El Acento

Antonio Florido

El cubo

Observamos una mancha arenosa anticipo de un horizonte que se acerca. Sobre la arena cárdena, granulosa, un cubo, como todos los cubos del mundo, sin ninguna característica especial, sin ninguna arrogancia. El agua entró en él un día cualquiera, volcada por unas manos sin dueño. El horizonte también nos observa desde su lado, a su manera. La base del cubo está perfectamente encajada en la densidad de la Tierra. Aprisionada. Equilibrada. Un escenario sin más. Como en una obra de teatro minimalista y absurda. Sopla una leve brisa que dibuja sobre el agua un rizo gracioso. El cubo podría ser de cinc. También podríamos imaginarlo hecho de plástico. O de carne. O de pereza, incluso. Porque en esta escena única todo puede ser convertido a nuestro antojo. Solamente depende de nuestra decisión. Y hoy, en la soledad de este paisaje, se nos ha antojado que las cosas sean de esta manera.

Al final de la retina asoman dos figuras irreconocibles. Aún es mucha la distancia. Debemos esperar a que suceda el tiempo. Y el tiempo, animado, corre como por arte de magia, sin que comprendamos muy bien su motivo. Las figuras de los hombres que caminan hacia nosotros (ya los hemos adivinado) van cobrando forma. Uno de ellos es alto, delgado, moreno, ligeramente extraña su manera de mover los miembros. Parece cansado. Sin embargo, a pesar de su rostro avejentado, el hombre es joven. Le echamos treinta años, acaso treinta y cinco. A su lado, como a dos metros, el otro. Más bajito y rechoncho. Y más viejo, sin duda. Por los cincuenta, quizás. Camina dando pequeños saltitos tratando de apurar la distancia que le separa del compañero. Los hombres avanzan sobre unas imaginadas líneas paralelas. Pero cada uno va a lo suyo. Sus pies se hunden en la arena. Pisadas huecas donde el agua del mar, si la hubiese, se cobijaría. Es bonito y agradable imaginarnos rodeados de olas que van y vienen. Elevándose. Hundiéndose. Llorando una capa de espuma que desaparece al instante. Pero en este nuestro paisaje no hay mar de agua. Solamente un mar de arena. Y un cubo en medio, solitario, sin objetivo aparente, dejado allí por unas manos olvidadas. Ya se encuentran a nuestro lado. Y ambos, al observar el objeto del que hablamos, detienen su peregrinaje. Se miran por vez primera.

Uno de ellos, el más rechoncho, parece también algo exhausto. Se sienta sobre la arena con las piernas cruzadas. Como está excesivamente gordo la barriga se le ha hinchado. Se ha negado a seguir caminando. Y el compañero, por no ser menos, se sienta igualmente. La arena se ha hundido por el peso de ambos. El horizonte, para ellos, ha subido en el cielo. Y a lo lejos se adivinan unas manchas oscuras que se desplazan veloces hacia ellos. La tormenta se anuncia. Pronto les cubrirá. Todo depende de múltiples factores, sobre todo del capricho de la naturaleza. Entre ambos observamos el cubo del que ya hemos hablado. Equidistante. Simetría del absurdo. Medio lleno de agua. A mira el cubo y sonríe creando unas pequeñísimas sombras alrededor de su nariz. B, extrañado y confuso, también sonríe. Porque si no lo hiciese se sentiría el hombre más solo del mundo. Y ninguno de los dos ama la soledad. Más aún, la temen. La repudian. E intentan apartarse de ella, cueste lo que cueste. La risa floja dura lo que dura. Lo absurdo de lo absurdo también dura lo que dura. Aunque hay ocasiones, todos lo sabemos, en que esta dilatación de la incoherencia se torna insoportable. La brisa se ha transformado en un soplo tierno que choca en las mejillas de los hombres. A lo lejos vemos cómo las manchas grises de antes están ahora mucho más cerca. Y el cubo, hierático, continúa en medio de ambos sin decir esta boca es mía.

Pero sigamos…

No podemos afirmar que el tiempo pasa porque todavía no hemos llegado a ese grado de entendimiento. Digamos simplemente que fluye. Con su armoniosa y rutinaria cadencia. Con esa característica tontura de cuando nos miramos al espejo y nos volcamos hacia atrás, asustados.

