El Acento

Antonio Florido

Embriaguez (3) – Novela por entregas.

Me llamabas Cruz. Cada vez que te dirigías a mí usabas la fórmula de cortesía de llamarme por mi apellido. “¿Solo o con leche?”, te pregunté. Dudaste, tus labios adquirieron una mueca de niña asustada y respondiste “Con leche”. Comimos juntos por primera vez. ¿Se puede ser inmensamente feliz con un simple desayuno, en medio de la gente que hablaba, reía, gritaba, alzaba las manos, en medio de los camareros que iban y venían en un continuo trajín, en una convulsa balsa de movimientos caóticos? Sí. Yo lo fui ese día maravilloso, inolvidable. Naturalmente pagué yo. En un alarde de hombría y de ordinariez, triste y fugaz, pagué la cuenta, deseando salir de nuevo a la calle para tomar tu brazo cálido entre mis dedos. La vuelta al trabajo se convirtió, después de lo vivido, en un acto vulgar, insensible y gris, en un motivo sin importancia. Cogí otra vez los folios del joven escritor y mascullando entre dientes la nueva felicidad me recliné sobre el asiento para leer profundamente. Varios días me llevó acabar con el manuscrito. Aquella mañana, la última que dedicaría al suicida enamorado, te llame y te dije, “Siéntate, quiero comentar contigo esta obra”. En realidad la historia me importaba una mierda, pero sabía que era una buena excusa para estar cerca de ti. Cuando te señalaba un párrafo donde te aseguraba que tenía dudas, de cualquier índole, me tomabas los papeles de las manos rozando con tus dedos mis dedos muertos y me aclarabas los aspectos que no me importaban. Tiempo, tiempo era lo único que deseaba. Tiempo para disfrutar inocentemente de la candidez de tus pausas, de tus suspiros, de tus manos explicándome tus puntos de vista. “Marina es peculiar”, pensaba, mirando tu rostro moreno, de anchas cejas, tu rostro equilibrado, tu nariz recta, tus labios carnosos. Tiempo para observar de soslayo el leve derrumbamiento de tus cabellos, y cómo, al caer, cubrían tus hombros hasta llegar a la espalda donde se encrespaban formando unos rizos marinos. Poco a poco fuimos conociéndonos. De vez en cuando me tomaba la licencia de alguna pequeña broma. Te reías entornando los párpados y haciendo que los rayos de tus pupilas se disparasen hermosos por el aire. Descubrí tus encantadores movimientos de manos cuando intentabas explicar algo y las ideas no te salían. Movimientos bruscos y suaves, eléctricos y densos, en una mezcla armoniosa, melódica y sonora, que me volvían loco. Yo me reía y tú al verme así volvías a entornar los ojos coqueteando con la ignorancia que luego me haría sufrir.
Queda toda la noche. Toda la soledad del mundo y la espera eterna de un hombre sin consuelo y sin esperanza. El Jardín público se deshace en finas capas de nieve, bajo la blandura de la voluntad. El viejo encorvado se fue barriendo el suelo con sus pies agusanados. ¿Dónde estará a esta hora, adónde habrá llegado? El mudo de enfrente me mira de vez en cuando. El otro duerme. Se ha echado sobre el banco y la baba le cae por el labio. Parece tuberculoso. Tose y se agarra el pecho, estremeciéndose a cada sacudida. El frío y la noche no le hacen bien a este desgraciado. Los árboles no piensan, no sufren, no se mueven del mismo sitio donde una vez fueron semillas. Todo permanece en silencio y quieto. Hasta las piedras, imperturbables, me están diciendo que no merece la pena recordar los viejos tiempos, que el mundo es trágico, pavoroso, horrible. Debe ser tarde. Los ojos me pesan. El dolor, la miseria, la soledad, son efluvios radiantes de un mundo que se agota en la carne podrida. La soledad de un hombre le clava los pies al suelo y le convierten en una catástrofe andante. Miro al idiota de la sonrisa pintada, ¿qué pensará ese hombre?, ¿habrá conocido alguna vez eso que llaman felicidad, amor, ternura? Todo es mentira. Los sentimientos, atroces romances de la realidad, conforman el destino jugando con los nervios, destrozándolos, emergiendo de la sima misteriosa de nuestro interior. Me encuentro perdido. En medio de la Nada, en mitad de una blancura sin fin, helada, cruda, inexpresiva, siento la angustia del paso del Tiempo. Y espero detenerlo con mis dedos engarrotados. “¡Marina, no te vayas, por Dios santo, no te ausentes de esta tierra de penumbras donde los rayos de luz son flechas punzantes!”. A las ocho saldrá mi voluntad enganchada en el último vagón. Y tú te habrás ido.
