Los columnistas de la prensa de papel siguen este 22 de noviembre de 2015 centrados en el problema del terrorismo yihadista. Atentados en París y, Bamako, amenazas en Bélgica y alerta terrorista en media Europa suponen un tema demasiado gordo como para que se desvíen hacia otros lares. Casi seguro que hasta el arranque de la campaña electoral de cara a las generales del 20 de diciembre de 2015 no habrá otro asunto primordial en las tribunas de opinión.
Arrancamos en La Razón y lo hacemos con Alfonso Rojo, quien plantea que el yihadismo tiene un solución clara e inequívoca: aliarse con los enemigos de toda esta patulea facinerosa que tiene prisa por viajar al paraíso y estar con Alá:
Las constantes de siempre. Al igual que los terroristas que atentaron en 1993 contra el WTC, dinamitaron las embajadas en Kenia y Tanzania, asesinaron a 202 en Bali, mataron a 3.000 en las Torres Gemelas, volaron los trenes en Madrid el 11-M, los autobuses en Londres el 7-J, perpetraron la carnicería en la sala Bataclan hace nueve días y esclavizan sexualmente cristianas y yazidíes en Siria e Irak,los asesinos de Bamako entraron en el Hotel Radisson gritando «Alá es grande!», se habían radicalizado en una mezquita y sólo leían un libro. Llevando la misma «firma» que el resto de las bestialidades, la perpetrada este 20 de noviembre en el reseco corazón de África, no requiere el mismo tratamiento. El terrorismo en Mali y aledaños, reivindicado por facinerosos de Al Mourabioun afiliados a Al Qaeda, tiene solución militar. Se arregla a bombazos.
Explica que:
Lo de Europa es mucho más complejo, porque los malvados están dentro, pertenecen a nuestra sociedad,están imbricados en las crecientes comunidades musulmanas locales, se benefician hasta la náusea de sus recovecos legales,viven confundidos con el paisaje y prosperan protegidos por las garantías de un sistema democrático. Aquí el remedio es esencialmente policial y exige dureza legal con quienes predican el odio o lo practican. Podemos clamar contra las medidas de control,pero no hay libertad sin seguridad. Son dos caras de la misma moneda y, muy probablemente, tras otros baños de sangre, todos optemos por seguir el camino que va marcando Francia.
Y sugiere que:
La réplica a ese espanto llamado «califato islámico» tiene que ser bélica, pero sin estupideces. Los fanáticos del ISIS no controlan Mosul, Raqqa, Ramadi y un territorio como la mitad de España e imponen en él la mutilación, el velo y el horror, sólo porque sean muy fieros. Cuentan con un notable respaldo social y no bastaría su derrota para solventar de forma permanente el problema. Además de mandar infantería,habría que permanecer allí un cuarto de siglo, protegiendo a maestros, enfermeras, funcionarios y clérigos razonables. No estamos dispuestos a ese sacrificio y la única opción que resta es la que propone Rusia: aceptar que los enemigos de mis enemigos pueden ser mis amigos, respaldar a criminales como Assad y coordinarse con impresentables como Hezbolá o los iraníes.Todo con un implacable, constante y atronador martilleo aéreo. Si tienen tantas ganas de ir a ver a Alá, no habrá nada de malo en facilitar a los «mártires» el viaje al paraíso.
En El Mundo, David Jiménez, su director, plantea que es necesario acabar con el Estado Islámico a través de las armas, pero no dejando luego a su suerte a las tropas en territorio enemigo:
Uno de esos activistas de sillón y clic fácil que merodean por las redes sociales cuestionaba el otro día nuestra cobertura de París y preguntaba cuándo íbamos a informar de los muertos de Irak, Afganistán o Siria. No suelo responder, pero hice una excepción: más que nada porque el reproche iba dirigido a un periódico que tuvo secuestrado a Javier Espinosa en Siria y perdió en Irak y Afganistán a nuestros siempre añorados Julio Anguita Parrado y Julio Fuentes.
