Hace cuatro días cumplí 63 años. Es una cifra rotunda. Y, sin embargo, no me siento abuelete ni nada por el estilo, como por ejemplo sí lo empezaban a ser mis abuelos a esa misma edad.
Todo cambia. Y a veces para bien. La vida moderna me ha privado de algunas cosas queridas pero a cambio me ha aportado otras de buenas. Una de ellas es la certeza de que tengo tiempo por delante para reinventarme, nuevas ciudades que conocer e idiomas ignotos donde adentrarme. Si mis antepasados hubieran gozado de nuestra actual medicina, otro gallo les hubiera cantado.
(Tan sólo, por contra, dos años de pandemia me deja la secuela de una baja forma física ya un poquito alarmante, una panza hipotecante y una flexibilidad perdida. Algo habrá que hacer)