PECIOS (un relato erótico)

Reconozco que la culpa fue mía. Al menos al principio. Desde el día en que la agencia la envió a casa me gustó. No era la jovencita al uso, de medidas estándar y cuerpo de pasarela, no. La verdad es que resultaba un poco grandota. Ni excesivamente ancha ni pesada, no; ni mucho menos. Era más alta que las últimas chicas que habían venido a servir y también algo más fuerte. Sin embargo, los rasgos finos y delicados de su cara denotaban un origen más elevado que lo que su cuerpo hacía suponer. Destacaban sobre todo unos pechos que amenazaban con chocarse contra todo. Sus caderas eran rotundas y firmes; su andar, pausado a la vez que rítmico y enérgico. En cambio, sus manos eran largas y delicadas. Hechas para el arte, dije yo en el primer momento.

Reconozco que la culpa fue mía. Al menos al principio. Desde el día en que la agencia la trajo a casa pensé que esos pechos estaban hechos para encontrarse conmigo. Lo intenté saliendo de la cocina cuando ella iba a entrar, lo intenté bajando la escalera y al tomar la esquina del pasillo. Pero ella siempre parecía intuir lo que se le venía encima y me evitaba.

A las otras chicas las había visto desnudas al ponerse el uniforme, pero a ésta no le servía. Los primeros días trabajaba y limpiaba siempre con vaqueros y una blusa muy vulgar. Así que protesté a mi mujer e hice que le obligara a ponerse el uniforme, aunque le apretara y le quedara muy corto. Ya se le compraría otro cuando estuviésemos seguros de que se quedaba.
Y funcionó. Entró a cambiarse a su cuarto. Dejó el uniforme sobre la cama, y después, mientras tras las cortinas veía los acebos del jardín, fue quitándose la ropa con inquietud. Cuando llegó el momento oportuno sus pechos, asombrosamente puntiagudos, con un moreno intenso que hacía que sus pezones rosados pasasen desapercibidos, quedaron mirándome, a tan sólo medio metro de mí…., si ella supiera…, eran firmes, tersos, suaves, y parecían estar deseando salir disparados de su cuerpo. Cuánto hubiera dado por alcanzarlos…. Pero había que esperar.

Efectivamente el uniforme le estaba pequeño y no podía abrocharse el botón superior, lo que sin duda me proporcionaría sucesivas alegrías a lo largo de las siguientes jornadas. Cuando intentó encerrar sus caderas en aquella falda contemplé con asombro el perfecto dibujo que formaban. Cielos, eran las caderas mejor torneadas que jamás hubiera visto. Su vientre extraordinariamente plano, sus posaderas absolutamente redondeadas, sus caderas en una inacabable curva, hacían que la desease allí mismo.

Decidí que me quedaría en el salón mientras ella hacía la limpieza. Y preferí no disimular. Nada de una mirada a hurtadillas, nada de simular que leía un libro. Cogí un precioso relato con una gran carga erótica y lo dejé sobre mis rodillas, con un elocuente dibujo bien a la vista. Y la seguí continuamente con los ojos.

Al entrar pareció dudar, saludó e hizo además de retirarse al verme. Dudó un segundo cuando le dije que no importaba, que entrase y siguiese con su tarea habitual. Levantaba cuidadosamente los objetos para limpiarlos; sus manos delicadas recorrían exquisitamente el lomo de mis viejos libros, les quitaba el polvo y volvía a depositarlos en su lugar. Yo disfrutaba cada uno de sus movimientos, disfrutaba cada uno de los temblores de sus nalgas al caminar, disfrutaba de cada centímetro de sus piernas que la falda me regalaba, disfrutaba del subibaja de sus pechos al caminar. No podía apartar la mirada de su cuerpo, estaba como hipnotizado viendo cómo se desplazaba de rincón en rincón.

En numerosas ocasiones ella me sorprendió en la observación. Primero al estirarse para coger aquella horrenda pieza de marfil que alguien me había traído de no sé donde. Después cuando limpiaba los portarretratos de la abuela y de Florián. Más tarde cuando se le cayó no recuerdo qué y me mostró generosamente su escote semiabierto. Lejos de apartar mi mirada le sonreí varias veces y ella se quedó a medio gesto entre la sorpresa y la sonrisa. Creo que notó mi excitación cuando comenzó a limpiar la lámpara de pie, al lado de mi sillón. Por si acaso crucé las piernas para disimular en lo posible. Los pechos se le marcaban perfectamente bajo el ajustado uniforme. Estaban demasiado apretados en aquel pequeño refugio, hasta podía percibir sus pezones grandotes. Unos pechos tiernos y juguetones como para volverse loco, que subían y bajaban, que saltaban alegres siguiendo el ritmo de trabajo de su dueña.

