El Acento

Antonio Florido

Embriaguez (5) – Novela por entregas

Embriaguez (4)

Capítulo 2

“Sí, se puede llorar cuando es por uno mismo…”
Mishima.

La Casa de los Olvidados se encuentra situada en un extremo de la ciudad, precisamente donde acaban las miserias y comienzan las tierras apacibles y mansas. La llaman así desde que el tiempo es tiempo. Se trata de una enorme construcción, elevada sobre sí misma, que muestra el aire arrogante y vanidoso de los que se saben superiores en todo. Con sólo verla, uno siente la pequeñez encarnada y el rubor y el miedo se apoderan de tu mente, aturdiéndola. He perdido la cuenta de las veces que la he visitado, de noche, al amparo de las estrellas, bajo la tenue lucecilla del cielo triste y melancólico. La primera vez lo hice de la mano de Michel, que me llevó hasta sus muros exteriores para enseñarme los secretos rancios de esta ciudad embustera. “Aquí es donde vivimos”, me dijo -con su voz aniñada, suave y tersa, impropia de un anciano-, señalando con sus dedos la gigantesca puerta de la entrada. Me quedé extrañado. No comprendía lo que el Viejo quería decirme. Yo sólo veía ante mí un enorme muro desconchado y ennegrecido, que acababa cerca del cielo y que convulsionaba mis nervios. Avanzamos despacio, arrastrando los pies que se fundían con el lodo de la tierra amasada y acuosa, y respirando el hedor de los montones de basura arrojados allí por manos desconocidas. En La Casa de los Olvidados la Civilización quedó fuera de sus muros. Dentro se respira, al cruzar la puerta, una paz consoladora, muy parecida a la que sienten los que se zambullen en la ignorancia. “No puede ser real, estaré soñando”, pienso cuando el ciego de la entrada nos abre la puerta. Una gran sala –a modo de recibidor- nos presenta el comienzo de una calle ancha y sucia, larga como el dolor de un arrepentido y escasamente iluminada, donde las paredes muestran pinturas desmenuzadas, como si las hubiesen manchado personas con los ojos vendados. Adelantamos poco a poco nuestros pies. Al fondo, cuando aparece la angustia de este sitio tan extraño, se abren dos galerías laterales. Michel me lleva primero a la de la izquierda. “Los locos, aquí viven los estertores humanos que un día abandonaron todo lo conocido y decidieron venir aquí, a buscar la soledad y la bienaventuranza”. El Viejo susurra las palabras temiendo avergonzar al aire que nos rodea. Le noto cansado. De vez en cuando se para, respira profundamente, recupera el aliento y me aprieta la mano indicando de esta manera que desea seguir caminando. Llegamos hasta el fin de esta primera galería de excéntricos encerrados. Se oyen lamentos, pasos diminutos en un ir y venir eviterno en el interior de las celdas. Algún suspiro traspasa las paredes y llega hasta mis oídos que se asustan al comprender la infinita pesadumbre de quien lo expulsó de su pecho. Siento temor, angustia, desarraigo, no sé, una mezcla rara que me dice que este no es mi sitio. ¿Huyo? Michel lee mis pensamientos, se vuelve hacia mí y dice: “No temas, no pasa nada, estos seres son, en el fondo, felices”. Hay puertas casi destrozadas. Marcas, arañazos, pequeños agujeros, pintadas informes. La luz es tenue, casi apagada. Nos volvemos y, al llegar al centro del edificio, donde se unen los cuatro caminos principales, seguimos de frente, entrando en la galería de los tullidos. Es la parte derecha, reservada a los ciegos, a los sordomudos y a los deformes. “Y aquí, en esta parte más soleada, colocan a los que ni ven ni oyen, a los desahuciados de la existencia efímera de la calle”, me confirma. Este lado es más alegre. Siento fluir dentro de mí los terrores de estos seres y las piernas me fallan, doblándose, sintiéndolas tiernas, casi vacías. Ahora soy yo el que arrastra los pies, mendigando un leve esfuerzo a cada