Esta sección se viste hoy de luto ante la carnicería vivida el 22 de marzo de 2016 en el corazón de Europa, en su capital administrativa, Bruselas. Decenas de inocentes muertos tras el sangriento doble atentado en el aeropuerto y el metro de la ciudad belga y, como no podía ser de otra manera, este es el tema central que ocupa y preocupa a los columnistas de la prensa de papel de este 23 de marzo de 2016.
Arrancamos en ABC y lo hacemos con Ignacio Camacho que vuelve a insistir en una idea muy clara, que de nada sirve lamentarnos ahora por las víctimas cuando no hemos sabido defenderlas y critica que toda la mala leche se nos vaya por la fuerza o, dicho de otro modo, colgando mensajitos a través de Facebook. No, eso ya no vale.
Ven, vamos a llorar, que es tiempo, y además qué otra cosa podríamos hacer sino lo que mejor sabemos. Sin darnos cuenta nos hemos convertido en expertos del luto virtual, que viene a ser en la cultura posmoderna una evolución sentimental de la ética de la solidaridad. Qué hermosas lágrimas derramamos en las redes sociales, con qué dolorida emoción, con qué plasticidad simbólica, con cuanta elegancia moral. Si fuese verdad eso que dicen los pauloscoelhos acerca de que la energía positiva del mundo conspira a favor de nuestros buenos deseos, con la intensidad emotiva que desplegamos después de cada tragedia o de cada atentado podríamos encender una central eléctrica. Otra cosa no pondremos pero sensibilidad, toda. Ésta es la sociedad que mejor llora por las víctimas que no defiende.
Añade que:
Porque convendrás en que hacer no hacemos mucho. Ya me dirás qué ha avanzado desde Bataclán, y mira que nos conmovimos. ¿Te acuerdas de aquella coalición que iba a ir a combatir al ISIS? Ni en Francia tienen ya mucha noticia, me temo. Aquellos pactos firmes, aquella vocación de firmeza, aquel estallido de ira cívica… verduras de las eras, que decía don Jorge Manrique. Hemos perdido la cuenta de los ataques desde entonces. Sólo que eran en Damasco, en Ankara, en el Cairo… y ya se habían llenado de nuevo las terrazas del viejo Marais, qué bonita es París cuando se acerca la primavera. Eso sí, ahora estamos más vigilados, y encima hay algunos que protestan.
El otro día, fíjate, leí en una novela de un escritor inglés de moda que en París hay más policía que en la Alemania nazi. Lo habría escrito antes de noviembre pero qué buena ocasión de callarse. Porque ¿sabes? toda esta barbarie tiene un coste en vidas y otro en libertad, y otro en miedo. Y aunque digamos para confortar el ánimo que no van a poder doblegarnos, no hay más que analizar cómo era nuestra vida cotidiana antes, y cómo es ahora, para saber que sí pueden, vaya si pueden. Y más que podrán si persistimos en el encogimiento y en la tibieza. Si no acabamos de identificar a un enemigo que bien nos tiene identificados a nosotros… y calados en nuestra pusilanimidad congénita.
Concluye:
Pero verás cómo ahora tampoco ocurre nada por muchos lacitos negros que hayan puesto hasta en los varales de los pasos de Semana Santa. Verás cómo cuando haya que hablar en serio se agrieta toda esta hermosa fraternidad jesuítica -de jesuis- que acabamos de sentir con Bruselas y los belgas. Cómo esos conmovedores dibujos de Tintín no acaban con el héroe luchando en el desierto. Cómo a la hora de plantar cara vuelve a triunfar la moral indolora y el pensamiento débil. Cómo cunde el eufemismo relativista, la corrección política, el abrazo multicultural, el candoroso buenismo de nuestra mano armada de nobles y dulces sentimientos. Se van a rilar los malos cuando lean lo unidos y cabreados que estamos en Facebook.
Gabriel Albiac asegura que las murallas que algunos han querido poner en Europa a la entrada de refugiados ya no sirven de nada. El enemigo está dentro de Europa y desde hace mucho tiempo:
«Matadlos donde los encontréis… Tal es la retribución de los incrédulos» (Corán, II, 191). En París el año pasado, en Bruselas ahora. Son incrédulos: menos que estiércol. «Matad a los politeístas, doquiera que los halléis» (Corán, IX, 5).
El enemigo de Europa está ya dentro. No sirven las murallas: Refugees, Welcome…, necedad y retórica. Hoy, la UE abriga a veinte millones de musulmanes. Y el islam no se parece a ningún otro monoteísmo. Judíos y cristianos se asientan sobre la exégesis de un texto inspirado. El islam, no. El Corán, que existe eternamente junto a Alá, es por Alá dictado en una sola oper ación y a un solo copista. No admite interpretación. Se repite y se aplica. Literalmente. El Corán no se lee; se recita. Sin que una sola tilde pueda ser alterada. No plegarse a su mandato se paga con la muerte. Puede ser un dibujante de «Charlie Hebdo». Puede ser el rockero que asiste a un concierto. O el viajero a punto de iniciar sus vacaciones. Da lo mismo. Ante el islam todos son culpables. De no ser islam.
