El Acento

Antonio Florido

Parque Chas. (Cuento de Guille Paier-Argentina)

Había una vez un muchacho llamado Homero que nunca pudo escapar de Parque Chas. Y vaya que lo había intentado.
Siendo un niño, ya le había dado más de un susto a su madre. Siempre tan travieso, siempre con la fantasía de ver con sus propios ojos qué sucedía más allá de los límites parroquiales.
Homero era un nene con mucha curiosidad y sin percepción del peligro.
Hiperactivo, según un viejo médico familiar que atendía apenas a un par de casas y al cual consultaban ya fuera por unas líneas de fiebre o un trasplante.
Intrépido, de acuerdo a su adorable abuelo materno que vivía al otro lado de la plaza y lo visitaba cada tarde.
En cambio, Homero y a pesar de todo ese cariño y cuidados, se sentía un prisionero y en más de una ocasión intentó dejar el barrio atrás. En vano.
Para los que alguna vez merodeamos ese laberinto digno de un dibujo de Escher, bien sabemos que escapar era un acontecimiento absolutamente fortuito. Para aquellos que no conocen el lugar, Parque Chas es la caprichosa excepción a la regla cartesiana que gobierna la cuadrícula de Buenos Aires. Una suerte de ombligo subversivo que no sabe ni quiere relacionarse con sus vecindades. Un monstruo que se devora a propios y ajenos con su retorcida combinación de calles concéntricas y en espiral.
Aun así, Homero lo intentó. Como aquella vez que, con apenas ocho años, llevó sus correrías hasta el límite mismo del barrio y de sus posibilidades. Y no pasó a mayores porque un comedido de esos que nunca faltan, tuvo la premura de advertirle a su madre que lo había visto deambular cerca de las vías. Quizás, y para entender cabalmente la compleja estructura doméstica que rige los designios de Parque Chas, deba advertir acerca de sus vecinos, celosos custodios de lo que sucede en sus calles y, en especial, sus arrabales. Cualquier atisbo de irrupción o fuga es rápidamente notificado y frustrado. En aquella oportunidad su madre llegó un instante antes de que una formación del Urquiza con destino a Retiro lo arrollara. O por qué no, un instante antes que Homero atravesara las vías del tren y dejara el barrio para siempre.
Acaso sea oportuno que haga una referencia sobre su familia. Ahí estaba su madre, protegiéndolo una vez más. Era una mujer abnegada y trabajadora que se desvivía por Homero, pero no podía dejar de inculcarle ese sombrío sentimiento barrial, ya fuera por el camino de sus encantos o bien por el de los miedos. Una mujer adorable y a la vez castradora. Aunque ella tuviera sus razones.
Una de ellas y quizás la más importante, era que el padre del niño ya no vivía con ellos. Homero tenía apenas unos meses de vida cuando este hombre consiguió escapar de Parque Chas. Porque aun queriendo a su mujer, no se llevaba con el barrio. No era oriundo y jamás pudo ser parte. Nunca se lo permitieron. Había llegado de pura casualidad y el amor y sus fronteras visibles e invisibles le habían retenido durante ese tiempo. Pero un día desanudó el camino recorrido y huyó. Antes de marcharse, dejó una carta para su hijo en la cual le pedía que no dejara jamás de ir tras sus anhelos y así tal vez un día pudiera perdonarlo. Y el único recuerdo que le dejó, porque su madre destruyó esa carta, fue un viejo y ajado ejemplar de “Viaje al centro de la Tierra” de Julio Verne, aquellos de tapa amarilla de la colección Robin Hood. Durante mucho tiempo, el niño Homero, leyó y releyó el libro e imaginó mil formas de llegar hasta Islandia y escurrirse por el Snæfellsjökull.
Estaba convencido que allí se reencontraría con su padre.