Los reporteros de guerra han pagado un precio muy alto en estos años precisamente por su empeño en contar el sufrimiento de los civiles -civiles musulmanes, sí-, para que luego vengan a dar lecciones quienes exhiben como todo compromiso un puñado de lemas en Facebook. Y si todos esos periodistas han vuelto al frente a jugársela una y otra vez es, en gran parte, porque desde la confortable distancia el resto no parecíamos enterarnos.
Recuerda que:
Ninguna de las dos guerras que hemos emprendido en los últimos años -y digo hemos porque España ha participado en ambas- parecía ir con nosotros. Se nos presentaban distantes e incómodas, con jóvenes soldados enviados a países de los que sus políticos apenas conocían nada, donde no tenían ninguna posibilidad de lograr los objetivos grandilocuentes que se anunciaban en ruedas de prensa y donde a menudo se logró exactamente lo contrario de lo que se buscaba, como demuestra el desastre de Irak.
Quizá una de las grandes diferencias entre los políticos de generaciones anteriores -De Gaulle, Churchill y cía- y los nuestros es que los primeros vivieron la guerra de cerca y sabían de qué iba. Los de ahora ven puntitos verdes en una pantalla y creen que eso es la guerra, un videojuego. Se esfuerzan mucho en que la gente reciba las imágenes de forma aséptica, sin civiles desmembrados ni aldeas calcinadas. Luego, por Navidad, organizan videoconferencias con los soldados. Les dicen: «Hacéis un gran servicio al país». Y se olvidan de ellos. Todos nos olvidamos.
Denuncia que:
España apenas se ha enterado de que sus militares han combatido y muerto en Afganistán durante 14 años, entre otras cosas porque queríamos ir a la guerra, pero sin que se notara demasiado. Todo queda explicado en aquel homenaje que se hizo en Paracuellos a los soldados españoles que combaten en el extranjero en vísperas de la reelección de Zapatero, en 2008. A los que habían sufrido amputaciones en Afganistán se los llevaron a un patio apartado y les colgaron las medallas sin que nadie les viera, contó por entonces Pedro Simón.
Ahora, tras los atentados de París, se vuelven a escuchar las voces que creen que la solución para acabar con el terrorismo es mandar más soldados. ¿Cuántos, si 170.000 estadounidenses no lograron estabilizar Irak? ¿Si una coalición de medio centenar de países no logró poner en orden Afganistán? ¿Estamos dispuestos a enviar al medio millón (mínimo) de tropas que harían falta, a ver féretros despachados de vuelta a casa a diario, a permanecer 30 años para reconstruir la zona de verdad y a gastar una parte importante de nuestra riqueza para lograrlo? No lo estamos.
Y remacha:
Los pacifistas sostienen que todas las guerras son innecesarias. Todas son horribles, pero si no las hubiera necesarias estaríamos todos hablando alemán desde la II Guerra Mundial. Robert McNamara, el secretario de Estado estadounidense de la Guerra de Vietnam, decía con razón que la historia la escriben los vencedores. Y que lo de menos es quién tuviera razón.
El IS debe ser destruido y, llegados a este punto, las operaciones militares tienen que ser parte de la estrategia. Pero ayudaría, y mucho, que además termináramos con la hipocresía que supone pedir grandes sacrificios a nuestros soldados para ignorarles una vez están luchando sobre el terreno. La hipocresía de ocultar que la invasión de Irak y la negligencia posterior durante la ocupación contribuyeron a la creación del IS, como admiten hasta sus mayores promotores de entonces, a excepción de Aznar. La hipocresía, también, de pedir a los musulmanes que se manifiesten en contra del fundamentalismo a la vez que los gobiernos occidentales apoyan a regímenes que, como nuestros amigos saudíes, veraneantes en Marbella, llevan décadas financiando el islam más radical y las escuelas coránicas donde se adoctrina en el odio.