Y sentencia:
No hay infiel inocente. Es axioma de la yihad. Porque es axioma coránico. Ante las fotos atroces de Bruselas, como ante las de París, una mente racional sentirá angustia. Tal vez, recordará al Lucrecio que maldice a los supersticiosos: «¡A tales males puede llevar una religión!». Un buen musulmán sabrá, al contrario, que sangre y fuego son atributos de esa deidad que veta cualquier piedad hacia el otro. Y entonará la sura pertinente: «No, no sois vosotros quienes los matáis, es Alá quien los mata».
José María Carrascal considera que este atentado deja aún más patente que quien pensó alguna vez en la alianza de civilizaciones no estaba haciendo otra cosa que jugar con fuego:
¿Queda todavía alguien que crea en la «alianza de civilizaciones»? ¿Es posible sostener que los valores del Islam son compatibles con los occidentales? Fíjense que digo «occidentales», no cristianos, pues lo occidental es la suma de muchas cosas, el cristianismo entre ellas, pero abarca desde los pitagóricos a la Teoría de las Cuerdas. Y el Islam más puro y duro, que se ha quedado en el medievo, odia esa cultura con la pasión del fanático y el resentimiento del que disimula su complejo de inferioridad en criminal arrogancia. El Estado islámico nos ha declarado la guerra y nos combate con nuestras propias armas: la libertad, los móviles, internet, los trenes, los Metros, las fronteras abiertas, los días festivos y los vuelos baratos, todo eso que de por sí ellos nunca tendrían. Quieren quitárnoslo, quieren que nos quedemos encerrados en nuestras casas, las mujeres en la cocina, el padre dueño y señor, como hace diez siglos. Quieren amedrentarnos, que nos rindamos a base de bombas y de suicidas descerebrados, golpeándonos allí donde más daño pueden hacer.
Subraya:
¿Cómo se combate el miedo? Pues, de entrada, admitiéndolo. Reconociendo que todos, absolutamente todos, por el mero hecho de ser occidentales, estamos amenazados en cualquier momento, en todo lugar, por seguro que parezca. O sea, que hay que estar preparados, hay que estar vigilantes, hay que dotar a las fuerzas de seguridad de todos los medios necesarios para hacer frente a esa amenaza y ganar esa guerra, más difícil que ninguna de las que se ha librado hasta ahora, pues tenemos el enemigo dentro de casa y se trata de un enemigo cobarde pero sin piedad, que aprovechará la menor ocasión para golpearnos.
Por último, hay que dejarse de complejos coloniales y hablar muy serios a los líderes de esas comunidades, advertirles que si quieren que respetemos sus valores, ellos tienen que aceptar los nuestros y ya que han venido a nuestros países, lo mejor, para ellos, sus hijos y sus nietos, es que se integren cuanto antes. Mantenerse en guetos, como islas en medio de una sociedad distinta, no es bueno para ellos ni para nadie. En Roma, sé romano, reza el dicho antiguo.
Recuerda que:
El triple atentado en Bruselas, como antes los de Madrid, París, Londres y otros, es un ataque a Europa en su mismo corazón. Ya sabemos que Europa tiene muchos defectos, pero sólo un imbécil o un ignorante niega que ha dado al mundo más que ningún otro continente, con ser mucho más pequeña (en realidad, es una península de Asia). Y es precisamente Europa, patria de la «menos mala de todas las formas políticas», de la razón, del «sólo sé que no sé nada», del «hombre como la medida de todas las cosas», la que ha dado una ciencia, un progreso, unos Derechos Humanos al resto de nuestro género. Por eso los bárbaros se han abalanzado sobre ella desde Asia y África desde tiempos inmemoriales. Esta última invasión es pacífica, pero terrorista. No triunfarán a no ser que hayamos dejado de ser auténticos europeos.
César Vidal, en La Razón, también asegura que la amenaza a Europa no vendrá, sino que la tenemos aquí desde hace tiempo y las autoridades mirando hacia otro lado:
Conozco esas calles. Atravesándolas, llegué al centro de Bruselas y me acerqué a los símbolos de la Unión Europea. La última vez lo hice invitado por el Parlamento Europeo -era el único español- para pronunciar una ponencia sobre el impacto del islam en Occidente. Ayer, tuve la sensación de que todos aquellos recuerdos saltaban hechos pedazos. El sombrero negro que compré entonces, la atenta compañía de una dama encantadora, las conversaciones con musulmanes exiliados que intentaban inyectar en sus naciones de origen unas gotas de libertad a pesar de un Occidente sordo. Todo manchado por un turbión de sangre. En ocasiones, con profundo dolor temo que Europa haya decidido suicidarse. Primero, ha mostrado durante décadas una complacencia repugnante ante el terrorismo de todo tipo llamando a sus protagonistas «hombres de paz» y aplaudiendo no que cumplan penas prolongadas sino que salgan de prisión. Después se ha negado a que pudiera debatirse el impacto que determinadas ideas pueden tener sobre una sociedad.