El solitario dormido ha sacado de dentro toda la baba que tenía. Ya se le volvió la carne acartonada, blanca, dura. ¿Habrá muerto? No creo. Todavía le queda en el rostro una levísima gasa de dolor que le pudre por dentro. Sigue tosiendo. “Le gusta”, me dice el mudo con una expresión reveladora de sus ojos de niño. Sin palabras, sin sonidos, comprendo lo que me quiere decir el hombre ahuecado. La tos continúa golpeando el pecho del solitario convirtiéndose en un gran temblor que le va a sacar los pulmones del cuerpo. La enfermedad es una dicha. Sólo el que la padece comprende los vaivenes crueles de la vida. Sólo ellos, los enfermos, son felices, porque suben y bajan, resisten y gozan, se saben aislados del resto, de los normales, y en el fondo de su enfermedad son únicos, peculiares, soberbios. Seres sobrenaturales que encaran los días con el ánimo de respirar unas horas más, de saber el valor de un rayo de sol, de una caricia, de una mirada. ¿Y quién no está enfermo, realmente enfermo, en este asco de sociedad? ¿Quién se defiende de la rutinaria experiencia de lo vano, de lo fútil, de lo ordinario, sino los infectados que pueblan las calles de todo el mundo? Me iré. No quiero seguir sentado, acurrucado, con las manos, los pies, los sentidos, y con todo el cuerpo entumecido. Caminaré despacio. Esperaré los suaves vientos del amanecer y desearé que cuando llegue el momento mi mente y mi espíritu se encuentren en ese estado de calma que sólo procuran los años. Estoy acostumbrado a saborear los silencios de las calles nocturnas. A sentir mi fina epidermis cuando se mueve rozando las masas algodonosas de aire. Solitario nocturno sin objetivo y sin deseos terrenales. ¡Qué lejos se encuentran ahora esos días hermosos en los que tu risa saciaba mi ansia, en los que tus cabellos ondulados convertían mis horas en gozos radiantes!
El trayecto desde el Jardín público hasta la Estación Central es largo. Me pongo en camino. ¿Ha salido una nueva estrella en el cielo o es que te has despertado? Los misterios de la noche siempre me fascinaron. La gente odia la oscuridad y sufre en silencio los terrores de las sombras cuando éstas se alargan. Pero mis pasos sobre las losas heladas del paseo crean la existencia. Antes de posar mis pies sobre ellas, el hecho no era, no había tenido lugar. Alguien debía crearlos, y ese alguien es Modesto Cruz cargado con el fardo de la ignorancia, de la estupidez y del desconsuelo. El hombre, en su deambular por las sendas prístinas del mundo, busca el complemento, lo que le falta, busca la otra porción de miseria que no le dieron al nacer. Y por eso deambula ciego por las circunstancias, chocando y tropezando en una manifestación eterna de su infinita torpeza. Sólo el amor, ese gran mentiroso pasajero, le puede salvar y evitar que un buen día decida suicidarse. La Nada invade, se explica, se inventa y se recrea ella sola, sin ayuda de nadie. El terror es cuando te levantas y notas que esa Nada te acompañó durante toda la noche, sentada en el filo de tu cama, sin apenas respirar, sin moverse, obtusa, hierática, mirando a tus ojos mientras los sueños te perseguían. Es el momento de sentir la verdadera insignificancia y vacuidad de lo que haces durante el día. Y comprendes que eres más estúpido que todos los estúpidos oficiales de la Tierra.