La leyenda de su fuga, su partida a decir verdad y el libro que le dejó como único legado, llenaron de determinación a Homero. Y claro, hubo una primera vez en la cual quiso ir tras sus pasos, pero apenas pudo dar vuelta la esquina antes que su madre le diera alcance. En aquella ocasión apenas lo reprendió. Y más adelante, una en la cual consiguió alejarse un par de cuadras más allá de la escuela 27 en la cual cursaba la primaria y luego, el ya mencionado incidente de las vías.
Esa vez sí, ella se enojó y lo castigó durante mucho tiempo. No podía ver a sus amigos ni jugar fulbito en El Trébol, y sólo la visita de su abuelo mitigaba su enorme pena. Durante uno de esos días de castigo, le llevó un regalo. Un fósil que, según le dijo, había encontrado en el centro mismo de Parque Chas. Esto era una mentira blanca con la cual pretendía inculcarle el amor por el lugar. Se trataba de un bello Nautilus que el mismo había seccionado sagitalmente con mucho talento. No en vano había sido el carpintero de Parque Chas. Al abrir su concha en dos se podía observar la línea de nácar que formaba un perfecto espiral equiangular. Homero estaba maravillado. No tanto por el cefalópodo sino más bien por lo que dejaba ver más allá de las formas. En el espiral infinito de sus cámaras estaba la respuesta que tanto tiempo había buscado.
Había encontrado la forma de poder hacer realidad su sueño.
Homero tenía un plan simple: escapar recreando el espiral ascendente del Nautilus. Se propuso una métrica. Duplicaría cada paso. A cada cuadra. Él intuía que había un único camino invisible a los ojos cuyo ritmo armónico iba sacarlo de allí.
Se pertrechó, vació su mochila de recuerdos y huyó. Lo tenía muy bien planeado. Bueno, casi. Homero era muy joven y sabía bien poco de armonías. Las calles enroscadas lo desconcertaban y enseguida se perdió. Una y otra vez. Apenas conseguía alejarse de las manzanas que rodeaban su casa iba a parar a una avenida perimetral o una vía de tren donde cada nuevo giro lo devolvía sin remedio al corazón del barrio donde invariablemente los esperaba su madre y la eterna promesa de una paliza que iba a recibir si volvía a escaparse. Es comprensible, aunque para un desconocido pueda resultar extraño, pero no hay forma de salir de Parque Chas. Probó todas las maneras posibles. Yendo hacia el norte o el sur, al naciente o al poniente.
No hubo manera. No parecía estar preparado para la aventura. Y no lo estaba. Pero nunca abandono su sueño. Pasó el tiempo y el niño travieso se fue decantando en un joven taciturno. Con más resignación que entusiasmo completó sus estudios secundarios en el Santa Teresita y una mañana se encontraba trabajando como empleado en el chino de la vuelta de casa.
Para ese entonces, ya era una pieza más de la implacable maquinaria barrial. Hasta ese día que inauguraron una biblioteca al paso en la calle Gándara, que era apenas una casilla plantada en medio de la vereda como un pequeño altar, pero en vez de una virgen alojaba libros que uno podía tomar libremente con la condición de dejar otro a cambio. A Homero le entusiasmó tanto la idea que llevó el libro que le había dejado su padre. Necesitaba desprenderse del pasado. En su reemplazo, eligió un librito de matemáticas que en sus escasas páginas explicaba la secuencia de Fibonacci.
Un texto a todas luces revolucionario.
Al menos en la mente de Homero que de una vez y para siempre había encontrado la relación entre el Nautilus de su abuelo, la serie de números y su deseo de huir. Y aprendió todo sobre la sección áurea y con ella, el orden de todas las cosas. Porque descubrió que la proporción divina estaba presente en el arte, la naturaleza, en la música y claro está y apenas repasó el plano urbano que alguna vez había hurtado de un cajón de la dirección escuela, también en Parque Chas.