Dice que:
Hay comunistas que pretenden que el Parlamento Europeo condene a los que se declaran anticomunistas, se impide analizar históricamente el islam o se intenta ahormar a toda una sociedad en lo que piensa una minoría, respetable, sin duda, pero que no puede marcar el rumbo de una nación. Luego se ha empeñado en aceptar una inmigración sin filtros entre cuyas masas -aquéllas que, según Qadafi, conquistarían Europa con los vientres- han venido los terroristas. Finalmente, está dispuesta a suprimir la obligatoriedad de visado para más de cien millones de musulmanes sólo porque son turcos e incluso manifiesta que Turquía entrará en la UE a pesar de que ni histórica, ni cultural, ni geográficamente es una nación europea.
Recalca que:
Las llamadas a la unidad, a la prevención, a la vigilancia ya no me dicen nada y no me dicen nada porque van unidas a ojos cerrados ante realidades que, de manera insensata, no se quieren ver. Tampoco nadie desea detenerse en el hecho de que la mitad de la Policía de Bruselas es musulmana o de que si uno de los acusados por los crímenes de París huyó a esa ciudad belga es porque contaba con que podría confundirse con el paisaje. Bélgica ya no es la misma. Tampoco es igual la Cataluña en la que los nacionalistas prefirieron la inmigración islámica a la hispana para ver si los musulmanes abrazaban el catalán. No son iguales Marsella, París o Londres. La amenaza no vendrá. Ya está aquí y las instituciones miran hacia otro lado.
En El País, Manuel Jabois dice que estos facinerosos de terroristas islámicos matan por minucias, por cuestiones tan simples como la libertad de la que discutamos los occidentales como poder ir a una discoteca, a un cine o a un estadio:
Matan a gente con brutalidad, y la matan por minucias miserables. La frase es del último libro de Sergio del Molino, La España vacía (Turner), que sale a la venta el 6 de abril. Del Molino se refiere a una violencia que se gesta en pueblos despoblados y vecindarios tranquilos, casi siempre aislados; un aburrimiento tal que provoca que cualquier detalle se amplifique hasta convertirse en el eje de una vida. Ese odio que se incubó en Puerto Hurraco, Tor, Fago o Petín, la aldea de Ourense en la que el asesino se acercó a su víctima, un extranjero, para decirle: «Ya estás gordo para matarte».
La España vacía no es un ensayo sobre la violencia ni un estudio acerca del odio; Del Molino escribe sobre la comunicación entre dos Españas ajenas a debates identitarios. Pero al acabar de leerlo recordé Perros de paja, la película de Peckinpah que el autor utiliza como ejemplo de las pasiones de una tribu enferma. Del Molino explica lo que no hizo Peckinpah; los perros de paja aparecen en una cita del Tao Te Ching de Lao Tsé: «El cielo y la tierra no son humanos, y contemplan a las personas como perros de paja».
Detalla que:
Si en la tierra puede adivinarse el rencor local y cerrado del vecino, el odio excluyente y larvado que remite a la turba de El informe de Brodeck, un libro de Claudel imprescindible para entender cómo se maneja una sociedad cuando se empieza a frotar en su delirio, en el cielo se encuentra la razón de ser de los asesinos de Bruselas, mártires en definición propia, destinatarios de un paraíso que, dicen, la tierra no les dio. No hay una pequeña comunidad blindada ni una personalización de la víctima en el terrorismo que mata en nombre de Alá. No es el miedo al otro, la heterofobia que describe Del Molino para señalar el nosotros y ellos, en donde ellos es la amenaza.
Finaliza así:
La minucia por la que matan, un objetivo imposible de cumplir y una guerra que no aspiran a ganar, no tiene nada que ver con la causa por la que mueren sus víctimas, que es la más grande de todas: vivir en libertad. Ir a los estadios, bailar en las discotecas, escuchar música, viajar. Una victoria no menor sobre ese terrorismo consiste en aceptar que cuando alguien quiera matar a un grupo de gente podrá matarla. En mayor o menor medida, con la confianza de que cada vez sea menor, será así porque aunque para el cielo y la tierra las personas seamos perros de paja, la realidad es que nunca dejaremos de hacer lo que ese terrorismo odia.
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