“En unos pocos años, una decena de países estarán ya fuera de la Unión Europea. Los que queden dentro conformarán una Europa más sólida, más rica y más fuerte que la Unión actual”.
Eso me lo vaticina un amigo historiador que cree que el principal error de la UE es “haberse ampliado de una forma generalizada e irresponsable, sin tener antes una Constitución propia, una coordinación presupuestaria y una política fiscal común”.
Para él, a la UE sólo le ha interesado acrecentar su mercado interior a cualquier precio, admitiendo países “sin nivel político suficiente, que lo único que pretendían era beneficiarse de las ayudas comunitarias y de la libertad de exportar parados e importar unos capitales que de otra forma no habrían podido movilizarse”.
Esta visión, no sé si apocalíptica, me la ha ofrecido con motivo del drama griego: “Lo de Grecia es lo más grave, por supuesto, pero la sangría de las finanzas de la UE la practican todos los países mediterráneos, Francia incluida”.
En su percepción, “existe una Europa coherente, que es la del centro y norte del continente, con un sentido del esfuerzo individual, la honestidad fiscal y la solidaridad responsable con los más desfavorecidos, pero no de las subvenciones perennes a cambio de nada”.
La Unión resultante, según él, “no debería nada a nadie y podría convertirse en los auténticos Estados Unidos de Europa; funcionaría como un tiro y arrastraría también en su desarrollo a los países periféricos, obligados a reorganizar su economía de una manera más racional”.
No sé si debo hacer caso o no a las predicciones de mi amigo, pero el solo hecho de que temas como éste, hasta ahora tabúes, comiencen a formularse, demuestra que la crisis griega, más que una simple anécdota, es el inicio de un replanteamiento global de la Unión Europea actual.
