Javier de Lucas

Sobre lo lícito de hacer promesas

Sobre lo lícito de hacer promesas
Javier de Lucas. PD

Desde el punto de vista antropológico, prehistórico e histórico, son varios milenios los que han tenido que transcurrir hasta que hemos podido vislumbrar al hombre cabal, al hombre independiente y autónomo: quien ha conseguido la liberación de su estado de dependencia de la sociedad y la eticidad de las costumbres. La liberación de éstas no significa que pueda renunciar y vivir al margen de ellas, más bien al contrario; porque, tras servirle como medio, le sirven como fin social último, para poder expresarse como «individuo soberano» fuera ya del estado de gregariedad por el que ha tenido que pasar inexorablemente.

El hombre autónomo, el individuo soberano, con conciencia clara sobre sus decisiones y convicciones, responsable de su destino, refuerza su condición de cabalidad en su capacidad de compromiso implícito con una sociedad a la que se debe como deudor de las garantías que ésta le aporta. Por ello, el hombre socialmente constituido, soberano, es poseedor de capacidad de compromiso independiente a la hora de responder ante cualquier responsabilidad contraída; es decir, adquiere madurez e integridad sobrada como para estar por encima de la eticidad; y es sólo la exigencia para con sí mismo, comprometida ante su conciencia, lo que le sitúa en tan alta dignidad.

La medida de la dignidad del hombre socialmente maduro, de un ciudadano íntegro, podríamos resumirla en su capacidad de respuesta y de compromiso adquirido ante no sólo la sociedad, sino ante cualquier conciudadano. En realidad, esto no es más que la disposición inquebrantable para cumplir cualquier contrato, ya sea implícito o explícito, o, lo que es lo mismo, la licitud para prometer respondiendo de sí.

Es decir, el hombre soberano es aquel cuya actuación depende su propia voluntad, sin en ningún momento vulnerar a su vez la eticidad positiva.
La relación «contractual» que cada uno de nosotros siente tanto de cara a la sociedad o a la individualidad, viene condicionada por la norma establecida, y tipificada en las diferentes leyes por las que nos regimos.

No importa ya tanto la integridad de cada uno de nosotros como la consecución a toda costa de que la ley [el contrato] se cumpla. Lo cierto es que de una forma u otra se ha de cumplir lo pactado: lo cumple quien por su propia conciencia y voluntad lo hace, así como quien no rigiéndose ni por una ni por otra acaba cumpliéndola por obligación.

La capacidad de prometer, cumplir un contrato, se ve de forma un tanto laxa y gratuita, sin reparar en las responsabilidades que se incurren por ello. Quizá sea esto por el sentimiento de culpa que de ello se deriva, un sentimiento de culpa que, como todos, irroga un sufrimiento [dolor] que no todos estamos dispuestos a padecer ni a contraer.

No obstante, se asume inconscientemente o se lleva de la mejor manera; aunque en otros casos se actúe con la indolencia que la permisividad consienta.

La parte acreedora es la fuerte, la que provoca el sufrimiento de la deuda, la inquietud por no pagar o por no poder pagar. Por otra parte, la parte deudora es la que sufre, la que de alguna forma está pagando siempre, desde el primer instante, aunque la moneda de pago sea con dolor [esto quiere decir que siempre se paga con «dolor»], y éste, siempre produce debilidad, vulnerabilidad.

La fortaleza del acreedor ha sido generada siempre en la historia por lo que la ley le ampara, siendo por esto mismo por lo que el deudor se debilita y se duele. Históricamente el acreedor siempre ha cobrado, siempre le ha amparado la ley, aunque ésta fuera de una crueldad inimaginable.

En ciertas épocas se cobraba en la forma que fuere, ya devolviendo lo prestado, en especies o en «dolor» irrogado al deudor [cortando a éste partes de su cuerpo, previa y legalmente tasadas en función de la deuda], a la familia del deudor, e incluso causando daños [profanando] hasta la tumba del deudor, como ocurría en el antiguo Egipto…

La vida está llena de ironías, contradicciones y muecas del destino. Una vez más se confirma todo ello hasta un extremo que de lo que debería ser particular pasamos a lo general con una facilidad pasmosa, en cuyo ámbito no debería darse por lo que de ejemplo de cabalidad, virtud y dignidad debería ser: la política.

Si existe un ámbito de la sociedad en el cual no sólo cuesta encontrar un hombre responsable, sino que, además, se le permite hacer promesas con la más que segura posibilidad de incumplirlas, ese es el ámbito de la política. En todos los demás el ciudadano está obligado a cumplir el contrato, ya sea social o privado; se trate o no de un hombre cabal y soberano, con capacidad para decidir ante su destino, se le permite hacer promesas porque el acreedor siempre está protegido por la ley, y ésta caerá con todo rigor sobre el que la incumpla.

No podemos ni imaginar, y es un hecho repetido en todos los momentos electorales, que en el ámbito de la sociedad en el que se debería exigir la más absoluta integridad para quien promete y promete, presentando sus promesas con toda magnificencia, lo incumpla sin el más mínimo pudor y la más repugnante de las impunidades.

O sea que son las más altas jerarquías a las únicas que se les permite prometer e incumplir sin que pase nada. No es así si en la sociedad es un ciudadano el deudor, en cuyo caso es quien sufre la deuda y la paga. Los políticos ni tan siquiera se molestan en pedir disculpas por no haber «devuelto» la deuda que han contraído con la sociedad.

Ellos se engríen de la posición que ocupan como con todos los derechos de incumplir las promesas que de todo contrato se derivan.

Los políticos son deudores de honradez, de transparencia y de toda promesa hecha antes de depositar el voto. Los ciudadanos somos acreedores con derecho a exigir su cumplimiento con todo rigor por lo que significan de ejemplo para el cumplimiento de las promesas, en la forma que se registren.

Al final, los que pagan el incumplimiento de sus promesas somos todos, con dolor y con dinero, y ellos son los que de deudores pasan a acreedores de derechos de puertas giratorias, por ejemplo.

¿Cómo se entiende eso? Será que somos tontos.

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