El Acento

Antonio Florido

Un tango para los dioses africanos (3)

Por Roger Vilar

No le dije nada a Omó, pero me fui a dormir algo angustiado. Él era la única persona con la cual yo tenía una amistad, o algo parecido a una amistad. Pero mientras cerraba las ventanas de mi cuarto para que no entrara la luz del día, pensé que era inútil preocuparme. Por mucho que uno quisiera variar los acontecimientos, estos siempre ocurrían según su propia ley natural. De todas maneras me parecía que el Gran Omó Saché estaba en un peligro mayor que el de las guerras de África. Esa mujer Urbeka, era un híbrido de sanguijuela y escorpión. Su peligrosidad radicaba en su debilidad. Denotaba grandes frustraciones que no quería asumir. Mucho sufrimiento cubierto con cirugías estéticas, nalgas postizas, tetas falsas, y una sonrisa copiada de las portadas de las revistas. Y ahora, para no ver su amargura interior, tenía que asumir el papel de mecenas de “un pobre mulato” del Caribe. Su afán de “salvar” al Gran Omó podía llevarlo a una crisis. ¿Para qué? Para ella comprobar que a pesar de ser una puta camuflada, vedette sin público y decadente, a pesar de eso, aún podía mover emociones y sentimientos. ¿Qué haría el Gran Omó en crisis? ¿Fuera de su mundo de dioses africanos? ¿Qué haría si se viera obligado a mirar a lo más obscuro y terrible de su ser? No lo supe, y quizás no lo sabría nunca, pero empecé a ir con mayor frecuencia a La Caverna. Ya no me acercaba a saludar al cantante, permanecía en una esquina, casi en la total oscuridad, espiandolo. Sus tangos eran tan melancólicos, desgarradores y extraños como siempre, con aquella gangosidad aguardentosa de garganta de negro, que hechizaba a su público con aquella manera lenta con que decía el tango “Ladrillo”. “Allá en la penitenciaria, Ladrillo llora su pena, cumpliendo injusta condena, aunque mató en buena ley…” Y ese mato en buena ley, lo repitió unas cinco o seis veces, casi desfigurando la canción. No parecía el modo de cantar de siempre. Había mayor dolor. Unos sollozos interrumpían de vez en cuando la letra. ¿Lloraba el Gran Omó? Si, al parecer sí. “Los jueces lo condenaron sin comprender que Ladrillo fue siempre bueno y sencillo, trabajador como un buey”. Entonaba entre lágrimas el Gran Omó. La ballena nostálgica arrancó grandes aplausos. Veían su tristeza como parte del espectáculo. Es muy difícil para la gente empatizar con el dolor de alguien deforme, y el Gran Omó, por su gordura, lo era.
El mulato continuaba su llanto. Hizo una pausa antes de seguir cantando. Y en ese momento vi la cabeza amarilla de Urbeka Larrú, que se aproximaba al escenario. Empezaba a dar brincos y a chillar como una loca “¡Bravo, bravo, bravo…!” El Gran Omó, por primera vez en toda su historia de cantante, se puso en pie. Era un rascacielos contra las luces. El público empezó a aplaudir y a gritar. Tras una pausa Omó volvió a entonar. “Ladrillo está en la cárcel, el barrio lo extraña, sus dulces serenatas ya no se oyen más”. Urbeka seguía graznando enloquecida. “¡Bravo, bravo, por fin te pusiste en pie, venciste el trauma de la gordura!” El Gran Omó Saché le hizo un gesto con la mano. La urraca, con pasos torpes, subió al escenario. Allí le lanzaba besitos al cantante. Omó continuaba. “Los chicos ya no tienen su amigo querido, que siempre moneditas les daba al pasar” La gente chillaba, casi se revolcaban. Era la noche de mayor éxito para el mulato. Urbeka empezó a danzar con sus patas flacas, y gritaba. “¡Ese es mi paciente, soy su psicoanalista y admiradora, pronto estará en las más grandes cadenas de televisión, yo, yo lo haré, yo lo haré…!” El Gran Omó Saché, le hizo un gesto al público, era un gesto de despedida con su mano. Volvió a trovar. “Los jueves y domingos se ve a una viejita, llevando un paquetito al que preso está” . La gente coreaba enloquecida otra: ¡Otra!, ¡Otra!, ¡Otra!, Pero el Gran Omó repitió aquel gesto con la mano, una despedida que su mano dibujaba en el aire denso, y bajó los escalones seguido de Urbeka Larrú.
