Mujeres libres. De Ana Carrasco a Clara Campoamor

Lo más relevante de la victoria de Ana Carrasco en el campeonato del mundo de motociclismo de Supersport 300, no sólo ha sido la victoria, extraordinaria y un guantazo para todos los imbéciles que escupen sus prejuicios contra una región de la que lo desconocen todo (galleta doble, si la unimos al emocionante y merecidísimo éxito de Alejandro Valverde, el Grande, uno de los mejores ciclistas de la historia), sino la respuesta de Ana cuando se le pregunta, en medio del maremoto de feminismo totalitario que nos ha invadido, qué sentía por su ‘victoria de género’. Y, en ese instante, en la vorágine de la victoria y la presión de la entrevista, lo que la magnífica Ana Carrasco contesta con meridiana claridad no es que esté orgullosa por haber vencido a hombres: lo está por haber superado a los demás pilotos, del sexo que fueren, y de los que se considera uno más: “Me considero piloto, sin más, y no me alegré por ser la primera (mujer), sino por haber ganado”.

Y sin aparentemente saberlo, con esa naturalidad de las mujeres verdaderamente libres, convierte su triunfo en un hito, ahora sí, de la lucha por la igualdad. Precisamente no por ser mujer frente a los hombres, sino para que no sea necesario mirarle bajo el ombligo para advertir su pericia y su talento en el pilotaje de motos. Contestación ejemplar, revolucionaria.

No ha necesitado llorar, ni quejarse del machismo, ni pedir discriminación positiva (qué sé yo, que los machotes conduzcan con una mano atada, que habrían pedido los muchos colectivos feminazis que andan hoy sueltos nadando sobre su resentimiento y su odio): le ha bastado con ser la mejor. A pulso. Sin cuotas. En igualdad. Y a ver quién se atreve ahora a reírse de las mujeres cuando digan de pilotar. A ver qué mohín se les pone a los muchos ‘caracazo’ que sonríen ante la evidencia del talento de las mujeres para muchísimas de las cosas que hasta hoy les estaban vedadas. Ese es el modo de romper los techos de cristal: no con excusas: con más pelotas que los acristaladores. Y, si es posible, con más gracia, con esa piel blanquísima y los ojos almendrados de las cehegineras guapas que tiene Ana.

Y con libertad. Para ser piloto, ingeniero informático, madre, astronauta o cirujano; o para ponerse unos tacones de aguja y un vestido de estruendo sin que las comisarias de costumbres les arrojen los perros de una sumisión que ya sólo anida en ellas, en las supuestas insumisas desabridas que viven de la propaganda y que luego se van con el primer príncipe (rojo, eso sí) que les diga chalet tengo.

Para mayor significación, el triunfo de Ana casi coincidió con el aniversario del día en que Clara Campoamor consiguió el voto para las mujeres durante la II República. Porque fue ella, militante del partido de mi abuelo Alfonso, el Partido Radical de Alejandro Lerroux, la que luchó por el sufragio universal durante el debate constitucional de 1931, y lo defendió luego en las Cortes en un debate histórico contra la socialista Victoria Kent, que, como casi toda la Izquierda, se oponía al voto femenino bajo la especie de que sería un voto mediatizado por los confesores.

Esa fe en la libertad de pensamiento y de criterio de las mujeres (y de todos los demás) es la que ha tenido siempre la izquierda, tan nostálgica del franquismo seguramente porque al Régimen también le gustaba decirnos cómo teníamos que vivir. Las mujeres serán completamente libres cuando nadie se crea autorizado a decirles cómo deben conducirse o sentir, si quieren amor romántico o hacerse misioneras. Cuando se libren de esa nueva tiranía encubierta o desnuda a la que el feminismo estreñido las está sometiendo.

A Clara Campoamor esa lucha y ese triunfo le costaron el desprecio de todos. Y ya no volvió a ser diputada. Pero han pasado 87 años entre ambos éxitos. Y a Ana Carrasco y a las mujeres libres ya no hay quien las baje de la moto.

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