El niño gordo y el Estado obeso

Más allá incluso de ese SITEL por el que el Estado zapaterista va a grabarnos hasta los eructos (por no hablar de otros gases), si algo revela la intromisión creciente de los poderes públicos en nuestras vidas es esa amenaza de expropiación familiar que pesa sobre una pareja gitana de Orense. La expropiación de la que hablo, que cuenta con lamentables precedentes ante los que esta sociedad desarmada nunca ofreció la menor resistencia, consiste en la intervención de los servicios sociales del Gobierno gallego para internar, en un centro de menores, a un niño gitano de nueve años, arrebatándoselo a sus padres por el increíble delito de estar gordo.

Que el zagal está muy gordo, vaya. Que sus padres, que seguramente pasaron ‘muncha jambre’ de críos, le han dado a la criatura más de lo que debían, bollos, dulces, chocolates y embutidos, hasta llegar a la condición de ‘fati’, que era como llamábamos a los gordos en la Caravaca de hace ya muchos años, joel.

Es posible que no estemos ante los mejores padres del mundo, y que el consentimiento haya alcanzado un grado extremo, hasta hacerse gravemente perjudicial. Pero, ¿qué consentimiento no lo es? ¿Les arrancamos los hijos a todos los padres consentidores en esta época de familias dimisionarias? ¿A los que les compran toda la ropita, todos los inventos tecnológicos, los mil caprichos de esta civilización desnortada por el exceso? ¿Cuál de esos excesos es peor? ¿El de no haberles enseñado a respetar a nada ni a nadie, quizás? ¿El de no saber asumir sus propias vidas? ¿El de su perpetua adolescencia irresponsable?

Contrariamente a otros muchos padres incapaces de corregir a sus hijos, de entender siquiera la exigencia moral de esa corrección, los padres del niño orensano hace algún tiempo que pusieron al chaval en manos de un especialista, y hasta afirman haber conseguido que baje 10 kilos de peso. Es decir, han puesto medios y voluntad. Han puesto amor, por tanto.

Y a partir de ahí, ¿qué nueva y espantosa Inquisición laica es esta de los llamados Servicios Sociales? ¿De qué impunidad, apoyada en una Justicia tan dudosa como la española, gozan estos señores para decidir sobre la vida de las personas? No fumes, no bebas, no corras, no engordes, no vayas a los toros, no beses, el condón, los donuts… ¿pero esto qué pijo es? Vayan ustedes mucho con Dios a la mierda, señores de todos los gobiernos y todos los servicios puritanos y déjennos vivir como nos salga. Desde que vi “Ladybird, ladybird”, la estremecedora película de Ken Loach que relata cómo el Servicio Social le arranca cuatro hijos a una madre para darlos en adopción, recelo radicalmente de estos funcionarios arrogantes y del Estado que representan.

Lo leo en elpaís.com del pasado jueves: “…el fiscal jefe de la Audiencia de Orense presentó ayer una denuncia contra los padres por… sustracción de menores”. Con un par de cojones, el payo, y nunca mejor dicho lo del payo: ¡sustracción de menores!, Señor, contra unos padres que están sencillamente defendiéndose de la verdadera sustracción de su hijo con que les amenaza la Administración. Viéndose, sin duda, acorralados, los padres proponen la intervención de dos psicólogos independientes acerca de la conveniencia del ingreso del niño en el centro de menores. Es decir, se la juegan a una guerra de psicólogos: los de los Servicios Sociales, o inquisidores oficiales, contra los exorcistas del Colegio de Psicólogos. Dominicos contra agustinos. Los herederos de la brujería que, paradójicamente, son hoy quienes deciden sobre las almas erradas y la purga necesaria.

Lo inquietante es esta ‘psicologización’ social por la que estos profesionales, de competencia, cuando menos, discutible, han sido elevados a esa posición de sustitutos del viejo mago tribal. Y, lo que es más grave, a desempeñar funciones cuasi policiales como agentes de almas al servicio del Estado. De los Estados diecisiete y los tropecientos mil ayuntamientos.

Es obvio que siento una descriptible confianza hacia psicólogos, pedagogos y todos estos nuevos gogos de la posmodernidad, pseudociencias crecidas sobre el desamparo moral de una sociedad que no ha sabido aceptar su desnudez tras librarse de las supersticiones medievales. Tienen motivos para molestarse, porque se los estoy dando. Pero también ellos deberían examinar hasta qué punto se han arrogado un todopoder sobre las relaciones, las familias, las vidas. Y, sobre todo, hasta dónde para adelgazar a un niño, están engordando a un Estado cuyas obesidades amenazan cada día más con aplastarnos.

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