Los seguí en la penumbra, y luego en la calle, guardando al menos unos 50 metros de distancia. Entraron a la casa de Omó. Esperé como una hora. Sudaba gotas frías, gruesas, que caían sobre el asfalto. Pasó otra hora, y Urbeka no salía. Entonces toqué a la puerta. Primero quedo, luego verdaderos aldabonazos, casi explosiones. Gritaba su nombre: “Omó, Omó Saché, ábreme, soy Drakus, tu amigo reportero”. Por fin abrió la puerta. Llevaba en su mano un farol como el de los ferrocarrileros. Empecé a balbucear alguna justificación para tocar a su puerta sin haber sido invitado, pero él me interrumpió. “Pasa, llegaste en el momento justo. Necesito tu ayuda en un ritual. Ya aprendiste. Sabes todo. Quizás un día tú mismo te conviertas en Babalawo!” No le respondí nada. Otra vez lo seguí a través de los pasillos oscuros y laberínticos de su casa.
Escuchaba yo en cada esquina, en cada rincón del aire y de las piedras, el sonido de los tambores afrocubanos, tan conocidos por mi desde aquella noche cuando era un estudiante universitario que se fue de La Habana y vino a caer en un Toque de Santo en la Ciudad de Matanzas, donde negros y mulatos danzaban al compás de aquella música, toque, tambores y cantos que hipnotizaban. Pero esos tambores actuales…¿Eran una grabación? En caso de serlo estaba el sonido muy bien distribuido. La acústica era perfecta. Parecían que estaban al lado de uno. O a veces…a veces eran muy lejanos y mezclados con el ruido del viento. ¿Y si en algún lugar de esa enorme casa porfiriana habían unos tambores reales, tocados por seres humanos. Iba a indagar con Omó, pero me salió otra pregunta. “¿Y tú psicoanalista? ¿Ya se fue esa tal Urbeka?” No me respondió, imaginé sus ojos azules descifrando la penumbra, buscando un camino.
Por fin, tras bajar y subir escaleras, abrir y cerrar puertas llenas de telarañas y olor a moho, llegamos a aquel patio donde siempre ayudé al Gran Omó a hacer sus sacrificios. “¿Y tú psicoanalista?”, le volví preguntar. “En ella he puesto todos mis problemas, todas mis angustias, todo lo que los dioses deberían de saber, y nunca se los he podido hacer saber”, contestó Omó. “Si, pero lo que yo quiero saber es donde está?” No respondió a mi pregunta, pero si me dio una orden. “Tomate esto” Era una pequeña botella verde, en forma de ánfora griega. “¿Qué es?, le pregunté. “¿No confías en mí? Tómatelo, es parte del ritual de hoy. Yo también lo tomaré”. Y lo tomé, era muy amargo, y pronto empecé a sentir una especie de embriaguez. Él también lo tomó. “Todo como siempre, buscas a la víctima, me la pasas, yo la mato, y me ayudas a distribuir las partes”. “¿Y esos tambores, están aquí, en vivo? ¿Dónde escondiste a los tocadores de tambor? Yo los siento como si viniera de debajo de la tierra, de algún sótano. O se trata de una grabación?”. El Gran Omó Saché hizo un gesto de fastidio, como si le molestaran mis preguntas. Entendí que no me diría nada. Fui a la trastienda. Allí estaba como siempre, el costal cerrado que contenía a la víctima. Lo arrastre. Está vez se movía con frenesí. Por fin, lleno de sudor, temblando por el esfuerzo, lo puse delante del sacerdote. La cabeza me daba vueltas. La sustancia me había verdaderamente embriagado. Apenas oí cuando el Gran Omó me pedía que le pasara el cuchillo de los sacrificios. Después todo fue neblina en mi cerebro.