Quisiera estar muerto. No me asusta el vacío, ¿acaso podría agotar mis sentidos aquello de lo que estoy hecho? Cuando la materia se encarna y se desvive, loca y azorada, por este mundo de hombres ciegos y pusilánimes, todo se vuelve gris y rutinario. Y el aire se espesa, dando a la vida un carácter difuso. La gasa de nieve se funde bajo mis pies de barro. A mi derecha, el río, el gran y majestuoso dibujo de agua que se mueve con el ritmo cadencioso y eterno de siempre. Es la arteria viviente de la ciudad. Las casas duermen, los inquilinos duermen, todo a mi alrededor confiesa con sus rostros pálidos la podredumbre de esta noche eviterna y desdichada. ¿Las ocho? A la mierda el tiempo. Si tuviera el poder de lo sobrenatural les diría a los hombres que se suicidasen. Y que dejasen a esta tierra tranquila, sola y desértica. Nadie les echaría de menos. Porque los valores morales, aquellos de los que el ser humano se encargó de aplastar con sus toneladas de cemento, habrán quedado borrados de las tablas de la sabiduría. Y otro mundo sería posible. No el mejor, como afirmaba el filósofo, sino otro, distinto, más humano, más verdadero.
Debo seguir caminando en busca de la Estación. Por nada del mundo, por mucho que me duela, dejaría de estar presente en el instante definitivo. Seré testigo del derrumbe doloroso que imaginaba desde hace tiempo. Sin duda, allí estaré, como un imbécil, sentado en un banco sucio y pestilente, junto al bar de los que huyen cada mañana de un sitio a otro.
Aún hace frío. Sopla una ligera brisa que sobrevuela los rizos del Neva y que llega hasta las primeras calles del este de la ciudad. Luego, más allá, la sensación de quietud se establece entre las casas y las calles definitivas. Son las siete. Algunas luces comienzan a iluminar los huecos misteriosos y solitarios. Muy tímidas, las lamparillas de las casas vecinas tiemblan en los salones. Ojeras, bostezos, brazos extendidos, tendones en tensión y cabellos desordenados, empiezan a caminar, sonámbulos, por los pasillos de estas casitas de trabajadores. Los pobres creen que levantándose temprano arreglan algo y son productivos. Pero se equivocan. Sólo los bostezos aportan a sus vidas pequeñas muestras sinceras de lo que realmente piensan y sienten. Lo demás, pura desfachatez inventada en los colegios y en los libros ocres y viejos. La putrefacción cubre las aceras. Las viejas sacan las basuras. Los recién casados, indolentes y disolutos, se encogen en sus camas para eternizar el amor de mentira que vivieron por la noche. Los hambrientos señalan una nueva cruz en los cuadernos diarios que marcan sus vidas. Un día más. Un día menos. Todo según se mire. La anémica luz repetida a lo largo de la fachada señala la entrada al gran edificio. La Estación Principal, la culpable de los sinsabores de muchas personas, no duerme, no descansa. Imperturbable, se yergue entre los numerosos edificios de oficinas, mostrando la arrogancia y la vanidad de la que muchos seres vivos carecen. Se resiste a morir. ¿Cómo podría perecer la piedra hecha de materia inmortal? Me acerco. En unos minutos habré alcanzado la entrada espaciosa, ancha y plana del edificio donde descansan y trabajan los trenes. Al entrar el espacio te aplasta. La voz se disloca, repitiendo tus pensamientos en todos los rincones del hueco. Los ecos, las