Suena una dulce y suave melodía que vibra en los corazones. De pronto un alto, muy alto, que duele en los oídos. Y luego, más allá de nuestra cordura, el silencio explayado sobre nuestros hombros. Nos sentimos calmos. Conformes con nuestras conciencias. Libres de responsabilidades. Cuasi etéreos seres que vuelan sin peso. A giró la cabeza. Lo mismo hizo B. Han oído el gemido tibio de unos pasitos sobre la arena. Un pequeño camina torpemente. En un desequilibrio pasajero. Surgió de la nada. O tal vez siempre estuvo ahí y nosotros fuimos incapaces de verlo. Tiene los cachetitos abultados y rojos. Y una gracia innata expresada por unos ojos enormes, negros, hermosos. El niño se acerca. Sus piernas arqueadas apenas sostienen el peso. Va vestido de forma exquisita. Como los niños más puros del mundo. Como esos niños, ideales, con que todos hemos soñado alguna vez. Podría tratarse de nuestro propio hijo, si es que se diera el caso. Pero tanto A como B aún no tienen hijos. El pequeño vio el cubo desde lejos. Y le pareció tan hermoso que se le llenó la mente con el deseo de jugar con él. Ya está junto al círculo de metal. O de plástico. O de carne. O de pereza. Porque en su momento no decidimos de qué material podría estar hecho. Sus manitas se aferran al aro. La cabeza, de un cabello fino y encrespado, asoma sobre el borde. Casi al cuello le alcanza el límite. A y B observan callados. Luego, como si no fuesen capaces de soportar la armonía y la belleza del silencio que les rodea, comienzan a balbucir palabras con escasos sentimientos.

El tiempo, en su medida, continúa fluyendo. A habla con B. Intenta hilvanar el hombre un diálogo efímero. B, sin embargo, volcó sus ojos sobre el pequeño. Se siente atraído por él. A habla y habla como si nada. Poco le importa que B no le eche cuenta. El pequeño ansía jugar con el agua del cubo. Pero el agua está muy lejos de sus dedos. El niño se agacha de pronto, inesperadamente, y toma en su manita un puñado de arena. Ha pensado arrojarla al interior del cubo, sobre la superficie graciosa y rizada. Cuando eleva sus deditos muchos granos se le van escapando y crean una delicada lluvia de polvo. Y en un impulso nervioso, incomprensible para los que ya hemos dejado de ser niños, el pequeño abre sus dedos y suelta en el aire los escasos diamantes que recogió. Ahora su cara sonríe, y sus ojos oscilan muy abiertos. B permanece inmerso en la escena. No pierde el hombre detalle alguno. La cara del chiquillo quizás le recuerde a la del hijo que desde siempre hubo anhelado. Y en sus oídos golpea la cancioncilla ridícula y monótona de A, que sigue hablando sin parar, de cualquier cosa.

El día sucede. Las nubes de antes se encuentran en estos momentos sobre sus cabezas. Un gruñido del cielo anuncia el comienzo de la tormenta. Caerá, posiblemente, una cortina de agua. Y las gotas se hundirán en el suelo arenoso buscando cada una el hueco preciso. El niño se colocó de puntillas. Su cuerpecito, aunque pequeño y leve, ha hundido un poco el cubo que, ahora, aparece más clavado en la arena. Las manitas del pequeño rozan levemente el agua. Y los dedos del niño se estremecen y vibran furiosamente al contacto con el frío. Para él el agua no deja de ser más que una gelatina atrayente. El pequeño, de puntillas, intentará introducirse en el cubo, llegar todo él hasta el agua, fundirse en ella, tocarla, olerla. Todavía la vida no le dio la oportunidad de conocer el frío, el verdadero frío que encoge los cuerpos y los arruga. Ha subido una pierna, pero al llegar al borde del aro, el pie le resbala y le cae de nuevo al suelo. Sólo ha sido un primer intento. Intento que B ha observado con el alma aturdida. En el pecho del hombre se abrió de pronto un paréntesis de temor al ver al chiquillo en ese atrevimiento. Sabe el peligro que el juego acarrea. Pero como A insiste en su locura de palabras, a B le da así como algo de pena y de vergüenza. Y entonces le vuelve los ojos y simula prestarle atención.

La escena tiene que ocurrir. Está todo dispuesto. En una segunda intentona el pequeño, que ya ha aprendido, impulsa la pierna con más fuerza, poniendo toda su energía en el envite. Una ráfaga de aire vino en su ayuda. Y el niño, ahora, cayó al abismo.