Desperté con dolor de cabeza. Estaba en una sala alumbrada por candelabros y llena de ídolos africanos. Al principio me resultó un mundo desconocido, y me pregunté si me habrían secuestrado. Pero escuché la risa de Omó Saché, y recordé que lo había seguido hasta su casa. Me levanté dando traspiés, con la mente muy confundida. Miré el reloj, ya estaba muy próximo el amanecer. Le dije cualquier cosa y me fui. Momentos antes de acostarme recordé que mi objetivo era preguntarle que fue de Urbeka Larrú, pero él nunca me dijo. Yo tenía mucho sueño para conjeturar causas, y me dormí.
Pasaron algunas noches, tal vez tres o cuatro, sin que tuviera noticia de Omò Sachè ni de su psicoanalista llena de prótesis. Escribí notas baratas, hechos sin importancia. Un hombre baleado en un cajero automático. Una sordomuda violada. (Los judiciales, a escondidas, intentaban imitar los bufidos de la víctima) Una banda de travestis que seducían a los hombres y luego los asaltaban: les decían “Los mujercitos Violetas”. En fin, nada importante como para ganarme la portada del periódico. Así llegó la quinta noche. Estaba en una cantina de la calle Bolívar, de esas antiguas, como las que visitaba Pedro Infante en sus películas, con unos hombres más que machos, remachos, bebiendo cerveza. Las paredes llenas de fotos de María Félix y Lupe Vélez. La Diosa Arrodillada. Doña Bárbara. A mi lado estaba Aarón Menachin, el reportero judío, leyendo la Torà en hebreo. Esperábamos que cayera alguna noticia, pero ya eran las dos de la madrugada y la ciudad estaba en calma. “Sal y róbate algo, anda”, le dije a Ojo Feroz, cuyo único lóbulo amarillo, era tuerto, bailoteaba de un lado para otro, mientras aplicaba sus orejas al radiotransmisor con el que robaba la señal de la policía. “Cállate”, dijo “Cállate, algo está saliendo”, y con su mano dibujaba el aire, como si el movimiento pudiera acallar la lejana música de los organillos.
Dejé de hablar. Subió el humo del cigarrillo de Menachin. Musitaba La Torà. Ojo Feroz le subió al radio. Escuché la voz vulgar de los policías. En algún momento mencionaron la palabra “decapitación”, o “decapitada”, “cabeza femenina”. “¡Ya salió la nota!”, gritó el radioperador. “¡Vamonos!. Una cabeza en pleno centro de la ciudad, en el cruce de Reforma e Insurgentes!” Nos fuimos en dos motos de la cantina. En menos de cinco minutos llegamos al lugar. Decenas de patrullas, con sus luces multicolores, con sus aullidos, sus sirenas, tornaban la noche en un enorme cabaret sin bailarinas y sin canciones.
Los policías estaban en círculo. En el medio había unos periódicos sanguinolentos. Me acerqué cámara en mano. Descubrí la cabeza. Obturé. Flashazos. Muchos. Diez, o más. Se apagó la luz, y bajo los focos de las patrullas vi la cabeza de Urbeka Larrú. Retrocedí. Bajé la cámara. Algo me decía Ojo feroz, pero no le presté atención. Pensé que de un momento a otro aparecerían otros policías con el Gran Omò Sachè detenido. Seguí retrocediendo. Poco a poco me alejé de los policías y los reporteros. En cualquier momento me llevarían a declarar sobre mis vínculos con el cantante de tango. Pasaron los minutos. Nadie se me acercaba. Volví a prestar atención. Al parecer no sabían la identidad de la cabeza. Los peritos tomaban fotos a la triste Gorgona artificial con sus cabellos teñidos de rubio duros como serpientes por los coágulos.
“Omó envió el mensaje a los dioses, el máximo mensaje en ella”, pensé. Y luego el susto me paralizó. Tal vez yo le había ayudado en el sacrificio. El costal pesaba mucho más que las otras veces. Aquel brebaje asqueroso que me hizo beber me impidió ver, seguramente, que se trataba de Urbeka.