A la mañana siguiente, Homero ya tenía todo listo. Apenas su madre se fue a trabajar, guardó una muda, el libro y el plano y sin perder un instante, salió en busca de la ansiada libertad. Caminó una cuadra y quebró una más a la derecha. Y dos más. Y cuando llegó a la biblioteca al paso de la calle Gándara se sintió tentado de cambiar el libro de Fibonacci por uno nuevo. Sin perder tiempo se decidió por un libro de poesía de un tal EE Cummings que en su portadilla tenía escrita unas iniciales: VC.
Le gustó lo que proponía el juego de letras. Y al hojearlo le pareció un buen compañero de ruta.
Prosiguió su marcha Homero, cuyo método simple era sumar la cantidad de cuadras de los dos giros previos a cada nuevo cambio de sentido. Uno más dos, tres; dos y tres, cinco; tres y cinco, ocho y así sin solución de continuidad y siempre quebrando el sentido hacia la izquierda. Para no volver a cometer los errores del pasado, se detenía e indicaba esos movimientos en el plano.
Parecía que el barrio iba a volver a derrotarlo, pero cuando pudo resolver la trampa de la calle Berlín supo que estaba a punto de lograrlo. Y en apenas un par de giros se encontraba en los límites del barrio.
No se detuvo Homero, ni siquiera pudieron los mejores recuerdos del barrio que dejaba atrás, ni el llamado desesperado de su madre que salió a buscarlo apenas un vecino la alertó, ni esas lágrimas que dejó escapar cuando al fin se encontró en medio de la gran ciudad que volvía a esconder su deformidad en medio de su cuadricula infinita.
No se detuvo Homero aun cuando la serie se estiró hasta la exageración de tal modo que después de recorrer en espiral la ciudad y sus suburbios sin fin, anduvo todo un día en línea recta, de sur a norte y el siguiente giro a la izquierda lo realizó recién a las puertas de Zárate y el otro en el centro mismo de Chacabuco y uno más al llegar a Tapalqué casi dos semanas después de haber partido de su casa.
Y recién detuvo su marcha cuando ya no pudo avanzar más. Había caminado hacia el Este hasta llegar al mar, a una playa sin nombre entre Mar de Ajó y Pinamar. Y decidió que era un buen lugar para quedarse durante un tiempo. Desde allí miraba el océano e imaginaba su próximo destino, Islandia. Quiso la fortuna que siempre asiste al hombre nuevo, se hiciera amigo de unos pescadores los cuales, a cambio de duras jornadas en alta mar, le brindaran cobijo y alimento. Vivía Homero en una pequeña casilla de madera frente al mar sin más lujos que una mesa, una silla y un catre y en la cual, era inmensamente feliz. Comía de lo que cazaba o pescaba y salía a caminar hasta perderse en los arenales que más allá del horizonte se hacían pampa sin más límites que su deseo de andar. O como cuando estaba cansado y se sentaba a orillas del mar a leer el libro de poesía hasta que ese día que lo recitaba de memoria.
Su vida, simple y severa, trascurría sin mayores sobresaltos hasta el verano siguiente, cuando llegó al lugar una misteriosa muchacha. Viajaba sola y decidió acampar tras un médano próximo a la pequeña casilla de Homero. Su nombre era Carolina, sus ojos eran pardos y cambiantes como el mar y era a tan pero tan bella y graciosa que no tardó en enamorarse perdidamente de ella. Quiso seducirla, pero el corazón de la joven aventurera le era esquivo. Hasta una noche con más estrellas que de costumbre en la cual la sorprendió susurrándole algunos poemas del librito que había canjeado allá en la biblioteca al paso de Parque Chas. La había conquistado. O eso pensaba cuando, al cabo de unos días inolvidables en los cuales Homero se sintió el hombre más dichoso del mundo, y ella le propuso irse a vivir juntos. Lo que no sabía Homero es que las iniciales del libro de poesía coincidían con los de su amada. VC.
Y fue muy tarde cuando supo que la joven vivía en Parque Chas.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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