Rajoy está dispuesto a inmolarse. Bruselas le suministra cada día gasolina, Ángela Merkel le suministra cerillas y el consumado opositor absorbe como una esponja los variados y variables temas que conforman el temario de la Zona Euro, que mayoritariamente defiende una tesis que sólo la historia podrá juzgar si es un error, ¡qué inmenso error! o un acierto: primero salvamos a los estados a costa de los ciudadanos y después se salvarán los ciudadanos a costa de los estados.
¿Es esa la única solución? ¿No se puede encontrar una solución intermedia? ¿No es posible salvar más lentamente a los estados y aliviar el holocausto económico, social y anímico de millones y millones de europeos?
¡Ya no es la economía, listillos!
Esa es la gran cuestión que debería dirimirse en estos tiempos en las sucesivas y frustrantes cumbres internacionales del G-8, del G-20, del ECOFIN y del auto sacramental sobre el eurocrecimiento marcado para el próximo 27 de junio. Como anécdota histórica, la mítica expresión con la que Bill Clinton destrozó a Bush padre en la campaña electoral estadounidense de 1992: «¡es la economía, estúpido!», es un recurso que ha marcado a la generación de estadistas que estamos padeciendo en la actualidad.
Ningún dirigente occidental quiere ser «estúpido», y la única receta que conocen es obcecarse con la economía, con las cuentas macroeconómicas y con los cuentos de los economistas que, por distintos caminos, no parece que logren llevar a la humanidad a un final más o menos feliz. Lo que pasa es que es menos estúpido centrarse en la economía en Berlín que en Madrid, en Londres que en Lisboa, en Oslo que en Atenas. Pero en el ADN de todos los De Guindos que pululan por eurozona está gravado a fuego el axioma del consorte de Hillary Clinton.
Mariano Rajoy, alumno disciplinado donde los haya, está dispuesto a quemarse a lo bonzo. Le han dado el temario, repasa una y otra vez los temas y quiere aprobar su oposición ante el kinsigne tribunal de Europa al margen de que el pueblo, los españoles, le vayan suspendiendo una y otra vez en las encuestas del CIS. Entre un aprobado unánime en Bruselas y un rechazo por mayoría en España, le mola más en su currículo el visto bueno de la euroélites que la galopante decepción de la gente corriente, the ordinary people, como llaman a la masa anónima los americanos.
¡Es la política, estúpidos!
Han pasado veinte años desde que James Carville, el asesor de Clinton, descubrió aquel slogan como piedra filosofal que lo convertía todo en votos. Y aunque en el tango veinte años no son nada, en la historia reciente de la humanidad son un mundo. La civilización puede aguantar políticos mediocres, anodinos, tecnócratas, mientras contempla la botella medio llena. Pero, en cuanto la botella se le aparece cada mañana medio vacía, y se percibe que acabe si una sola gota de esperanza, entonces se aferra de nuevo a la política, a liderazgo, a la soberanía del pueblo sobre cualquier tipo de dictadura.
Los James Carville de ahora, con derecho a oreja de las Merkel, de los Obama, de los Cameron, de los Hollande, de los Monti, de los Rajoy, tienen que cambiar el disco rayado y empezar a susurrarles a sus clientes una nueva hoja de ruta resumida en cuatro palabras: «¡Es la política, estúpidos!». Es recuperar el poder que les han concedido cientos de millones de ciudadanos, y utilizar las armas legítimas ejecutivas, legislativas, judiciales, para derrocar a las dictaduras de los mercados. Es dejar de montar «cumbres» para amansar a las fieras de las Citys, y convertirse en domadores con látigo y silla en las manos para domesticar y convertir en gatitos obedientes a los reyes leones financieros de la selva.
La hora de domar a los mercados
Le convenga más o menos a Ángela Merkel o sus sucesores teutónicos. Aunque saque de sus esquemas a los Barroso, a los Van Rompuy, los Monti o los Rajoy, es la hora de la política. Esto no se resuelve sólo echándole horas, medidas, recortes y carnaza humana a los hambrientos leones de los mercados. Ha llegado la hora de echarle huevos, cojones u ovarios, para entendernos en roman paladino y la idea que puede conseguir el viejo sueño de Europa que siempre se nos escurre entre las manos: «o nos salvamos todos los europeos juntos o nos hundimos todo en el intento».
Lo que se está jugando Europa es el gran paradigma que se ha intentado alcanzar combatiendo plagas, haciendo guerras, padeciendo hambrunas, accediendo al conocimiento, organizando revoluciones, sembrando renacimientos y soñando con la preponderancia del ser humano como fin y no como medio. Y, ahora mismo, los Estados han vuelto a caer en la tentación de utilizar al ser humano como medio, como instrumento insignificante para alcanzar un fin que marcan los agentes de Bolsa, los tiburones financieros, los socios del selecto club de Forbes y todo ése conglomerado al que los cerebritos economistas llaman, con resignación, con miedo y, en algunos casos, con veneración, los mercados.
Es un error convertir esta etapa de la historia en un pulso entre gobernantes y gobernados que, en teoría, deberían jugar en el mismo equipo. El pulso que exige éste delicado momento que vive occidente, debería ser entre los gobernantes legítimos y legitimados y los mercaderes que imponen la ley, en vez de someterse al imperio de las leyes vigentes y todos aquellas que, con el aval de la soberanía del pueblo, tengan que entrar en vigor.