Algo cambió en un momento determinado; ella, que se sentía observada, empezó a mirarme de reojo y a no apartar la mirada cuando nuestros ojos coincidían. En esos momentos se ponía de puntillas y se estiraba para limpiar algún cuadro o la parte superior del espejo. Desde luego no era casualidad. Le sonreí y me sonrió. Y entonces le tocó el turno de limpieza al pie de la lámpara. Lejos de agacharse prefirió inclinarse, ofreciéndome la celestial visión de su retaguardia, morena y rotunda. Decididamente había pasado al contraataque. Pasaba y repasaba una y otra vez, de abajo arriba, el fuste de lámpara cerrando sobre él su mano. Al mismo tiempo me miró de reojo e inició una sonrisa de complicidad. Así que decidí apartar la revista que tenía en mis rodillas e iniciar el breve camino que me separaba de ella. Me esperó y me sonrió con unos oscuros ojos soñadores. Mis manos la tomaron por la cintura, mientras mi pelvis tomaba contacto con su trasero. Apreté cuanto pude mientras mi mano derecha subía hasta su escote y lo abría sin contemplaciones. Mi mano izquierda decidió bajar hasta su entrepierna y registrarla a fondo. Ella me dejaba hacer y se apretaba contra mí, subiendo y bajando sin cesar, frotándose contra mi pantalón.

La hice girar y le besé los labios, ella cerró los ojos y me devolvió el beso. Empecé a levantar su breve falda cuando ella decidió por fin explorar mis intimidades. ¡Y sabía cómo hacerlo! Dos pasos detrás de nosotros estaba el sofá en el que nos refugiamos en el momento en que ya no me quedó ningún botón que desabrocharle. Se echó sobre mí, y sus caderas, su pelvis, sus piernas parecían aprisionarme. Sus trémulos pechos parecían querer impedir mi respiración. Acaricié su espalda hasta llegar a sus glúteos que recorrí brevemente, siguiendo viaje hacia las profundidades. Sobre el sofá, en la pared frente a mí, un estúpido arlequín contemplaba la escena con ojos de asombro y envidia.

Aprovechando un respiro le besé los pechos dulzones y apretados, los acaricié con parsimonia y enterré entre ellos mis labios, sintiendo en mis manos el jadeo de su respiración, jugando con mis dedos con la dureza de sus pezones. Pretendía seguir descendiendo por su cuerpo con mis besos cuando un leve tirón me descubrió que por fin había sido despojado de mis pantalones y de mis prendas más íntimas. En definitiva, los dos habíamos perdido toda vestidura. Se separó del abrazo poniéndose un instante de pie frente a mí. Se ofreció ante mi vista en toda su esplendorosa madurez. Sonreía satisfecha acariciándose un pecho y observando mi cuerpo con delectación cuando decidió agacharse sobre mi miembro y hacer sonar las trompetas de Jericó.
El mundo multiplicó su velocidad de giro, los objetos perdieron sus formas y todo se hizo borroso frente a mí. Cerré los ojos y estuve a punto de abandonarme a mi suerte. Qué hora más dulce; sus cálidos labios que empezaron acariciándome con dulzura de pronto me apretaron con energía, besándome con profundidad y calor, subiendo y bajando sin detenerse todos los lugares de tan íntima geografía. Su lengua hurgaba sin cesar buscando nuevos escondites secretos. Cuando se cansó de su juego se sentó a mi lado sin soltarme, sin dejar de mirarme. Echó su cuerpo hacia atrás y sus ojos sonrieron. Pero yo me limité a besarle una rodilla mientras le acariciaba la otra… y fui subiendo, lentamente con los labios, más deprisa con la mano. Cuando la espesura del camino se cerró ante mis dedos y ya me disponía a coronar la cumbre del monte de Venus, noté junto a mí el dulce perfume de mi esposa. No hubo lugar a mi reacción. Sin darme tiempo a ser consciente de lo que pasaba ella se despojó de sus ropas y se sumó al grupo… Las dos mujeres se miraron, se besaron y se acariciaron con lentitud y delectación. Juntaron sus cuerpos inventando el placer, acariciando cada una con sus pechos aquellos que le eran ajenos, besándose profundamente, imaginando mil suspiros y tejiendo mil jadeos.

Yo ya no existía, me retiré recogiendo mi ropa como el náufrago recoge los pecios, ocultando entre mis manos los fláccidos restos del mástil de mesana.
http://pedrodeh.blogspot.com

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Pedro de Hoyos

Escribir me permite disfrutar más y mejor de la vida, conocerme mejor y esforzarme en entender el mundo y a sus habitantes... porque ya os digo que de eso me gusta escribir: de la vida y de los que la viven.

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