En El País, Manuel Vicent dedica su columna a la pastora belga Diesel, la perra que falleció en la operación contra los yihadistas:
De la misma forma que una degollación ritual ante las cámaras tiene una fuerza simbólica superior a cualquier bombardeo, también el suicida con un chaleco de dinamita desafía al misil más inteligente. Los componentes químicos de esa bomba humana son el fanatismo religioso, el odio, la desesperación y la venganza. A lo largo de la historia el armamento se ha desarrollado mediante una dialéctica perversa. La flecha engendró el escudo, la lanza engendró la coraza, la muralla engendró la catapulta, el arcabuz sustituyó a la espada, la ametralladora engendró a la trinchera y la trinchera engendró al mortero, el carro de combate parió al bazuka, el submarino parió al torpedo, los misiles cada vez más mortíferos exigieron el refugio antiaéreo y así hasta llegar a la bomba de hidrógeno, que ha sido neutralizada por el equilibrio del terror.
Destaca que:
Cada arma tenía hasta ahora su réplica, pero al final de la escalada bélica se ha presentado en escena el terrorista suicida convertido en una bomba humana de fabricación casera, contra la cual no hay defensa, salvo el olfato de los perros policías. En esta guerra contra el terrorismo yihadista los héroes son esos perros entrenados para detectar explosivos, como esa pastora belga, de nombre Diesel, que ha muerto en combate durante el asalto a la guarida de los terroristas en Saint-Denis y que solo por eso merecería ser enterrada con honores militares.
Concluye que:
El odio es el arma de destrucción masiva de más largo alcance, viene del neolítico, pero muchas veces el odio se confunde con el miedo y juntos constituyen el germen del fascismo. Esa semilla se halla ya en el corazón de esta vieja Europa de los derechos humanos. El odio y el miedo forman también un chaleco explosivo que podría ser detectado por la perra Diesel en un número creciente de ciudadanos que se pasean cargados de dinamita sin saberlo.
En ABC, José María Carrascal considera vagos o difusos los análisis de los expertos en la materia cuando hablan de los motivos que llevan a los jóvenes árabes criados en Europa a convertirse en yihadistas:
«¿Podría pasar aquí?», se preguntan los norteamericanos ante los atentados de París y los que se temen en Bélgica. Los expertos intentan tranquilizarlos. «Pasar, les dicen, puede pasar en cualquier parte, pero es muy difícil. Los Estados Unidos están mucho más lejos que Francia del foco del conflicto, el Oriente Medio, y sus fronteras son infinitamente más herméticas a los yihadistas que las europeas, hechas un coladero por el Tratado de Schengen. También su sistema de seguridad y Servicios de Inteligencia son muy superiores.
Desde el 11-S, Estados Unidos viene gastando una media anual de 47.000 millones de dólares para combatir el terrorismo, mientras que Francia sólo dispuso 788 millones, y eso, después del ataque a la revista Charlie Hebdo. Aparte de que la población musulmana en Estados Unidos está más asimilada que en Europa. De todas formas, lo sucedido en la maratón de Boston advierte que incluso en los lugares menos pensados pueden estallar bombas. Hay que mantenerse alerta y seguir con la guardia alta». Como si les hubiese oído, el Congreso ha aprobado, por 289 votos contra 137, una resolución que exige a todo inmigrante sirio un certificado del FBI, del secretario de Interior y del director de los Servicios de Inteligencia, para ser admitido. Todo ello contra las recomendaciones de Obama, al que Hillary Clinton pide acelerar las operaciones contra EI. Así reaccionan los Estados Unidos a los atentados. Claro que en España siempre habrá «expertos» que quieran darles, junto a Francia, lecciones de democracia.
Apunta que:
Sobre otra pregunta, los analistas andan bastante más despistados: ¿qué lleva a esos jóvenes árabes, nacidos y crecidos en Europa, a convertirse en yihadistas? Porque fe religiosa no han mostrado mucha, al consumir alcohol y drogas como el que más de su generación. La exclusión social puede ser una causa, pero ellos se la han buscado, al no completar estudios ni profesión. Y verse convertidos en «guerreros de Alá» o incluso en «Emir de Bélgica», como se proclamaba el cerebro de los atentados de París, tiene que ser una tentación irresistible para marginados como ellos.
