OPINIÓN

Israel de la Rosa: «Los problemas cotidianos»

Israel de la Rosa: "Los problemas cotidianos"

La magnitud de los problemas cotidianos depende exclusivamente de nuestro personal punto de vista. El grado de absurda nimiedad o, por el contrario, la terrible percepción de abrumadora calamidad con respecto a un mismo problema, existe en la medida en que aplicamos una determinada y subjetiva perspectiva. Lo que para usted no es más que un incómodo y desdeñable contratiempo, para otra persona podría ser un obstáculo gigantesco, una barrera insalvable. Lo que solo representa para usted un molesto inconveniente, un minúsculo y rutinario escollo, podría ser interpretado por otra persona como el firme argumento que justifique su salto con triple y precioso tirabuzón desde la ventana de un séptimo piso.

Cuando se tienen en la vida las necesidades básicas cubiertas, es costumbre obstinarse, con premura, en la búsqueda de una nueva preocupación, de un nuevo objetivo —disfrazado de necesidad, de derecho universal— que ayer habríamos sido incapaces de concebir, que ayer se nos habría antojado mera e insignificante frivolidad. Cuando se logra mitigar esa nueva y fingida escasez, nos empeñamos en codiciar otra más sofisticada, y así interminable y sucesivamente. Hay personas que no tienen nada. Para ellas, las palabras injuria o dignidad no poseen absolutamente ningún valor. Pero cobrarán significado cuando estas personas asciendan en el escalafón social. Cuando no se tiene nada, prostituirse para conseguir alimento no se percibe como una vejación, sino como una herramienta válida de supervivencia. Pero una vez se ha elevado el individuo a un estrato social superior, no solo considera una humillación prostituir su propio cuerpo, sino que vislumbra la vileza incluso en los actos de aquellas personas que nada le importan. Para unos, abonar el recibo de la luz es un problema de orden mayúsculo. Para otros, es una gravísima contrariedad no poder disfrutar este año, como ya habían planeado, de esos deliciosos cuarenta días en Acapulco. Siempre es una cuestión de tozuda perspectiva. Una minucia para usted, una tragedia para el vecino.

Se aspira primero a disponer de un trocito de pan, pues nada se tiene. Después se fantasea con la loncha de mortadela, más tarde imagina uno la mesa bien surtida. Luego, la vivienda, la propiedad. A continuación, el apartamento en la playa, la casita de campo y el vehículo de alta gama, y, después, por obra de una monumental pirueta, de una laberíntica metamorfosis de la ambición, y saciada ya el ansia material, se perseguirá la satisfacción de los anhelos doctrinarios: Espanya ens roba o el patriarcado nos asfixia. Más tarde, el idioma y su acepción puramente machista. Luego, la censura ideológica y la quema de libros. Después, niños amputándose los genitales en virtud de una caprichosa autopercepción. Mañana, por qué no, los derechos constitucionales de una rata.

Sería de una imperdonable ingenuidad suponer que la inmensa estupidez de la mente humana —su inabarcable ruindad— podría detenerse finalmente aquí. Alguien expresó con acierto que los buenos tiempos crean personas débiles. Nosotros, llevados de la ira, de una encendida frustración, modificaremos groseramente esta reflexión: la abundancia crea seres humanos necios, avarientos y repugnantes.

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