¿Qué hacer? Hacer el reportaje, en primer lugar, de aquella cabeza. Yo vivía de eso. Un hombre solitario y sin familia no puede tener el lujo de los sentimientos. Escribir, ganar dinero, pero sin mencionar que se trataba de la cabeza de Urbeka. Hacer como si yo no supiera nada. Volví a acercarme al área. Hice lo de siempre, preguntar a la policía como lo habían descubierto. Me dijeron que unos niños callejeros que jugaban futbol a esa hora de la noche fueron los primeros en darse cuenta, aunque se tuvieron que disputar el paquete con unos perros hambrientos. Tal vez por eso le faltaba un pedazo de nariz a Urbeka. Bueno, más o menos suficiente material para escribir.
Se llevaron la cabeza al Ministerio Público, en espera de que algún testigo la identificara. A ese efecto fue fotografiada y salió en la portada de la mayoría de los periódicos. Urbeka siempre quiso la publicidad, hacerse notar. Ahora su faz sangrante se difundía como si fuera una estrella de cine, mas nadie sabía su nombre. Ese anonimato visible hubiera torturado el ego de la psicoanalista si hubiera podido enterarse.
La noche siguiente encontraron los restos del cadáver de Urbeka distribuidos al norte, sur, este y oeste del lugar donde habían hallado su cabeza. Ya no me cupo la menor duda. El Gran Omó Saché la había sacrificado. Esa forma de colocar a la víctima era muy de él. El hecho de que los restos no estuvieran en estado de putrefacción me convenció, de que, contra lo que yo creía, no participé en el asesinato de Urbeka, pues ya hacía 5 o seis días que había fungido como acólito del sacerdote yoruba. Y entonces, más tranquilo, pensé en hacer paso a paso la crónica, la reconstrucción del caso. Aunque en algún momento mi relato interceptaría mi propia vida. Sería cuando la policía llegara al Gran Omó Saché, y descubriera sus vínculos amistosos. ¿Qué hacer? Decidí permanecer neutral. No decirle nada al mulato. Si me interrogaban diría la verdad: nunca tuve nada que ver con el asesinato de Urbeka.
La noche siguiente me presenté en la oficina de uno de los comandantes de la Policía Judicial. Era un Ministerio Público del centro de la ciudad, entre los antiguos palacios de los españoles, las ruinas ocultas de los aztecas, y el barrio de las prostitutas, La Merced. Un antiguo caserón, ahora ocupado por las oficinas de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. Me identifiqué como periodista, y pedí hablar con el comandante que llevaba el caso de la decapitada.
Me pasaron al segundo piso. Un bello techo de vigas y alfarjes andaluces contrastaba con todo el papeleo donde descansaba la sangre de las víctimas y la indolencia y corrupción de las autoridades. En el escritorio había un policía de rostro moreno, con el pelo casi rapado, que mascaba chicles. En una esquina una foto de un hombre de rostro macilento y nariz aguileña. Ojos que denotaban el alcohol por muchos años y una gran soledad. Un ramo de flores y una pequeña estatua de la Santa Muerte estaban bajo el cuadro. Supuse que era algún judicial muerto, y por hacer conversación pregunté si lo habían matado los delincuentes. Pero el policía me dijo que no, que estaba en su casa y se metió un tiro en la cabeza. Dije alguna vaga disculpa, y no hablé más. No era la primera vez que en una comandancia de la Policía Judicial veía la foto de un suicida. Hombres que cada día estaban entre la muerte y la falta de moral, la falta de sentido de la vida… No era raro que sólo vieran la salida en un balazo en la cabeza.
