El Estado roto (huelga en la Justicia)

Al final tendremos que hacerles un homenaje. No sé si los funcionarios de Justicia de lo que va quedando del Estado, cada vez menos, son plenamente conscientes del significado de la huelga que están llevando a cabo, con grave quebranto económico, además de soportar el desprecio y las manipulaciones informativas con que un ministro de acreditada prepotencia ha pretendido humillarlos y enfrentarlos a la sociedad. Que es primerísima sufridora de cuanto ocurre. Pero lo que ocurre no es una mera huelga en reivindicación de un aumento salarial, sino algo mucho más trascendente: estamos ante la primera rebelión verdadera contra el desguazamiento del Estado que nuestra clase política, tan frívola y escapista como la sabemos, ha venido practicando desde la Santa Transición, cuando tantos errores y tantos huevos de la serpiente pusimos a incubar.

Por supuesto que ZP, el Gran Estratega, y Bermejo, el Reformador (de viviendas), saben perfectamente que esta huelga es también un plante simbólico contra la política de entrega a los nacionalismos, de cesión de competencias, de invención de naciones que ellos han llevado al paroxismo. La trituración no la empezaron los zapateristas, cierto, pero ningún gobierno anterior se había puesto al frente de la trituradora con la franca sonrisa celestial con que el héroe de la OTAN lo hizo, sosteniendo y apoyando las razones de quienes no buscaron nunca otra cosa que la desmembración y la ruina de España. Y la nación no se rompe porque se estén descosiendo las sierras y los valles (de los trasvases asimétricos, tan queridos por nuestra curiosa izquierda de los privilegios de sangre a la hora de beber, hablaremos otro día), sino porque hace ya treinta años que empezamos a descoser el Estado. A transferirlo.

Y al parecer hay once millones de españoles dispuestos a abundar en este suicidio. Incluso tenemos remesas de tontos interiores que reproducen como loros universitarios la fabulosa leyenda del Estado plurinacional, como si España hubiera sido algo parecido a los imperios otomano u austrohúngaro (la palabra que tanto gustaba a Berlanga y que colaba en todas sus películas) y ahora estuviéramos llevándola a su verdadera dimensión gracias a ZP, nuestro Kemal Ataturk de la señorita Pepis.

Pero no hay naciones sin Estado: por eso los nacionalistas se empeñan en dotarse de uno, de una estructura política soberana, independiente y reconocida como tal por el resto de estados. Las naciones modernas, hijas de las revoluciones americana y francesa, de estirpe liberal, son consecuencia de un acto de soberanía, la Constitución de 1812 en nuestro caso, a partir del cual se construyeron los estados nacionales para proclamar con ellos la igualdad de los ciudadanos, la libertad de movimientos y comercio, la extensión de una lengua nacional, precisamente útil para igualar, y la unidad de la Ley y la Justicia, que es el único modo de contar con garantías de que los derechos no varíen ni estén al albur de los caciques feudales. La Nación se rompe cuando el Estado deja de sostener esa igualdad.

Nuestro empeño, generoso, en ceder para integrar a los que sólo querían destruirnos, es lo que nos está desintegrando. Les hemos dado los Estados que buscaban. Siempre recuerdo las palabras de Rodríguez Ibarra (ese fiasco de socialista español que acabó bajando la cabeza ante ZP en las que, alarmado, relataba cómo Zapatero le había confesado su convicción de que había que cedérselo todo a las autonomías, lo que a Ibarra le parecía, sencillamente, propio de un irresponsable.

Y pudieron hacerse autonomías, sí, de gestión, pero jamás, jamás, entregando lo que es la sangre misma del Estado: sus funcionarios, los cuerpos nacionales, móviles y creadores con su movilidad de conciencia común y de conocimiento e intercambio entre españoles de distintas regiones. El Estado son las gentes que lo sirven, gentes que constituyen un tejido cohesionador imprescindible y que garantizan, con su igualdad interna, antaño fundamentada en el mérito, la pervivencia de leyes, lengua y derechos comunes.

Hoy todo es nada. Cuando llegue 2012 tendremos que ir al Oratorio de San Felipe en Cádiz a celebrar el entierro del Estado y no su aniversario. Funcionarios de Justicia, policías, maestros, profesores de enseñanza media, médicos, enfermeros… cobran salarios distintos y trabajan con reglamentos y sistemas distintos, es decir, para Estados distintos. Qué curioso que no quede más que la Hacienda sin trocear al completo, aunque ya existen la vasca y la navarra a su bola, y se prepara la catalana –aprobada por los socialistas en el Estatut- para salirse del tiesto. Por supuesto, casi siempre los privilegios empezaron por el riquísimo, a nuestra costa, País Vasco, y la Cataluña de la eternamente adolescente obsesión diferencial. Pero hoy el desvarío es ya general. El extensor de derechos se llena la boca de espuma igualitaria mientras excita la desigualdad de cuna y el centrifugamiento nacional que las castas locales usan para su propia perpetuación. Hasta están eliminando la palabra nacional de todos los organismos del Estado para no ofender a las, al parecer, únicas naciones con derecho a existir: el Gal-eus-ca, los amiguitos con los que ahora juega a no me junto.

¡Qué pandilla de mamarrachos, Señor! La desmoralización y la desidia invaden los servicios públicos, mantienen a la Justicia, que es el pilar de las democracias, en un estado comatoso, y cada día tenemos que soportar a un imbécil nacionalista con la parrala de que no se cumple el estatuto y quiero más competencias y no ser como estos de al lado. Los funcionarios de Justicia han decidido que, al menos, se lo hagan con sus cuernos y no con la dignidad de los trabajadores, aunque tendrían que haber recordado que esos sindicatos que acaban de traicionarles fueron siempre cómplices primerísimos de todo este disparate. Mañana serán los policías o los de obras públicas los que dirán se acabó la diversión: aquí somos todos mossos d´esquadra.

El Gobierno sabe que si los funcionarios ganan este envite, habrán abierto una vía para múltiples reivindicaciones semejantes, la reconstrucción de los cuerpos nacionales y, con ellos, del Estado. Su batalla es la de todos los que estamos hartos de que el único suelo patrio que nos vaya a quedar sea el del piso de Bermejo.

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