba como sólo lo hacen los cuerpos de los epilépticos. Me abrigué todo lo que pude y continué recostado en el sillón, mirando los cuadros de mi cuarto, la lámpara del techo, la mesa, el aparador. Mis ojos viajaban por la estancia como si fueran turistas que visitan parajes nunca vistos.
Cuando giré la cabeza hacia el rincón donde guardaba mis cajas de vodka mis ojos se detuvieron en un detalle que antes me hubo pasado desapercibido. Y es que el suelo de esa parte de la pieza se había levantado un poco. No dudé en acercarme. Me agaché y con los dedos rocé la superficie de las losas y me di cuenta de que algunas estaban sueltas. Una de ellas, en concreto, mostraba uno de sus picos levantado unos cinco milímetros. La golpeé con el puño cerrado. La losa crujió y el golpe devolvió un sonido muerto, apagado. Así suenan las paredes cuando están mal apelmazadas, huecas, vanas, vacías. Con cuidado levanté la losa por un lado y tiré hacia arriba. Lo que vi me horrorizó. Debajo de la loseta no había nada. Y cuando digo nada, es eso, nada. Introduje mis dedos en el espacio que había ocupado la masa compacta de la piedra y mi mano penetró sin esfuerzo hasta el codo. Asustado, arranqué de cuajo la losa vecina. Sin apenas esfuerzo me quedé con ella en la mano y de nuevo comprobé que debajo de la misma sólo había aire, oscuridad y frío. Sentí un peso en el pecho que me ahogaba. Comencé a sudar y de nuevo, como un loco, arranqué una a una todas las losas del suelo. Me quedaba sin casa. Si seguía con mi locura me quedaría sin firme bajo los pies. Me senté. Cuando la respiración se me hubo calmado me dije, ¡piensa, piensa!, y comencé a partir de ahí una labor angustiosa de tratar de comprender por qué me estaba sucediendo esto. Cómo podía ser que mi propio cuarto se estuviese desintegrando y disolviendo en el aire. Cosa tremendamente imposible. Las leyes de la física así lo demuestran. Mi habitación se había reducido a la mitad, fruto de la disipación misteriosa y de mi histeria momentánea. Si continúo arrancando el suelo me decía, me quedaré en el aire, en el vacío, me caeré, mi cuerpo bajará hasta el fondo, hasta la sima, y me convertiré en hueco, en honda e insubstancial materia. El tiempo pasaba lento. Mi cuerpo, poco acostumbrado a la bebida, comenzó a sentir la odiosa flacidez que produce el exceso de alcohol y noté desfallecer mis miembros. El aparador y la mesa habían quedado al borde del abismo. Sus patas rozaban la última línea del suelo y si éste se hundía más caerían al abismo insondable. Pensé en mi casera, la señora Tania Yuruguevna. No sabría explicarle a la buena señora el destino de su pieza. Me creería loco. Y yo no tendría argumentos para sostener semejante suceso. Me encerrarían en el Hospital de Dementes. Qué sería de mi vida a partir de ahí. Los pensamientos bombardeaban mi cerebro. Pensaba más rápido de lo que era capaz de digerir. Si, en efecto, mi mente había conocido al fin eso que llaman locura. ¿Había vuelta atrás? ¿Volvería yo a ser el mismo de antes? ¿Oiría el canto de los pájaros? ¿Sentiría de nuevo el amor?
Las horas pasaban junto a mi sillón y mi cuerpo tiritaba de frío. Los ojos, abiertos y estirados, dirigían sus rayos hacia el suelo que aún permanecía firme. Cuánto tiempo faltaba aún para que llegase el fin. ¿Estaba yo dormido, y estos pensamientos eran sólo el fruto de mis pesadillas? ¿Tanto me habían impresionado las palabras del viejo Grogióv? Deseé saber la verdad. Porque debemos saber lo que ocurre para poder actuar en la vida y poder, así, elegir nuestro propio destino. Ya sé que esta es una historia confusa. Seguramente alguien piensa que es mera imaginación derrochada en un momento de vacío y de vacuidad mental. Es posible. Pero lo cierto es que cuando descubres que el mundo se te va de las manos te recuestas en el sillón y le pides al de lo alto que te ayude. Así estaba yo esa noche. Pidiendo a no se sabe qué o quién que me rescatase de allí lo antes posible.
Llegó la mañana. La cabeza me dolía. Los rayos del sol abrieron mis párpados y mis miembros se estiraron buscando las paredes. Lo primero que hice nada más despertar fue comprobar si todo había sido o no un sueño. El suelo permanecía en su sitio. Maldije la noche y los monstruos que crea en nuestro cerebro. La noche es el vivero de los miedos y por eso la odio. Eliminaría las noches del mundo. Dejaría sólo la luz del día, el calor de la gente, los pájaros cantores, las hojas vivas y verdes de los árboles, dejaría las almas muertas en las dachas, junto al samovar caliente y humeante. Pero la noche la quitaría de en medio, con sus vacíos, sus silencios, sus horrores. Salí a la calle. Necesitaba reencontrarme conmigo mismo, ser yo, en plenitud. Sentía la imperiosa necesidad de respirar el aire frío de las montañas, los vapores del Navenka. Y quería darme el placer de pasear una vez más por la avenida Nevski, y llegar caminando hasta el parque, donde las hierbas crecen en el suelo firme y húmedo. Debía sentirme vivo, muy vivo, alejarme de los sueños profundos del terror y volver a comenzar de nuevo.
