Mi padre era el cuarto de ocho hermanos, de una familia de clase media-baja, católica y tradicionalista en el Badajoz socialista de la Segunda República. Los hermanos mayores de mi padre participaron en la “guerra incivil”: uno estuvo en el frente del Ebro y el otro en el Alcázar de Toledo, por supuesto en el bando “nacional”. Mi padre no se alistó porque no tenía la edad suficiente (sus hermanos eran casi adolescentes, o sin casi).
Cuando le tocó hacer el servicio militar obligatorio, que entonces duraba tres años, lo destinaron al Metro de Barcelona (tras la guerra, los ferrocarriles, trenes metropolitanos y todo lo considerado importante estratégicamente estaban militarizados). En uno de los “permisos” en que regresó a Badajoz, conoció a mi madre, que no contaba con más de 15 años.
Al cumplir con su obligación de servir a la Patria, le ofrecieron quedarse a trabajar en el Metro o en los ferrocarriles; pero mi padre ya había decidido ingresar en la Academia de la Guardia Civil. Tras la formación pertinente en Valdemoro (Madrid), le dieron a elegir entre ir a combatir al “maquis” —y aquí habría que explicar a los desmemoriados, ignorantes y víctimas de la LOGSE qué fue eso del “maquis”— o irse al Protectorado Español de Marruecos.
Mi padre optó por ser Guardia Civil, consciente del enorme riesgo que eso suponía. Decidió asumir la disciplina más exigente, los peligros de la frontera, el combate al maquis o la lejanía de Marruecos, sabiendo que implicaba separarse de su joven esposa. Mi madre se negó a casarse e irse a lugares tan lejanos, así que la distancia, la disciplina y el deber se impusieron durante años. Su estancia en el norte de África —Larache, Tetuán y finalmente Ceuta— sumada al tiempo de servicio militar hizo que mi madre esperara la friolera de diez años, una década durante la que se carteaban día sí y día también, y apenas podían verse cada año o incluso con mayor separación. Diez años de amor a distancia, paciencia extrema y lealtad mutua.
Cuando mi padre regresó finalmente a la Península, ya como miembro de la sección de Carabineros —cuerpo armado español cuya misión era la vigilancia de costas y fronteras y la represión del fraude y el contrabando, creado en 1829 e integrado finalmente en la Guardia Civil— fue destinado a un puesto fronterizo cercano a Badajoz Capital hoy desaparecido (Rocillas se llamaba).
Era una época en que el trasiego ilegal de personas y mercancías en la frontera hispano-portuguesa permitió que muchos hicieran grandes fortunas. Mi padre, incauto él, se le ocurrió informar a un oficial que pasó por el puesto fronterizo de las complicidades diversas existentes a ambos lados de “la Raya”. Ni que decir tiene que lo alejaron rápidamente, por ser demasiado molesto, y lo enviaron a Selas y después a Cogolludo, pueblos ambos de la provincia de Guadalajara.
Por aquel entonces aparecí yo por este mundo. Mi madre, estuviera donde estuviera, siempre se acercó a dar a luz a casa de sus padres, así que nací en Badajoz, como el resto de mis hermanos, excepto el pequeño, que no le dio tiempo, a mi madre, claro. Mi padre regresó a Extremadura en cuanto le fue posible, y entonces fuimos a parar a Retamal de Llerena, cuando yo contaba con aproximadamente tres añitos.
De mi padre, que en paz descanse, nunca olvidaré su coherencia. Era un estricto cumplidor de las normas, nunca se extralimitaba. Hasta tal punto que, llevado por su fervor religioso, llegó a ir a misa en sus últimos días, aunque no oyera ya lo suficiente (padecia sordera) porque era “su obligación” como creyente. Tampoco olvidaré nunca, ya viviendo en Villanueva de la Serena, cuando los Guardias Civiles “vigilaban” los espectáculos públicos de toda clase, que un día multó a un señor por “blasfemar” en público (entonces estaba considerado punible) durante un partido de fútbol, eso sí, después de advertirle enésimas veces que si seguía gritando “me cago en D…” lo acabaría sancionando. También recordaré los problemas que tuvo en múltiples ocasiones por cosas tales como multar al hijo del alcalde; ni que decir tiene que en aquellos casos mi padre acabó siendo sancionado, debido a la presión de los “poderes fácticos”.
Y es aquí donde la historia de mi padre se vuelve un espejo para la España actual. Mientras él se sacrificaba cumpliendo las leyes, asegurando fronteras y vigilando la integridad fiscal del Estado, ciertos agentes policiales convertían su posición en un privilegio rentable. La corrupción policial en España ha adoptado muchas formas: protección de mafias, participación directa en actividades delictivas, manipulación de pruebas y obstrucción de investigaciones.
En Andalucía, puertos como Algeciras, Cádiz y Málaga han sido escenario de operaciones judiciales y mediáticas que documentan cómo algunos agentes permitían la entrada de mercancías ilícitas, alertaban sobre inspecciones o protegían rutas de narcotráfico. La investigación “Operación Casablanca” de 2018, por ejemplo, reveló la participación de varios policías locales en el tráfico de drogas, con alertas anticipadas a mafias sobre controles inminentes.
En Cataluña, se han registrado casos en los que policías locales y autonómicos colaboraban con redes de tráfico de drogas y contrabando de tabaco. Operativos abortados misteriosamente, informes manipulados y alertas filtradas a criminales muestran cómo la corrupción interna puede socavar toda investigación. La “Operación Higró” de 2020 documentó cómo ciertos agentes alertaron a redes organizadas de la llegada de inspecciones programadas.
En Galicia y el norte de España, puertos menores y fronteras terrestres han sido históricamente puntos de entrada de contrabando de tabaco y otros productos. Algunos agentes policiales han sido implicados en la protección de estas rutas, alertando a mafias sobre controles inminentes y desactivando operativos planeados por otros cuerpos honestos.
El contraste con la vida de mi padre es brutal. Él, con apenas un uniforme, del que sólo se desprendía para dormir… y una pistola al cinto, nunca aceptó atajos ni beneficios personales. Multaba al hijo del alcalde si violaba la ley, denunciaba irregularidades en el trasiego fronterizo y jamás cedía ante los poderosos. Fue castigado por ello: trasladado a pueblos remotos, sancionado por cumplir con su deber. Mientras tanto, algunos compañeros convertían la protección de la ley en negocio privado, utilizando su posición para enriquecerse o favorecer a terceros.
Hoy, España sigue pagando ese déficit moral. La connivencia de policías con redes criminales no es un fenómeno histórico aislado; continúa en puertos, aeropuertos y fronteras, con estructuras más complejas, con tecnología avanzada y con vínculos políticos y económicos que impiden que la justicia actúe con eficacia, con rigor. Mientras algunos se enriquecen con la ilegalidad, los coherentes —como mi padre— siguen siendo excepción.
La memoria de mi padre sirve de testimonio y denuncia: la corrupción no es casual, la complicidad se perpetúa y la justicia es selectiva. La historia de un hombre íntegro, que pasó años en Marruecos, que soportó la distancia de su esposa durante una década, que arriesgó su vida en la frontera, evidencia una realidad incómoda: España necesita recuperar la ética que él representó.