reverberaciones sonoras, se ríen de uno. Ni siquiera nos está permitido pensar, ni pararse en mitad del pasillo. Tampoco la gente te otorga el derecho a pasear entre sus brazos extendidos, mirando acá u oyendo alguna conversación sin importancia en otro lado. Es enorme…pero gusta. Algo poseen las estaciones de ferrocarril que atrapa los sentidos y acolcha los pensamientos. Los ruidos, chirriantes, altos, atroces, crispan los nervios. Pero en cuanto se divisa alguna monstruosa máquina numerada, con las franjas horizontales pintadas de amarillo, todo se calma. Entonces te acercas a ella y sientes su respiración. Las máquinas son hembras. Las locomotoras, potentes artefactos pintados en el aire, arrastran cadenas de nichos donde los trabajadores se duermen, hombro con hombro, durante unos minutos. Son como cajoncitos funerarios rellenos de estertores desgraciados que crujen y se desmayan, en una confusión humana, demasiado humana. He llegado. Huele a periódicos calientes, a café, a tabaco ensalivado, a sudor. Las losas del suelo ya no reflejan las piernas menudas de las señoritas estudiantes. Las taquillas están todas abiertas. A través de los pequeños huecos, curvos por la parte de arriba, asoman narices desagradables y manos huesudas. Podría pensarse que sólo son estas narices y estos dedos encrespados los que realizan el trabajo, ajenos a los cuerpos, de los que se desprendieron un buen día. La gente se agolpa formando filas de carne. De vez en cuando uno de la cola saca un cigarro, lo enciende y fuma sin ganas. Luego, el de atrás, tose, se aguanta, tiembla de nuevo, traga saliva y mira para otro lado, haciéndose el loco y maldiciendo por dentro al que tiene delante. Algunos empujan, meten el brazo, los codos inclinados buscan su sitio, avanzando, progresando, como si fueran un pequeño ejército de músculos y fibras. Todo me produce repugnancia. Cada trabajador no es más que una bolsa de desgracia con forma humana. Lo único que nos salva es que el dolor infinito no se refleja en los rostros. Si lo hiciera, ¿quién sostendría la mirada de otro hombre?
Sé que la hora que falta para que salga el tren pasará tan rápida que mi desconsuelo se sentirá sobrecogido. Intentaré, por ello, alargar el tiempo, dilatarlo, convertirlo en un simple capricho de mi voluntad. Y al final, si es necesario, lo destrozaré con el coraje que me da el amor que siento por ti. La gente comienza a circular delante de mí. Estoy sentado. El banco es de madera listonada. En la parte de atrás la espalda se acomoda a la curva armoniosa de la madera y uno llega a creer que lo pusieron allí para descansar. Nadie se sienta a mi lado. Me suelto el reloj de la muñeca, juego con él, miro las manecillas inquietas y te veo arreglada, dispuesta, preparada ya para salir a la calle, tomar un taxi y derrumbarte sin querer en este maldito edificio de huidas, desencuentros y dolores. “Marina, mi bella Marina, no aceleres tus quehaceres, no te apresures. Si llegases tarde y perdieses el tren, ¿qué?, ¿de nuevo a dudar?, ¿otra vez a sentir la lividez de tus sentimientos?”. Fumo. Al menos me queda el consuelo de que si esto se vuelve insufrible, de que si mi cuerpo y mi alma se desdoblan, dejándome huérfano de amor podré, cuando quiera, poner fin a mis días. Derecho que nadie me puede arrebatar. Ni siquiera tú, Marina de mi vida.
