Estoy por hacer mi propio 15-M y negarme a reflejar lo que reflejan los medios sobre el Debate sobre el Estado de la Nación. Y es que el reflejo de lo mortalmente aburrido no puede ser mucho mejor. Para empezar, los comentarios sobre el asunto parecen más crónicas taurinas que reflexiones políticas, con esa obsesión tan periodística de preguntar quién ganó, como si la Nación y su estado fueran tema secundario. O de fútbol, porque los hinchas se traicionan en la prensa y pueden titular, como hace Marco Schwartz en ‘Público’, que «El que se va gana al que se queda», y quedarse tan anchos. Mi chico, con razón o sin ella, que decían sobre la tierra propia los viejos patriotas. Ignacio Escolar, en su ‘blog’, dice que «Rajoy ha sido incapaz de salir vencedor en un Debate del Estado de la Nación hosco, desilusionante y tan poco esperanzador como una visita al dentista». Qué quieres que te diga, Ignacio: probablemente lo que nos espera es algo parecido a una visita al dentista. Al menos, en la consulta de un dentista nadie espera fiestas, cosa que sí sucede con esos trileros de la política que logran, en su mensaje, resultar «ilusionantes» y «esperanzadores» antes de vaciarnos la cartera hasta el último céntimo. Prefiero que no me ‘ilusionen’ más, si puedo elegir, que ilusionante e ilusionista comparten raíz.
¿QUÉ PASARÍA SI…?
La historia de los experimentos sociales de los últimos siglos podría explicarse en dos etapas: la fase «¿qué pasaría si…?» y la fase «¿quién podría imaginar que pasaría esto?». A estas alturas, Murphy, la Teoría del Caos y la ya larga experiencia deberían habernos enseñado que una nueva ley o institución no se va a limitar a dar los resultados esperados y que hay muchos otros perfectamente previsibles al margen de la voluntad del legislador. Los ejemplos se me amontonan en la cabeza y, probablemente, en la del lector. Pero para la izquierda sólo cuentan las intenciones, y la idea de que algo pueda usarse para un fin distinto e incluso contrario a aquel para el que se creó ni se plantea. Lo hablábamos el otro día con la Ley de Muerte Digna, que engaña hasta en el nombre. Estamos en la fase «¿qué puede salir mal?», y cuando lleguemos a la de «¿quién lo habría imaginado?» será tarde y sólo se juzgarán las intenciones.
Javier Vizcaíno, columnista de ‘Público’, en su ‘blog’ ‘Más Que Palabras’ publica un venenoso ataque a la Iglesia -a la Jerarquía Eclesiástica, dice- bajo el título «Muerte indigna». Es venenoso no porque esté en desacuerdo con la postura de la Iglesia -es muy dueño-, sino porque miente, me temo, a sabiendas. O, al menos, con grave negligencia. Escribe Vizcaíno: «¿Muerte digna? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Antes de rendir el último aliento hay que pasar las de Caín en carne propia y, faltaría más, en la de familiares y prójimos en general. Nada como un buen martirio para llegar limpios de pecado a la otra orilla». Encoge el ánimo, ¿verdad? El único inconveniente -que no ha arredrado al autor- es que es mentira de arriba abajo. Mire, don Javier, la doctrina católica no es como la de los drusos, secreta para el no iniciado, y le bastaría una rápida consulta al ‘Catecismo’ de la Iglesia Católico -¡está en Internet!- y leer que «es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, si no hay otros medios», así como «cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares». Estas dos citas, al alcance de cualquiera, dejan en nada toda la columna, es decir, ponen a Vizcaíno en figura de Quijote luchando con gigantes que no están ahí. Por otra parte, eso de construir un muñeco y darle el nombre del enemigo para mejor alancearle es muy de la izquierda. Pregunte por ahí a ver si alguien se considera, digamos, ‘neoliberal’.
Subiendo de nivel, Antonio Estella en ‘El País’ me pone en la desagradable tesitura de enmendarle la plana a todo un señor catedrático Jean Monnet de Derecho de la UE. Pero es que en «La política en el epicentro de la indignación» habla sin duda de una realidad paralela que guarda un contacto muy tenue con la nuestra. Su tesis es que el 15-M reivindica la política, porque ahora lo que domina es la economía, los nefandos ‘mercados’. Y leemos cosas tan graciosas como esta: «El abanderado de esa revolución política fue Ronald Reagan, quien puso de moda el ‘small is beautiful». En su dimensión política, ‘small is beautiful’ quiere decir que el Estado, cuanto más pequeño, mejor». Que Reagan defendió esa retórica es tan cierto como que no la cumplió y, como se puede comprobar fácilmente, el sector público norteamericano, lejos de reducirse, creció bajo su mandato. No hay que creer todo lo que dicen los políticos, don Antonio.
Más: «Se fue dando cabida a la iniciativa privada en sectores absolutamente consustanciales con la propia esencia de lo público, como la sanidad, la educación y hasta la seguridad. Y se fueron mermando, poco a poco, los recursos, tanto materiales como humanos, de los Estados. El Estado tenía que centrarse «en lo principal» y dejar a un lado «lo accesorio», como rezaban principios tan en boga en el momento como el de la subsidiariedad». ¿Sabe cuántos funcionarios había en España cuando llegó la democracia? ¿Sabe cuántos hay ahora? ¿Sabe restar? Disculpe la impertinencia, pero es que eso de que el Estado se ha centrado en «lo principal» y ha dejado a un lado «lo accesorio» es de risa floja.