LOS mismos que interpretamos sesudamente que el pueblo americano votaría estabilidad con una mayoría suficiente, es decir, que la votaría a ella, andamos dando vueltas por la plazoleta del ingenio para explicar por qué los estadounidenses han elegido al que los demás no les señalábamos con el dedo sabio.
Y lo hacemos creyendo que hay una sola razón colectiva que aúna las intenciones de todos ellos.
Decimos: esta gente ha votado a Trump por esto y aquello, cuando a lo mejor no tiene nada que ver la razón que le ha llevado a uno de Vermont a desistir de lo conocido con lo que ha motivado a una de San Diego.
Sólo el Departamento de Inteligencia Artificial de una Universidad norteamericana se había aventurado a predecir la victoria de lo impredecible en base al numero de «me gusta» o «no me gusta» de determinadas páginas en la red; más allá de ello muy pocos suponían que el hoy presidente electo vencería a una mujer sobradamente preparada y largamente entrenada para el cargo.
Quizá solo Los Angeles Times y no siempre.
Puede que, para el grueso de los votantes del ganador, la nostalgia haya jugado un papel determinante. La nostalgia de qué, se preguntarán: de aquellos Estados Unidos en los que ser clase media, blanca, protestante y ufana garantizaba la felicidad social, del país hegemónico e incontestado y del orden establecido por las leyes tan difícilmente alterable.
El país pertenecía a una casta social muy amplia que de forma muy condescendiente permitía sentarse al festín a las minorías asimiladas que se comportaran correctamente, pero siempre advirtiendo que las características fundamentales del club eran las suyas.
Desde aquél entonces a ahora mucho han cambiado las cosas: se dejó de vivir tan bien, los salarios bajaron ostensiblemente, un negro llegó a la Casa Blanca, ahora iba a entrar una mujer, el terrorismo ha machacado calles y emblemas, cualquier mierda se pitorrea del país y la presión fiscal se dispara para que unos inmigrantes ilegales que se pasean con suficiencia y descaro vayan a tener sanidad gratuita. No es el país que conocieron o el que había diseñado la costumbre.
En esas llegó un tipo hecho a sí mismo, con excesos verbales comprensibles para muchos, que propuso volver a hacer grande otra vez a América. Y eso gustó a los nostálgicos, los cuales, además, recelaban del establishment y de una mujer en la que se encarnaban algunos pecados capitales según su forma de ver.
A muchos de los que han votado a Trump no les ha hecho ni pizca de gracia la presidencia de Obama, a pesar de algunos logros evidentes, como la recuperación del empleo, el ordenamiento del sistema financiero o la recuperación económica. Clinton era la continuidad de una administración que no ha devuelto ningún tipo de grandeza cotidiana a los EE.UU.
Ese hartazgo se produjo tras los cuatro años de Carter: llegó Reagan como un salvador y, ciertamente, engrandeció el país. Ahora, la nostalgia lleva a ver a Trump como un salvador que llega de las afueras de la política profesional de la que tanto se han hartado, a lo que se ve, muchos paisanos y que promete volver a poner las cosas en su sitio. Desgraciadamente, las cosas no son tan sencillas.
¿Y si tan claro lo ve ahora cómo no lo supo prever?: no era tan detectable el fenómeno. Los votantes de Trump se escondieron, posiblemente debido a la presión de lo políticamente correcto: todo el mundo diciendo que votar a ese individuo era una barbaridad hizo que se callaran hasta el secreto momento del voto.
En ese instante, ordenados por Estados, los votos dieron salvoconducto a quien ahora goza del triunfo. Han sido muchos, pero muchos de ellos han votado con el peso de la nostalgia en los hombros.