Pasan los viajeros de las siete y media. Dormidos y cargados con sus maletas, los hombres y mujeres caminan por el andén mirando hacia abajo. La locomotora echa vapor como un animal fiero cuando siente cercana la muerte. Ya pronto aparecerás por la derecha. Lo presiento. Me inclino hacia allá. No me perdería tus pasos de hada. Me quemo los dedos con la colilla. La tiro al suelo y saco otro cigarrillo. Miro el reloj. Menos veinte. El corazón me duele. Los gusanos roen mi estómago y mis intestinos. ¿Hambre? No. Es tu ausencia, tu llegada, tu marcha. Todo se me vuelve una maraña de asco y siento ganas de vomitar. Las saetillas no comprenden lo que quiero de ellas y corren exhaustas, segundo a segundo, buscando la meta que nunca llegará. Menos cuarto. El tiempo no cede. La gente continúa pasando delante de mí con los pies nerviosos. Tienen prisa. ¿Acaso no experimentan el amor de una mujer, amor y consuelo que les anclen al suelo y le calmen? Ya salió el tren de las siete y media. Vivo ahora unos minutos de silencio aparcado, de instantes definitivos en medio de la quietud relativa. La locomotora de mi amada alcanza mi posición. Ha llegado silenciosa, amenazante, posponiendo la locura que me corroe. Se para. Colocada en su sitio permanece erguida sobre sus raíles. Me mira insolente. Dice: “Me la llevaré de aquí, imbécil. Me la llevaré lejos, bien lejos, donde tus recuerdos no alcancen, donde tus ansias se gangrenen y te derroten”. De nuevo mis ojos se posan sobre la esfera blanca del reloj. Menos diez. ¿Qué pasa? ¿Por qué los demás no corren o persiguen sus sueños? Los nervios, el desconsuelo, el temor, se convierten en mí en algo presente; son, los veo, los noto. Pequeños gusanitos que zigzaguean por mis venas, comiéndome, devorándome. El tiempo pasa y mi amada no llega. ¿Qué le habrá pasado? Si se demora por más tiempo, apenas la veré unos minutos, tal vez apenas unos segundos, y tendré que retorcer mi angustia para que no lo note en mis ojos. Me duele la garganta. Escupo. Sigo fumando, nervioso. Me levanto, no puedo soportar por más tiempo la agonía de la espera. Me acerco a la puerta principal. Me abro paso entre los transeúntes. Mis piernas chocan con algunos picos de maletas voladoras. No veo a las personas que van y vienen. Estoy ciego. Apenas vislumbro una fila de bolsas y equipajes, fluyendo en el aire, desasidas de la materia que las transportan. Chocan sobre mí, se me clavan en las piernas, tropiezo, me vuelco hacia los lados. Me duelen los huesos y me aguanto. Continúo avanzando hasta que llego al primer escalón que da directamente a la calle. Nada. El cielo es rosa. Respiro profundamente. Las últimas estrellas se despiden. El aire frío cubre las caras de los que van entrando. ¡Maldito edificio, donde los hombres se mueren por dentro! Menos cinco. Un auto blanco se aproxima veloz. En un alarde de soltura, el conductor aparca junto a la acera sin apenas rozar los adoquines con las ruedas. Una pareja cualquiera sale del vehículo, toma las maletas apresuradamente y se despide del chófer, que se va como vino. La niebla, el ligerísimo velo que flota en el aire, me impide ver los rostros de los dos desconocidos. Andan rápido. Envidio la suerte de este hombre que toma a su amor del brazo. Él lleva dos maletas; una grande, la otra de mano. Ella se cubre el rostro para no respirar el gélido aliento de la ciudad. Se acercan. Observo la hora en el reloj enorme de la entrada. En punto, ya son las ocho y tú, Marina, no has llegado. Por un instante me siento feliz. ¿Habrás decidido quedarte junto a mí? ¿Es que el amor, el verdadero amor, ha brotado en tu pecho, inesperadamente? Los dos desconocidos se acercan más. Ya están apenas a unos metros de mí. Saco otro cigarro. Ha sido una noche larga, angustiosa. Una noche donde conocí la miseria de los hombres mientras recordaba tus ojos negros, grandes, profundos. De pronto la mujer se para, se acerca, se descubre el rostro y me lanza una mirada que me destroza el alma.