E insiste en que sigue sin escuchar explicaciones convincentes:
Pero ¿y las chicas? Sí, esas jóvenes dispuestas a unirse a un Estado Islámico que las degrada a ser «descanso del guerrero» o «paridora de guerreros», y las obliga a suicidarse por su causa, ¿qué les impulsa a dar tal paso? No he visto ninguna explicación, y mientras llega una más convincente, adelanto esta: esas chicas viven ya en un gueto, en una auténtica cárcel, sin derecho alguno. Todas las decisiones las toman otros por ellas, los padres, los hermanos, los ulemas. Desde cómo deben vestir a con quién deben casarse, pasando por lo que pueden ver, oír, aprender. Estado Islámico les ofrece la oportunidad de salir al mundo, de viajar, de conocer otros países, otras gentes, de participar, de vivir en suma. Por poco tiempo, desde luego, como saben perfectamente cuando se ponen un cinturón con bombas, listas a explotar. Pero puede ser preferible a lo que les espera si se quedan en casa.
Luis del Val reflexiona sobre la necesidad de acabar con todos esos maniqueos que amenazan nuestra paz:
Ya nos advirtió Tolstoi que todas las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son de distinta manera. Te puede salir un hermano alcohólico, ludópata o drogadicto, y debe de ser circunstancia de complicada asunción y preocupación constante, pero nada comparable a que tengas que explicar que tienes un hermano yihadista, porque el problema no se soluciona poniendo velas en recuerdo de los asesinados por tu hermano o sus colegas, y es difícil hallar comprensión en ninguna parte.
Recalca que:
El aserto de que la violencia genera violencia no siempre es cierto. En España, la violencia de ETA no generó más violencia -salvo el paréntesis de los GAL- y se combatió con la legalidad. Lo que sí es seguro que genera más de lo mismo es el maniqueísmo. Si una parte considera que ellos pertenecen a los buenos y nosotros pertenecemos a los malos, y, además, lo mejor que se puede hacer con nosotros es quitarnos la vida, la reacción inmediata es que surja un maniqueísmo de libro y nosotros nos consideremos los buenos y ellos sean los malos. Es verdad que eso produce el florecimiento de predicadores del diálogo, de ilusos convencidos de que al tigre, con buenas palabras, le puedes retirar de la carne y alimentarle con zanahorias, y que resultan de una pelmacería insoportable y, en ocasiones, irritante. Sus obviedades -«no todos los musulmanes son iguales»- son extemporáneas, porque ya lo sabemos, de la misma manera que estamos convencidos de que no todos los ingenieros de caminos son iguales, ni todos los nacidos en Zamora son semejantes hasta rozar la exactitud.
Y apunta:
Pero también es lícito cuestionarse por qué la sociedad musulmana es tan renuente a involucrarse en la sociedad cristiana, construye guetos en Europa, y si eso es culpa nuestra o es una voluntad de ellos. Sólo ahí es posible el diálogo, pero para defendernos de los maniqueos tenemos todo el derecho moral de acabar con ellos en prevención de que sigan acabando con nosotros, y de acudir allí donde se concentren. Eso no es belicismo, eso es parte del sentido común que parece que se ha evaporado en esos pacifistas que nos miran a los demás como si fuéramos sanguinarios guerreros, y ellos poseyeran una altura ética que los vulgares ciudadanos nunca podremos alcanzar.
A nadie la gusta la guerra. Tenemos hijos, nietos, padres. Pero tampoco nos gusta un futuro en el que, por alguno de ellos, cada cierto tiempo, tengamos que encender velas en su recuerdo. Y, por cierto, hay algo en que los pertenecientes a la cultura occidental somos iguales: seamos cristianos, judíos o no creyentes, nadie, en ninguna parte, organiza un plan para exterminar a los creyentes de una religión o a los ateos. En eso, por fortuna, somos dichosamente iguales.