paso. Hacemos lo mismo que antes. Caminamos hasta alcanzar el fin de este pasillo, flanqueado de puertas uniformes y deshechas. Volvemos. Alguien canta en el interior de su cuarto. ¿Alegría o locura, cuál es la razón de esta sinfonía? De pronto las puertas se abren a la vez como si fueran una sola. El pasillo es invadido por ciegos que caminan acariciando las paredes con sus manos. Los sordomudos se confunden entre ellos, pero se les identifica porque miran a su alrededor como si nada ocurriese, igual que los idiotas cuando se obsesionan por algo y ríen. El mundo para ellos es distinto, se les muestra en otra dimensión paralela, quizás más diáfana y real. Nos hemos reunidos unas treinta personas en este horrible lugar. Michel y yo somos los únicos normales. Pero no hay tristeza en este sitio. A pesar de las taras y de las desgracias, estas personas sonríen y transmiten con sus rostros la sensación de placidez y armonía que no vemos en el resto del mundo. ¿Por qué me ha traído aquí este Viejo inhumano? ¿Para que relativice mis sentimientos y comprenda que el desamor no es más que un capricho irrelevante? No sé. Hago un esfuerzo por pensar. Sin embargo, mi mente, tumefacta e incomprensible, se resiste a volcar en mis recuerdos los pensamientos sutiles, las inclinaciones perdidas y los deseos espurios. Me hago un lío. Más bien, me deshago, me siento derrotado, porque comprendo que la existencia es mucho más y mucho menos que todo este horror que nos rodea. Algunos siguen cantando dulcemente. Entonan, corean, suaves melodías, impropias de unos vulgares tullidos. ¿Acaso no deberían sentirse humillados, enloquecidos, desnudos de todo tipo de sentimientos humanos? El Viejo tira de mí cuando alcanzamos de nuevo el punto central, donde la cruz se encarna, es, formando una tétrica y misteriosa simbología.
La Sala de la Liberación es el siguiente destino. Se encuentra en el extremo norte, a poca distancia de la encrucijada. Al llegar las paredes se separan, dilatando el espacio y formando un hueco enorme, con ventanas que llegan al cielo. Como si fuese la camareta de cualquier cuartel, varias filas de camas se alinean paralelas. A lo largo de la estancia hay lechos aplastados por cuerpos exangües. “La llamamos, entre nosotros, la Sala de la Esperanza. Más de uno y más de dos desean que les traigan, por fin, a una de estas camas, para descansar de la condena que sufrieron en vida”, me dice Michel después de unos segundos. Noto que me desmayo. Nos sentamos. El Viejo me toma la mano, la aprieta con fuerza y me dice que esta es la verdad de todo, que la vida es así y que no todo en este mundo es conocimiento, cultura, orden o civilización. “En algún lugar han de colocar, los de fuera, a esta pobre gente que despreciaron la moral ciudadana y eligieron, por propia voluntad, la otra forma de ver las cosas”. “Muchos fueron desgraciados en sus matrimonios y un buen día comprendieron que la vida se les iba consumiendo. Ese sentimiento, descubierto de pronto, les causó tanta agonía existencial, que a partir de ese momento no fueron capaces de adaptarse a lo cotidiano. Siguieron con sus vidas, es cierto, pero ya no eran hombres, estaban realmente muertos por dentro. “Otros, por distintos motivos, fueron expulsados de sus trabajos –no rendían lo suficiente-, y de buenas a primeras se encontraron entre estos pasajes viviendo, soportándose, pasando los días y las noches, pero con el corazón henchido de gozo verdadero”. El Viejo siguió hablando. “Hasta los ciegos, los impedidos, los imbéciles de nacimiento, viven aquí en armonía con sus propias esencias, sin tener que justificar nada de lo que hacen, sin hipocresía ni enfrentamientos, sin apariencias, sin ser personas, sólo seres humanos que padecieron y que encontraron la felicidad”. Me falta el aire. No comprendo