¿Qué ha sucedido?, ¿dónde están todos, la gente, las colas de las taquillas?, ¿qué hago yo aquí, congelado, en medio de la nada, como un idiota? La Estación ha desaparecido bajo mis pies. Me ahogo. Tiro el cigarro con asco. Me doy la vuelta tratando de huir. ¿Pero adónde ir, dónde se encuentran los muertos de este mundo? Nace de pronto en mí el deseo indomable de extirpar mis hombros, deshacer mis músculos, destrozarme entero y arrojar mis deshechos a los carroñeros. Me conozco y sé que la vida y la sangre se me van para siempre. Retrocedo con horror. Con mis dedos muertos me desprendo de las garras de esta mujer aterradora que me engaña como a un niño. Debería abrir la boca, soltar algún anatema, gritar, mostrar mi despecho delante de todos. O tal vez sería mejor que echara mi cuerpo bajo las ruedas aceradas del primer tren que encontrara. Los ojos, tus ojos, Marina, me siguen clavando al suelo y a la miseria. Me llevan, con esos brillos misteriosos al mundo de la verdad, al mundo que nunca antes conocí. Quedas tan sorprendida como yo y no sabes lo que decirme. ¿Con qué excusa me saldrás ahora, amor mío, odiada mía? Nunca antes en la historia se ha escrito tanto como con esta mirada tuya. Con ella lo expresas todo. Dos años en una sola sesión de parodia. Sentimientos amasados que se van en un abrir y cerrar de ojos por el desagüe. A Ernesto lo noto embarazado. Mira al suelo, espera, y respira ruidosamente. Una eternidad nos duró, amada mía, el encuentro bajo las últimas estrellas. La gente pasa rauda junto a nosotros. Nos apartamos un poco. Los carros repletos de bultos parecen pequeños monstruos de un mundo imaginario. ¿Estoy enloqueciendo? ¿Soñando? La mentira es la reina de este mundo de mierda en el que los hombres nos derrumbamos a cada instante. ¿Por qué seguir viviendo? La ebriedad aparece sorda. De nuevo solo, junto a las piedras insensibles, envidiables, eternas. Los vegetales no sufren como nosotros. Y nacen, viven, mueren. Todo ello sin amor. Entonces, ¿quién nos puso al amor por delante y nos dijo, tómenlo, enamórense? No sé qué pensar. Me odio. Me doy asco. Mi imagen y la forma mía de pensar y de ser me causan una repugnancia difícil de explicar.
¡Hombre, Cruz, tú por aquí, tan temprano!, me suelta Ernesto sabiendo que sus palabras me humillan.
Puede temblar la tierra, moverse los astros, derrumbarse las casas, los edificios, todo puede suceder, epidemias, guerras, cataclismos…qué sé yo. Pero esto no. Esta humillación solapada con el desconsuelo, donde ya no sé qué me duele más, si tus ojos dormidos o tus manos yertas, si tus labios resecos o tus cabellos recogidos. No sé ya reconocer en ti lo que me diste. ¿Quién te ha cambiado, amada mía? ¿Por qué has convertido a este hombre en una burda caricatura de sí mismo?
Marina me mira con sus ojos negros, brillantes, acristalados. La noto confusa. La conozco y sé que no soporta las situaciones embarazosas. “Vamos”, dice, intensificando en mi pecho la angustia plúmbea y oscura que me enloquece. La pareja se adelanta. Caminan tan aprisa que apenas si llega el oxígeno a mis pulmones. Si corro parezco un perrito vicioso. Si me quedo viéndoles marchar hacia el andén la perderé para siempre. ¿Dudo? Claro que lo hago. Dudo en el piélago de horror en el que me encuentro metido. El tren está a punto de partir. Una voz metálica así lo anuncia por la megafonía. “¡Último aviso!”. Los dos corren. Las maletas ondulan las masas de aire en un carril invisible separado del suelo. Nadie estorba su avance porque todos los pasajeros subieron ya a sus vagones. Sólo queda Marina. Sólo quedas tú, amor mío. Se abre la distancia entre ellos y yo. El cuerpo lo siento paralizado. Los celos me duermen las ganas de salir corriendo. Pero sé que si no les alcanzo me habré perdido para siempre. “¡Último aviso, último aviso!”, repetido en el aire del hueco sin alma, anuncia el comienzo de mi verdadera humillación.