Dentro del cubo las cosas suceden de manera distinta. Sólo una pared infinita, una masa de líquido y un cuerpo que lucha por cobrar la vertical. Sobre la superficie rizada se ha levantado una ola repetida que moja y moja las ropas del pequeño. El frío gatea por sus brazos. Ya le inundó la carne. Si pudiésemos mirar adentro veríamos unos ojazos negros, abiertos, asustados, unos ojos que buscan nerviosos alguna salida, tal vez un diminuto saliente en la pared en redondo. Pero esa pared, además de no tener ni comienzo ni final, es lisa y resbalosa. Se aproxima una tragedia. Desde la sentada de ambos no pueden ver lo que ocurre. B piensa en el niño. El hombre imagina. Y un dolor como agudo le punza en el centro, donde el corazón se dispara. Ha comenzado su respiración a cabalgar locamente. A le cuenta sus cosas con una cadena infinita de palabras, en un atrevimiento inocente, igual que si los significados los tuviese colgados del hilo que le une al compañero. B, sin embargo, espera que los deditos del pequeño aparezcan de pronto agarrados al filo redondo. El niño se mueve en un juego inútil y casi ridículo. Pero consigue ponerse de pie en medio del charco encerrado. Hasta el pecho le alcanza la línea del frío. Y, asustado, sin comprender nada de lo que le ha sucedido, el pequeño asoma su cabecita por encima del borde, hasta donde la arena se extiende, más allá del horizonte. B, al verle, respiró profundamente. Ha quedado el hombre tranquilo. Y ahora las palabras de A le llegan más altas, más claras, más desnudas en sus significados.

Una nube ha gritado y comienzan a caer goterones. El pequeño siente miedo. La rajadura del cielo sonó tan fuerte que al niño le tembló todo el cuerpecito. A y B han mirado hacia arriba. Pero son tan viejos que ya el miedo les pasó por el lado. El agua se está convirtiendo en una cascada, en una cortina impetuosa. El cubo, lentamente, silenciosamente, se va llenando. Al cuello llegó, del niño. Y el pequeño resiste la postura erguida a pesar de que sus fuerzas están escaseando, así como el frío, que le atora los movimientos, como una obliteración inesperada. B se pasa las manos por la frente. El agua resbala por sus palmas anchas. A dejó un instante el parloteo, el tiempo necesario para observar al natural elemento. Pero ahora continúa cosiendo sus labios a los oídos del compañero. En el pecho de B crece el nervio. Una desazón propia de las almas sensibles. Piensa que debería levantarse, abandonar al otro en su monótona retahíla, y acercarse al pequeño para ayudarle y sacarle del agua. El niño se colocó de puntillas, por el filo de la boca una línea de frío, como un cuchillo que lame la piel. Poco tiempo le queda de aguante. Pero B no acaba de decidirse. Porque cree que A también debería hacer lo mismo. Y, sin embargo, la voluntad de su compañero es tan tibia, tan indolente, tan asquerosamente apática…

B sabe perfectamente que sólo de él depende el futuro del mundo. Oye los pequeños sollozos del niño, que ya ha comprendido en lo más profundo de su pequeña alma el destino que le espera. Empero, algo sucede dentro de B, algo desconocido, como una gasa de humo que le anestesia las decisiones. Las manos de B se han acolchado y el cuerpo se le hunde en la arena. Sigue cayendo la lluvia. Cesaron los sollozos. El filo del aro luce bajo las gotas en mil reflejos siniestros. A, con su cantinela estúpida, ha sonreído de pronto, ajeno a la tragedia. Solamente mira el hombre al cielo y abre la boca. Igual de nauseabundo que una babosa.

Dentro una carne blanca, aterida, adquiriendo rápidamente un tono azulado, como de muerte. Flota el niño en el agua, con el cuerpecito formando un círculo, con las piernas y los brazos hundidos, hacia abajo, y la cabecita empapada con el líquido que sube y que sube, sin descanso, sin prisa. Luego el mismo cuerpo comienza a bajar hasta la profundidad del abismo, donde termina el destino, donde comienza la piel a arrugarse. Frío. Soledad. Silencio.

Nosotros, después de suspirar profundamente, nos apartamos. Nada podemos hacer. Es una escena que no nos concierne.

Por la distancia vemos el rastro sobre la arena. La moral que huye. Callada. Destruida. Olvidada. Unas huellas dispares que se tornan pequeñas. B camina solo. Cansado. Más cansado que nunca. ¿Arrepentido? Nadie lo sabe. Nadie lo sabrá jamás. Pero el hombre mira hacia su derecha, adonde el mar de arena inventada. Atrás le quedó el corazón roto.

El cielo, en un último esfuerzo, ha lanzado un grito de horror, intenso, intensísimo, desgarrador. Luego un tímido hilo de luz en diagonal, sobre el cubo que fulge allá, en la línea del horizonte.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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