No hablé más. De afuera llegaban quejidos leves, gritos arrastrados por el viento. Me pasaron, por fin, con el comandante, quien tenía un nombre tan común que no puedo recordarlo. Era una especie de seductor de barrio, pachuco, con patillas largas, y olor a un perfume estridente, quizás 7 Machos, o algo parecido. Fue muy zalamero conmigo, siempre son así los policías con los periodistas, es una manera de protegerse de un escrito que los hunda. Yo también me mostré cortés, y le pregunté sobre los adelantos de la investigación. Se mostró reticente. Ofrecí hablar muy bien de él en el reportaje, resaltar sus meritos investigativos. Me dijo que ya sabían la identidad de la víctima: Urbeka Larrú, psicoanalista. Sabían que frecuentaba el bar La Caverna, y que se veía con aquel extraño mulato de ojos azules, el Gran Omó Sache. Pidió que esto último no lo dijera, pues podía entorpecer las investigaciones. Asentí, pero en cambio le pedí una detallada semblanza de la vida de Urbeka, para publicarla. Accedió.
Me marché a La Caverna a escuchar los tangos del Gran Omó Saché. Esta vez me senté casi escondido. No tanto para no tener cerca las bocinas, sino porque sentía culpa. En algún momento había sido amigo del cantante. Ahora sabía que la policía estaba tras su pista, y no se lo decía por miedo a que me involucraran a mí.
El Gran Omó, contrario a sus costumbres, estaba de pie. La luz roja y azul le pegaba en la cara. Grandes gotas de sudor rodaban por aquella mole. Como siempre, daba la impresión de que su volumen restaba masa a todo lo que le circundaba. Entonces, cuando las miradas caían, irremisiblemente, en él. Sacó dos boleadoras. E hizo un gesto como de reto. “Se atreverá a hacer todas las acrobacias de las boleadoras”, me pregunté. Su gordura seguramente se lo impediría. Pero me equivocaba. Vi que los artilugios empezaban a girar alrededor de él a una velocidad inaudita. La escasa luz me impedía distinguir sus manos. Daba la sensación que las boleadoras giraban como planetas alrededor de un sol sudoroso y cansado.
En ese momento entraron cinco o seis policías judiciales. La mayoría de la gente lo notó y empezó a dispersarse. El lugar quedó prácticamente solo. Entonces me sentí muy triste. El cantante era tan gordo que ni siquiera podría escapar. Imaginé que se bajaría, daría, balbuceante, alguna disculpa para que no lo aprehendieran, pero que irremediablemente iría a la cárcel.
Ese momento se dilataba mucho. El Gran Omó Saché no se inmutó, las boleadoras continuaban girando a una velocidad vertiginosa. A veces se alejaban tanto de su cuerpo que parecían suspendidas en el aire por algún hechizo. Los judiciales se sentaron a mirarlo. Supuse que practicaban ese sadismo de alargar el tiempo de captura, para que la víctima padeciera minutos atroces. Ahora eran el único público del Gran Omó Saché, que, sin dejar de mover las boleadoras empezó a cantar con su voz gangosa y ronca, el tango “Como dos extraños”. Giraba, como un derviche, como un místico que se encuentra en el centro del mundo, y lanzaba su voz contra las cuatro esquinas, contra todos los puntos de La Caverna. “Y ahora que estoy frente a ti, parecemos, ya ves, dos extraños”. Esa parte me estremeció. Supuse que me había descubierto, aunque yo estaba al fondo, oculto por una total oscuridad. A que otra cosa podía aludir aquella frase. Precisamente yo estaba allí, sin saludarlo, como un extraño, sin serlo. ¿O si lo era? ¿Me había hecho extraño no prevenirlo? Ahora me daba miedo salir, enfrentarme a aquellos ojos azules. El celta irlandés viviendo dentro de la piel africana. ¿Qué mejor combinación para un brujo? Brujo atrapado. Los seis judiciales lo miraban extasiados. Ya casi terminaba el tango. Las boleadoras aminoraron su velocidad mientras el cantante decía las últimas líneas. “Qué gran error volverte a ver para llevarme destrozado el corazón.” Entonces creí que realmente traspasaba la oscuridad con sus ojos. Y me acurruqué nervioso. ¿Cuándo lo aprehendieran gritaría mi nombre? Me resigné a aguantar la vergüenza de ser un pésimo amigo, pero no quería que me relacionaran con él.
La canción terminó y el Gran Omó arrojó las boleadoras lejos de sí. Bajó pesadamente. Los judiciales lo ayudaron. Tardó muchos segundos en llegar al suelo. Habló con los policías casi media hora. Luego salió torpemente por la puerta. Nunca le pusieron las esposas ni lo detuvieron. Parecían víctimas de un encanto que les impedía actuar. Oí sus últimos comentarios. Les habían gustado mucho las canciones.