Sin pensar en nada corro para decir adiós a la mujer que cambió mi vida. A la mierda la decencia, el honor, la dignidad. Sólo deseo tocar levemente sus manos, saber que sigue viva, hermosa y delicada. Lo único que mi ser entero comprende es la tensión de sentirse abatido y que el único remedio es encontrar a la que me dio la oportunidad de conocer el amor verdadero. Llego a tiempo. Ernesto ha subido las maletas al vagón. A través de la ventanilla le veo, afanado, subiendo los bultos a la cestilla del cielo. Marina me espera. La angustia y la desazón de saber que contamos con apenas unos segundos dibujan en nuestros ojos un misterio irresoluble y mágico. La tomo de las manos. El corazón me late con fuerza. ¿Cómo frenar el Tiempo?, ¿Qué decirle en estos momentos? ¿Dónde están las frases, las palabras? La vida me duele. “¡Escribe!”, le digo, en un arranque reflejo. “¡Por favor, escribe!”, continúo diciéndole mientras me esfuerzo por contraer el rostro, apretando los ojos contra los ojos, los párpados contra sí mismos. Marina, mi amor, aprieta mis manos con las suyas. ¿Acaso se puede expresar el infinito de mejor manera? Ernesto sale, baja los escalones del vagón. Trae el aire satisfecho, de quien ha hecho una heroicidad. “Maldito imbécil”, le digo sin voz. La coge por la cintura, mancillando su cuerpo, la eleva por el aire y Marina se posa en el suelo como una gasa, suave, dulcemente. Pienso en el horror que me ha tocado de cerca. Sus dedos, sus manos, sus asquerosas interioridades rozando la hermosura, la eterna y dulce savia que alimenta al mundo. La máquina ha refunfuñado con un chorro de vapor que llena el ambiente, inundando el andén de silbidos y de ruidos estridentes. El Jefe de Estación se acerca. Las puertas se cierran. Marina acerca su rostro al cristal diminuto y sus labios rozan la superficie. Sus labios, su boca, sus manos levantadas, acariciando la materia vítrea, transparente. Tocando con las yemas la barrera que nos separa y que nos aprieta la existencia. El movimiento es lento al principio. Le cuesta esfuerzo a la bestia arrancar, vencer la inercia de la enorme quietud. Subo mis dedos para decirle adiós con cursilería. Me siento miserable. Luego, mis manos se posan en mi pecho, a la altura del corazón. Debo calmarlo. El tren se va. Marina se va, desaparece. ¿Hasta cuándo?
A partir de ahora sólo viviré de los recuerdos y de las imágenes que mi cerebro sea capaz de reflejar. La apariencia, la forma, la facha, deberán guiar mis días, atravesando el infierno de esta porquería de existencia donde todo es mentira, donde todo duele, si te lo tomas en serio. La ebriedad, la eterna embriaguez acudirá a mí por las noches, mientras camine junto a los pordioseros. Las calles nevadas no me importarán en absoluto. El frío de la carne, ¿tiene algún sentido, cuando uno se sabe muerto? Presiento la llegada de la muerte, de la verdadera muerte, que no es otra que la soledad. Saberse aislado en el mundo, triste, errabundo, solitario, rodeado de cadáveres ansiosos por continuar la eterna agonía de la vida. Las experiencias vacuas comienzan a latir en el fondo de mi existencia. Ya nada tiene sentido y la locura, esa típica excrecencia de la modernidad, me llena por dentro, amenazante.