aún el sentido de esta otra ciudad. ¿Cuál es, entonces, la verdadera naturaleza del ser viviente; ésta, que veo ahora con mis ojos incrédulos, o aquélla, que dejé hace tiempo atrás, porque me destrozaba el corazón? Michel me miró, apretó un poco más mi mano temblorosa y dijo: “No debes preocuparte por nada. La otra noche, cuando fuiste al Jardín junto al Neva y nos encontraste, noté en tus ojos apagados que el dolor se apoderaba de ti, obligándote a mentir con tus palabras. Mentías porque te daba una vergüenza insuperable confesar que tu amor se deshacía. Por eso no parabas de beber y tu rostro melancólico no soportaba la presencia de nuestros dos compañeros. Uno era, ¿recuerdas?, un tonto tuberculoso que no cesaba de sonreír inútilmente; el otro, echado en el banco, callaba, sumido en la mudez eterna que le dio el de lo alto. Suelo salir de noche con ellos. Con el Idiota y con el Mudo. Y no creas que no han llegado a la esfera del conocimiento. Precisamente porque lo hicieron, porque un día comprendieron que habían escalado hasta el final, con todas sus fuerzas, alcanzando los límites humanos de la humillación y de la ebriedad, ahora están con nosotros. El Mudo lo es porque quiere. Todos lo sabemos y respetamos su decisión. Ha resuelto anegar sus dolores atrapándolos y encarcelándolos en su interior. No quiere que su dolor se contagie y lo sufre él solo, mostrando así la más absoluta y abnegada de las virtudes: la soledad buscada y amada”. “El Idiota también sufre. Es un infectado sin solución. Tose sin parar durante el día y la noche. Le duele el pecho. Cuando su cuerpo se estremece su rostro refleja el dolor infinito del mundo. Pero no se queja. Lo asumió hace tiempo. Y con el paso de los días, de los meses y años, ha llegado a amar su sufrimiento. Es un resignado que mira por todos nosotros y se niega a perder la verdadera libertad que le da el hecho de saber que su dolor es único, profundo, nuclear, y que jamás se lo podrán arrebatar por mucho que lo intenten”. “Pero, entonces, están encarcelados de por vida, ¿verdad?”, pregunté, cándido, al Viejo. Éste rió y dijo: “No, esto no es una cárcel; o mejor dicho, sí lo es, con la diferencia de que los verdaderos sepultados son los de fuera, ¿comprendes?” Me quedé callado. No sabía lo que añadir a estas palabras sinceras e inteligentes. Y entonces pensé que yo había sido un insustancial durante toda mi vida. “Salgamos”, le dije. Fuera, la noche seguía siendo tan oscura y fantástica como siempre. La nieve había dejado de caer y el suelo imitaba una ligerísima sábana argentina, iluminada por el leve fulgor del claro de luna. Ensimismado, yo seguía callado sin poder expresar la verdadera congoja que de mí se apoderaba. Esto que digo ocurrió la primera vez que visité La Casa. Luego he vuelto muchas otras noches al mundo feliz, candoroso, lejano ya del conocimiento absurdo, del saber oficial, apartándome de todos los errores que he cometido a lo largo de mi vida. Pero ¿cómo explicar el abismo que me hunde por dentro, esta locura de amor que se apodera de mi voluntad y no deja que me sienta vivo y que me ilusione? Solo las noches infinitas calman mis ansias irracionales y mis ganas de salir de mi cuerpo. En el seno de las estrelladas cuencas es donde únicamente me creo unido al resto del mundo por un hilo finísimo de entendimiento. Y cuando se corte este hilo tan sutil, ¿qué? Michel me ayuda con el peso del alma. A pesar de su avanzada edad, una alegría difícil de definir remueve cada una de sus palabras y consigue, sorprendentemente, contagiarme de esperanza. Michel es el más anciano de esta otra ciudad. Todos le conocen y respetan. Se mueve sigilosamente por las estancias, preocupándose por el estado de felicidad de sus amigos. Cuando le acompaño en las noches turbadas, camina despacio y