La noche siguiente volví con el comandante de nombre impreciso. Me recibió con una sonrisa. Me dijo que me tenía la exclusiva, que me daría un dato muy importante, pero que lo mencionara a él como un sagaz investigador. Le prometí que sí. Habló. Ya sabían quién era el asesino de Urbeka Larrú: el Gran Omó Sache. Esa noche, en cuanto tuvieran la orden de aprehensión, irían por él a La Caverna. “Váyase ahí, y verá como lo detenemos”, aconsejó el comandante.
Volví a La Caverna, otra vez a las últimas sillas, para no ser visto por el Gran Omó Saché. Él cantaba. “Tierra florida donde mi vida terminaré, bajo tu amparo no hay desengaños…” Y entonces sentí, como un golpe, toda la amargura de que encarcelarán a mi amigo. Si acaso me había hecho participar, con algún brebaje, en el sacrificio de Urbeka… ¿qué importaba? Era aquella una mujer despreciable. El mundo se había librado de una plaga, y yo podía salvar todavía al Gran Omó Saché. Escribí un recado diciéndole que huyera lo antes posible, sin preguntar nada, y se lo di. El Gran Omó lo leyó con la vista mientras seguía cantando, y cuando terminó la frase “en caravana los recuerdos pasan”, bajó pesadamente del estrado, pidió una disculpa, dijo que volvía en unos minutos y desapareció para siempre entre los espesos cortinajes.
Pero sólo yo sabía de su huida. La gente siguió esperando. Cinco minutos, seis, diez, empezaban a desesperarse, llegó la judicial, esta vez muchos. Vi como preguntaban por el cantante. Lo llamaron por los altavoces, lo buscaron, pero nadie lo encontraba. Prendieron las luces, y fue como en los cuentos de hadas, cuando llega las doce de la noche y la cenicienta se transforma de princesa en vulgar cocinera, pues el antro mostró su realidad. No era más que un gran estacionamiento con paredes grises y sillas de metal. El estrado, en el centro, parecía un nido de cuervos abandonado. Erizado de cables, bocinas viejas, y micrófonos.
Fingí ser parte del público y salí a la calle. Había luna llena. Afuera estaban varias patrullas, reporteros, fotógrafos, y yo me preparé para hacer la nota, con más información que nadie. “ESCAPA ASESINO DE URBEKA LARRÚ”, “dicen testigos que era brujo además de cantante y ofrendó los restos de la falsa rubia al diablo, incluida la cabeza” Sabía yo que no fue al diablo, sino a sus dioses, pero los medios de comunicación sólo permiten mensajes sintéticos, sencillos, e impactantes. Cualquier religión no conocida suficientemente podía reducirse al término “El Diablo”.
Nunca encontraron al Gran Omó Saché. Muchas veces me pregunté cómo logró huir con un cuerpo tan gordo. Probablemente aquel celta encerrado en una piel africana tenía mañas desconocidas por todos. Seguí reporteando en las noches. Lo de siempre. Secuestros. Asesinatos. Ventas de niñas y niños para la prostitución. A veces iba a ver bailar a las teiboleras. Hacía el amor con alguna, escuchaba sus historias. Pero no volví a encontrarme con un espectáculo tan hipnotizante y seductor como el del Gran Omó Saché.
Una noche en que salía de la Procuraduría General de Justicia vi que un vendedor de discos piratas ofertaba a diez pesos una grabación en cuya portada había un gordo inmenso. Me acerqué y distinguí la inconfundible cara del Gran Omó Saché. Compré el disco. En las noches, cuando manejo por las calles desiertas, escucho su voz ronca cantando tangos. El disco está grabado en la India, en Nueva Delhi, y al parecer el Gran Omó, volvió a ser famoso allí. Entre la niebla, bajo los focos opacos, escucho su voz ronca…“Tierra florida donde mi vida terminaré, bajo tu amparo no hay desengaños…”

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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