La Estación se ha sumido, inesperadamente, en el silencio. ¿Dónde están todos? Bajo las manos, las meto en los bolsillos y miro al infinito. Los locos también miran a lo lejano. La diferencia es que a ellos no les da vergüenza reconocerlo. A mí todavía me puede el pudor. Sigo lleno de miseria humana de la que poco a poco deberé desprenderme. Me pregunto si sabré o podré conseguirlo. Pero el destino, ese miserable callado que sólo te habla cuando se cumple, no me dice nada y me hundo en mí mismo, humillado, solo y vacío. Ernesto se mueve hacia mí y me lanza su mano. Se va. ¿Ha sufrido como yo? Le veo de espaldas caminar empinado. Sin duda ese hombre aún no se ha hundido. No puede. Para derrumbarse hay que valer y tener la sobria certeza de que las cosas no se pueden cambiar. Pero nada es mutable. La soledad se adueña de mi alma. Me flaquean las piernas y busco la ayuda inerme del banco de mis dolores. Por la ventana iluminada del bar se aprecia la tranquilidad de los nuevos viajeros. Desayunan tranquilos. Esos cuerpos llenos de ansias se alimentan de la materia que a mí me sobra. No duele lo presente. El ser es inofensivo. La ausencia es la que impregna la estancia, el enorme hueco que se abre entre el suelo y el techo de este Edificio. Es temprano. Deberé marcharme de aquí para no dar pie a que me tomen por loco. No deseo salvarme. Los demás, que hagan lo que quieran. Que no piensen, que no sientan, que no experimenten la inquietud de lo perdido. ¡Qué más da! La madera del banco acoge mi carne de nuevo. Me siento, respiro hondo, vuelvo la mirada a la izquierda. Intento observar la distancia. Pero la distancia no se deja, no encoge su esencia. Los objetos se alejan de mí. De pronto me siento apartado de la realidad. El vértigo me acaricia y echo mi espalda hacia atrás, buscando el apoyo que tanto necesito. “Se está bien aquí”, pienso en silencio y con los ojos cerrados. La experiencia de notar lo externo cuando no ves nada es increíble y absurda. Y causa un terror indescriptible. Percibo los más nimios ruidos, que elevan su intensidad amplificados por mis nervios. Huele a aceite quemado, a tostada recién hecha. El café, humeante y espumoso, transporta sus moléculas por el aire y alcanzan mis fosas nasales. Los sentidos, ciegos y sordos, enloquecen y, mezclados con la desazón que causa el desapego y la certeza absoluta de la ausencia definitiva, provocan en mi interior un estremecimiento de ebriedad que me desmaya. De nuevo debo comenzar el camino conocido de mi vida. Solo, usando la materia atrayente y mágica, empezaré a deambular día a día por las calles y plazas definitivas. Las piedras serán mis nuevas amigas, insensibles, mudas, sordas. En ellas y sobre ellas volcaré el poso de mis amores siendo consciente de que no les podré pedir nada a cambio, salvo la seguridad de que siempre estarán a mi lado. La fidelidad, la duda, la insatisfacción, el amor desbocado, todo desaparecerá de mi agenda y me convertiré en un ser inanimado, en un muerto viviente, en un cadáver vestido elegantemente. El vapor denso del ambiente me atrapa. Respiro el drama de todas estas personas que ya terminaron sus desayunos y que ahora esperan la llegada del vagón. Toda la vida para subir y bajar de estos cajones esperpénticos. Rozando con tus brazos los brazos de los otros, tibios, velludos, infectados. Continúo con la cabeza reposada. Pienso en ti. Tu vestido azul, del mismo azul que el mar por la tarde, te sienta de maravilla. Eleva tu cuerpo, lo sintoniza con el mundo, en un éxtasis casi lírico, exaltando, elevando, aumentando la belleza de lo natural. Eres, con él, más tú. Y hoy te lo has puesto. ¿Para él? Y tu cabello, negro, ondulado, inmenso como los ríos de la América del Sur, lo has recogido, tratando de ocultar su belleza salvaje. Sin embargo, en los escasos instantes que tomé tus manos entre las mías apenas percibí la levedad de tus dedos, la suavidad de otros días. Y me pasó desapercibida la montañita que forman en tus dedos los anillos que usas. Tu piel, sin embargo, la has mancillado con las cremas sutiles. Debes haberte levantado hoy muy temprano. Y ese capricho en tu embellecimiento me muestra que tal vez deseabas huir de verdad. ¿Qué buscas, que no encuentras aquí, entre mis brazos? Sigo ebrio de ausencia. Me pueden los efectos externos. Todo lo que oigo y me distrae de tus recuerdos, encrespa mi alma, destrozándola. ¿Puede el mundo permitirme llorar en silencio? Me duele el pecho. Me ahogo. Siento que el aire me falta y de pronto, en un avatar inesperado, las lágrimas se deshacen dentro de mí y transforman mi rostro, humillándolo.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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