abre las puertas. Los ciegos se levantan de sus camas, se agarran a las paredes y le abrazan. Luego continúa avanzando sin prisas. Cruza de un lado a otro, saluda, sonríe, abre la vida a los tullidos, estrechando sus manos esqueléticas. Los locos se calman cuando presienten que Michel se acerca. Salen al pasillo, sonríen, se cogen de las manos, se tocan entre ellos, se saben salvados de la idiotez y estulticia de los de fuera, y todo gracias a la buena voluntad del Viejo. “Esto empezó una noche triste…”, comenzó Michel a contarme. “También un tren despiadado salió de la Estación dejando mi cuerpo vacío de esperanza. Entonces me sentí enloquecer, solo, sin saber a dónde ir, sin conocer los caminos de la vida porque siempre me había salvado ella. Ella, que lo era todo para mí: Todo”. Michel levantaba los ojos al cielo negro y helado. Esperaba paciente a que el sentimiento y el pesar se alejaran y luego seguía hablando. “Se fue. He perdido la cuenta de los años. Dejó a partir de entonces de interesarme lo cotidiano. Todo me parecía banal, insulso, hueco. ¿Se puede vivir sin amor?, me preguntaba a cada instante. Y no encontraba más que una respuesta: No”. La noche apretó sus mandíbulas y nos sumergió en una hondura profunda y tenebrosa. Fondo de donde no afloran las alegrías. Sima que atrapa el dolor, lo remueve, ensalzándolo, y lo devuelve al alma para que experimentes la agonía de existir. Continuamos hablando con los silencios. Él me confesaba su infinita zozobra sin hablar, sólo temblando. Y yo le imitaba respetando su dolor callado, respondiendo de esta manera a un pobre hombre y creando entre los dos un diálogo de mudos muertos y enfermos de amor. Apartamos la ironía de nuestras conversaciones. Nos vimos encarcelados por los muros de la tristeza, porque reflexionábamos. Y más allá de ella, más apartados aún del mundo pasajero, todo silencio era para nosotros un grito de horror, que desgarraba el aire y la naturaleza entera.
Pasaban los días sin importar. Cada mañana miraba mi rostro muerto en el espejo y me reía de lo idiota que era. El trabajo se convirtió para mí en una esclavitud que me alejaba más y más de mi verdadero yo, abriendo una puerta cada vez más ancha hacia el vacío. “¿Corregir, anotar, enmendar ideas, frases, párrafos?”, una miseria obscena de los hombres hacia los hombres, pues, ¿quién era yo para decidir sobre estos asuntos íntimos? ¿Es que el autor no era otro hombre como yo, con sus corduras y veleidades, con sus misterios y pesadumbres? ¿Por qué debía yo decidir si su esfuerzo había sido en balde o no? No dejaba de hacerme preguntas. La naturaleza humana se desnudó ante mí, mostrando en su interior un horror desconocido hasta entonces. Un día más. Un día más. Otro. Otro. Me desasosegaban las tardes infinitas. Deseaba la llegada de la noche absoluta. La negrura con sus misterios insondables. “¿Marina?”, pensaba. “¿Dónde estará Marina Maldonado? ¿Será feliz? ¿Me echará de menos? ¿Sufrirá? ¿Habrá ya olvidado los días hermosos?”. De día no dormía y por la noche deambulaba ciego por las calles solitarias. Primero mis pasos me llevaban al Jardín del Neva, a la serenidad de la glorieta encontrada y donde mis conocidos acudían para rememorar lo que habían perdido. Todas las noches el Mudo me hablaba con sus manos y con sus ojos. Su mirada esclarecía cualquier duda que atravesara mi mente. Un hombre sumido en el silencio eterno y alejado de la mediocridad humana. Y al lado, como siempre, el Idiota enfermo que se ríe de los demás porque para él la enfermedad no es un trauma. Es una liberación, una exaltación, un termómetro que le dice a cada momento que está vivo, que aún sigue viviendo en el seno de este hueco irracional.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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