Una de esas cuestiones que, como las tormentas, regresan al inicio de cada curso escolar es la de la afición a la lectura de nuestros estudiantes. El asunto no suele pasar de algunas referencias periodísticas, tan superficiales como todo lo que tiene que ver con la enseñanza en una sociedad falsamente preocupada por ese enigma que nadie quiere resolver: cómo es posible que con el mayor despliegue de medios que jamás se emplearon en la educación española, se obtengan resultados tan bochornosos como los que todos conocemos.
Entre la soluciones en las que más insisten los mismos pedagogos que prohibieron leer a una generación entera antes de los seis años de edad, está la de extender lo que llaman el “hábito lector”, que antes decíamos gusto por la lectura. Cabe, no obstante, la sospecha de si no serán determinadas cualidades las que llevan a la lectura y no a la inversa. Los verdaderos buenos estudiantes fueron siempre buenos lectores. Pero hay ilustrísimos ejemplos de muy malos estudiantes que también lo fueron, lo que incluso les apartaba aún más de un sistema que no alimentaba suficientemente sus necesidades intelectuales y su talento, y que hoy ha llevado al paroxismo la exaltación de la mediocridad como ideal social.
Quizás pudiera ayudarnos en estas cuestiones un libro excepcional, «Chico negro (black boy)», Grupo Unisón ediciones, Madrid, 2007. Su autor es Richard Wright (1908-1960), nieto de esclavos y una de las figuras esenciales de la literatura norteamericana negra y de su lucha por la dignidad. “Chico negro” es una autobiografía devastadora, de lectura obligatoria en el sistema educativo norteamericano, sin duda por su condición ejemplar (la del amor a los libros y la superación personal frente a la miseria y la marginación) y por sus enormes cualidades literarias. Se trata de un alegato contra el racismo –y contra el envilecimiento que provoca en sus víctimas como su consecuencia más dañina-, a través del relato de sus primeros dieciocho años de vida en el Sur, hasta el día en que consigue escapar y marchar al Norte, promesa de libertad, de futuro.
Todos hemos visto espléndidas películas antirracistas. Pero una vez más el cine no resiste la comparación con la literatura para entender plenamente el espanto en que consiste el racismo, no eso que en España llamamos racismo con gran ligereza y a que a veces no pasa de ser una disputa vecinal o el resultado de una enemistad histórica y tribal, sino algo más, mucho más hondo, malvado, obsceno.
El racismo es, sencillamente, la negación de la condición humana a aquellos a los que somete a su infinita violencia. Una violencia que no alcanza su extremo cuando se lincha a un negro ‘rebelde’, sino precisamente cuando no se le tiene que linchar según la lógica del racista: cuando se consigue su renuncia absoluta, la aceptación de un destino subalterno, la convicción de que más allá del escaso sustento y una sexualidad primitiva no tiene derecho a nada. Ni siquiera a leer libros, claro, porque la ignorancia es el arma del sistema.
Uno de los episodios inolvidables de “Chico negro” es aquel en el que otros negros recriminan a Richard que no robe a los blancos. Ellos sí roban. Y, sobre todo, los blancos se dejan robar, del mismo modo que consentimos a nuestra perra que se coma algún filete o una tostada de vez en cuando, porque esa es su condición animal. Recluir al negro en una subvida moral, en la ignorancia y la imposibilidad de otro horizonte, es mantenerlo en una condición ‘no-man’, no humana.
Wright, sin embargo, se sentirá distinto desde niño. Y entre el hambre espantosa, obsesiva, de una familia con una madre abandonada y enferma; y la percepción de que los primeros que lo rechazan son sus parientes y los demás negros por su rebeldía, por su negativa a ser “negro” y asumir un destino de negro, Richard irá encontrando en los libros, para él casi clandestinos, una vía de encuentro consigo mismo gracias a esas otras miradas al mundo que los libros le ofrecen. El descubrimiento de ese verdadero “él mismo” que toda la opresión del Sur le niega para sostener una esclavitud no legal, pero real, un sistema de resentimiento organizado que no acepta el resultado de una Guerra Civil perdida, y que ejercita sobre la dignidad de los negros una venganza inacabable.
Quizás ahí esté la clave. En eso que hace a Richard distinto, sin un motivo explícito, tangible, esa conciencia irreductible de sí mismo que le conduce a buscar respuestas. A la lectura. Pero, frente a la neomoderna preocupación por la lectura de los jóvenes, que puede que no encubra otra cosa que un inmenso negocio, la pasión por la lectura resulta inútil si no la alienta ese afán por reconocerse, por hallar una razón para vivir, por abrirse a la realidad para entenderla y entendernos.
Cada día recelo más de esa literatura que ofrece a los niños una experiencia nacarada, un mundo ajeno al mundo. Muy al contrario, lo que lleva a Richard a la lectura es que en ella encuentra el mundo, más real que nunca, revelado. Para Richard la literatura es un modo de conocimiento que le ayuda a hacer frente al infortunio y el dolor, que lo enriquece y lo libera porque lo desata de su ignorancia. No es la literatura de la dulcedumbre con ilustraciones, sino el realismo y el naturalismo, a los que cita explícitamente, los que le ponen delante de lo que no sabía ver y, sobre todo, de cuanto le habían hurtado.
Acaso nuestro sistema educativo sea un fracaso porque pretende formar sin forjar. Y no hay lectores verdaderos sin deseo, sin la verdad honda del deseo, sin el aprendizaje del dolor del deseo, que es lo contrario de la exaltación del capricho en que hoy (de la mano de los pedagogos logse que, en su ignorancia, han creído inventar la pedagogía) hacemos crecer a nuestra juventud.
Quizás por eso lo que habría que hacer es volver a educar en todo lo que salvará a Richard: la curiosidad, la sospecha de que tiene que haber algo más y mejor, la individualidad obstinada, la voluntad de no someterse, la capacidad de admirar la inteligencia y la belleza, la fortaleza moral, la convicción de que no estamos solos y otros ya nos contaron nuestro mismo desconsuelo. Quizás entonces se harían lectores. No sabemos si obtendrían mejores calificaciones, pero al menos estarían mucho mejor preparados para vivir decentes y libres.
Creo que esa es la lección impagable de “Chico negro”. La existencia en el ser humano, aun en medio del mayor horror, de esa huella de rebeldía, de afirmación, de dignidad que algunas civilizaciones atribuyeron y atribuyen a la mano de Dios o de los dioses. Y que es lo que hace a algunos hombres indomables frente a toda opresión totalitaria o racista, redimiéndolos del desistimiento moral a que otros menos fuertes o advertidos se ven abocados.
Y por la misma razón tampoco deberíamos olvidar que los hombres leen, inquieren y se fascinan ante lo que otros hicieron independientemente de lo que los eternos comisarios del sentimiento, siempre proteicos, pretendan que hagan. Lo único que nos cabe es estimular en ellos esa huella que los hace irrepetibles, lectores a la búsqueda de sentido y para los que –como Richard Wright– los libros son sobre todo el testimonio de otros hombres que también quisieron construir su propio destino.