No te va a gustar – De esto ni se va a hablar en el debate de este miércoles


MADRID, 10 (OTR/PRESS)

Supongo que, pese a las normas que, sin duda con buen sentido, trata de imponer el presidente de la Cámara, Jesús Posada, el debate Monarquía-República resultará inevitable en las intervenciones de los representantes de Izquierda Unida/Plural y en algunos del Grupo Mixto cuando, este miércoles, se produzca la votación de la ley que oficializa la abdicación del Rey Juan Carlos y, por tanto, el ascenso al trono de Felipe VI. Como, imagino, tampoco se podrán evitar las alusiones de los representantes nacionalistas vascos y catalanes -por mucho que estos tengan encendida la mecha en su propio barril de pólvora- sobre el derecho a la autodeterminación territorial.
Este miércoles comienza, desde donde debe comenzar, el Parlamento, la corta marcha hacia la normalidad sucesoria en un país en el que la normalidad no es tanta cuando se miran atentamente los motores; pero, claro está, no hay que asustarse del contenido de los debates parlamentarios, que para eso está el Parlamento: para hablar sin restricciones, debatir y votar en un sistema en el que deciden las mayorías. A mí, más que lo que pueda decirse desde el atril, me preocupa lo que deje de tratarse en una sesión histórica, la de este miércoles, que precede a otra aún con mayor carga de efemérides, la del próximo día 19, en la que se producirá la jura del nuevo Rey a la ya vieja Constitución. En la que la palabra «Europa», por cierto, ni figura.
Estamos todos mucho más pendientes, lógicamente, del discurso que la semana próxima pueda pronunciar el desde entonces ya Rey Felipe VI que de cuanto puedan decir y decirse las fuerzas políticas este 11 de junio. Lo que no resta importancia a lo que puedan decir y decirse, tanto dentro como fuera del Parlamento, estas fuerzas políticas, algunas en franca reconstrucción, otras en evidente deconstrucción.
Lo curioso es que toda esta recomposición, y quién sabe si, indirectamente, también el apresuramiento en la abdicación del Rey, se produce a raíz de unas elecciones, las del 25 de mayo, que eran europeas y que, sin embargo, están teniendo, en España al menos, unas enormes consecuencias nacionales: la dimisión del líder de la oposición, Pérez Rubalcaba; el estremecimiento en la coalición que aún gobierna en Cataluña; un profundo debate en la izquierda -que vaya usted a saber por dónde acaba saliendo, tanto en el PSOE, donde ahora parece que no se va a contar con Susana Díaz como secretaria general, como en Izquierda Unida y «Podemos»- y, ya digo, quién sabe si, como consecuencia de la dimisión de Rubalcaba, una aceleración de los planes de Don Juan Carlos por abandonar la primera fila. Y, en medio de este nacional-oleaje, ni una sola alusión a lo que está pasando en Europa, que podría ser, a mi juicio, mucho más grave que lo que está ocurriendo en una España en la que, al menos a corto plazo, ya se conoce (más o menos) cómo termina la película.
Sí, porque en Europa se fragua lo que puede ser una inmensa estafa a lo que han votado los ciudadanos, que creían que, de este voto, saldría la elección directa, a través del Parlamento, como jefe del «eurogobierno» de uno de los que fueron presentados como candidatos por las distintas opciones políticas, básicamente el democristiano Juncker o el socialdemócrata Schulz. Ganó la opción Juncker y, ahora, el «frente del Norte», representado por Suecia, Holanda y, sobre todo, Gran Bretaña, se niega a que el luxemburgués -que, por otra parte, tampoco es que sea un estadista fuera de serie- ocupe el lugar que le corresponde. El británico Cameron ha incluso amenazado con la salida del Reino Unido de la UE si Juncker llega a presidir la Comisión; alega que el candidato es… ¡demasiado europeísta! Y lo peor es que la todopoderosa canciller alemana, Angela Merkel, se desdice ahora tibiamente de su anterior apoyo a Juncker -a Mariano Rajoy incluso le llegó a exigir este vasallaje- y parece empezar a pensar en «soluciones alternativas» distintas a ese paso adelante en la eurodemocracia que era -es, debería ser; así nos lo vendieron- que sea el Parlamento surgido del voto popular, y no el dedo poderoso de los gobiernos con más peso en la UE, quien elija a su máximo representante en el Ejecutivo, es decir, en la Comisión.
Ya sé que esto no importa en comparación con los disturbios en Brasil en vísperas del comienzo del Mundial de Fútbol. Incluso es posible que importe menos que la forzosa salida de otro alcalde acusado de corrupción, ahora el de Santiago, O que la presencia o no de Artur Mas en el estrado de invitados en las Cortes el día 19. O que si el Príncipe acudirá o no vestido ya de capitán general a la ceremonia del juramento. Pero, a mí, estos intentos de «golpe de mano» en la UE, siempre a cargo de, entre otros, una pérfida Albion que se estremece ante sus problemas internos -ahí están la UKIP y el referéndum escocés, por ejemplo-, me llevan a preguntarme qué diablos voté yo el pasado 25 de mayo. Desde luego, no la dicotomía Monarquía-República, ni si Duran i Lleida debe o no dejar la presidencia de la comisión de Exteriores y perder su pasaporte diplomático. Menos aún voté para que se impongan en la Unión, de una manera antidemocrática, el «espléndido aislamiento» de Gran Bretaña y el «puño de hierro» de la canciller. Yo voté por una Europa mejor, que servirá para que España sea mejor. Ah, pero eso ni se va a contemplar en el debate de este miércoles en el seno del poder legislativo. Ni en el nuestro, ni en el de ningún otro país. Parece que, simplemente, no conviene para que sigan mandando igual que antes los que siempre mandaron tanto. ¿De qué reforma europea me hablaba usted?

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