La gente caminaba junto a mí mirando al suelo, con los embozos subidos. Los hombres funcionarios casi todos, llevaban el capote apretado y las mujeres andaban deprisa hacia sus casas. Hacía mucho frío. El invierno se había echado de pronto sobre la ciudad. Quizás esta misma noche llegara le nieve. Adoraba la sensación crujiente de la nieve al caminar. Tanto quizás como observar las llamas doradas del fuego del hogar y el crepitar de las maderas. Llegué al puente Boriskov, donde el Navenka retuerce sus aguas buscando la mar. Sabía que al cruzarlo alcanzaría la zona residencial donde Gólubev reparte el vodka generosamente. No me importaba. Si pretendía encarar la vida como ésta se merece debía ser capaz de volver a entrar donde Grogióv y debía ser lo suficientemente valiente como para mirarle a los ojos sin titubear. De modo que, al pasar junto a la taberna, decidí entrar a echar un trago. Gólubev estaba solo. Al verme entrar me colocó el vaso de vodka sin yo haberle dicho nada. Nos conocíamos. Al poco entraron Grogióv y Sergueiv. Iban dados del brazo y de vez en cuando se besaban. Están borrachos pensé. Se colocaron cerca de mí, a dos palmos, y cuando Grogióv reparó en mi presencia alzó los brazos y comenzó a lanzar improperios y blasfemias. Gólubev lo agarró con fuerza y Grogióv se calmó. Le invité a un trago y comenzamos a charlar sobre la historia de Volodia. Grogióv venía del Hospital y afirmaba, con la voz un poco triste, que Vasiliev se había suicidado esa misma noche. Continuamos hablando pero yo no presté demasiada atención a partir de aquel momento. Mi mente se había parado en las últimas palabras del viejo Grogióv, cuando afirmaba que el joven funcionario se había quitado la vida. ¿Tanto le había afectado el suceso de las tumbas como para trastornar de esa manera la mente del joven Vasiliev? ¿Me pasaría a mí algo parecido? No sé, lo cierto es que tomé otro trago de vodka, pagué y salí de allí cabizbajo, pensando que quizás la vida se me iría desvaneciendo con la rapidez, con la misma rapidez que las losas de mi cuarto.
Volví sobre mis pasos hasta que en el horizonte se dibujaron las ondas sinuosas del río. Se me alegraba el espíritu cuando miraba de frente las aguas revueltas del Navenka. De siempre me pasó lo mismo. Algo tendrán estas aguas que me atraen. Posiblemente su profundidad, su apariencia inocente, su correr eviterno, lo cierto es que a mucha gente le pasa lo que a mí. Somos muchos petersburgueses los que acudimos por las tardes a disfrutar de la visión calma del río, a echar hojas muertas en sus aguas, a contemplar, sin más, sus olas atrevidas y sus vapores hermosos. Somos muchos. Pero hoy, sin embargo, y de alguna manera extraña, no hay nadie apoyado en las barandas del paseo. Sólo la tarde, las hojas, el viento y yo. Me acerco al borde. Me acuerdo de mi madre, cuando me apretaba los dedos con sus manos cálidas y sedosas. Ahora estoy solo. Solo como el viento que corre, como el muerto que espera, solo como el espacio vacuo y dilatado. Me subo el cuello del capote, miro la ribera opuesta, observo los pájaros pequeños y gorditos que comen las migajas del suelo, rozo con mis dedos los pétalos de una flor congelada, me santiguo tres veces, le digo adiós al mundo pensando en la inconsistencia de mis propios pensamientos y en la cobardía que embadurna mi alma. Si yo fuera valiente también me suicidaría siguiendo los pasos de Vodo, pero no me nacieron con esa tozudez que nos da las relaciones con los demás, esas amistades toscas e infames de las gentes mediocres y carentes de ideas originales. Miré las aguas del río. ¡Qué hermosas, Dios mío! El día se iba. Pensé en Vodo y en su cuerpo yaciendo sobre la piedra congelada del tanatorio. Me sabía tan solo, me sentía tan huérfano de toda calidez, de todo sentimiento de amistad, tan perdido en medio de tantas construcciones gigantescas y absurdas que no tuve más remedio que agachar la cabeza y aguantar el tirón.
Llegué a casa. Y lo primero que se me ocurrió fue tomar un cuaderno y un lapicero y comenzar a escribir. Necesitaba vaciar toda la mierda que guardaba en mi pecho y esa fue la única forma que encontré. Lo demás queda fuera de estas páginas y las dejo prisioneras de mi propio fuero interno

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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