No soy dado a extenderme en elogios. Se me da bastante mejor insultar que halagar. Eso, en un periodista, es una virtud. No hay cosa más nauseabunda que los plumillas pelotas, de esos que abundaban en la Transición, y que aún hoy vivaquean por las Cortes con su palangana a cuestas para recoger la baba que les cae a borbotones por la comisura de la boca según ven que se acerca algún politicastro de proterva figura. No digo nombres porque, el que más y el que menos, ya sabe de quién estoy hablando.
Cosa distinta es hablar bien de un maestro. He tenido pocos pero buenos. El primero de ellos fue mi padre, que fue quien me descubrió la multiplicidad de mecanismos que mueven, y a veces estremecen, la compleja maquinaria del mundo. Luego vinieron los otros maestros, aunque a esos ya los elegí yo personalmente en función de mis intereses.
A mí me gustaba la historia y la economía. Más tarde me enteré que, en realidad, eran la misma cosa en distintos estadios temporales. Eso, claro, me lo tuvieron que explicar. Uno de ellos fue Carlos Rodríguez Braun, profesor de economía y Maestro -así, con mayúsculas, como los toreros-, en todo lo demás.
Carlos, bravo entre los bravos, gentilhombre de los que la España grande da uno o dos por generación, justifica cada milímetro de la leyenda de profesor perfecto que se ha construido en torno a él. Cuando le alaban se quedan cortos y cuando le critican… bueno, a Carlos nadie le critica porque de hacerlo le sobreviene a uno dolor de tripa de saberse injusto.
Por esta razón y muchas más razones le dimos la semana pasada el premio Juan de Mariana, un premio que se pensó para gente como él. Lo único que lamento es que no haya más bravos como Braun. De haberlos el mundo sería un lugar infinitamente mejor. Habrá que conformarse con el que tenemos, y que nos dure mucho.