Amor, sentimentalismo, afectividad

Por Carlos de Bustamante

(Antonio y Mari. Esculturas de Antonio López en madera policromada)

Voy a recoger un escrito del profesor de Teología Moral del Pontificio Ateneo de la Santa Cruz don José María Yanguas, “Amar «con todo el corazón» (Dt 6,5), Consideraciones sobre el amor del cristiano, en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá”.

No se me alarmen mis amigos y probables (…hasta ahora…) únicos lectores, que no será vuestro amigo quien os dé lecciones de nada. Sencillamente, he procurado recabar datos fiables sobre temas siempre actuales en los   que, frecuentemente, hay controversia cuando no confusión.

No creo   estar equivocado si afirmo que, quien   no entienda o valore el amor humano, el sentimentalismo   y la afectividad humanas, mal puede entender o valorar éstos   desde un punto de vista religioso; especialmente según la doctrina cristiana.  Valga, pues, lo que sigue   considerado desde ambos y para ambos puntos   de vista:

Hoy mismo escuché en la homilía de la santa misa una afirmación con la que se me encendieron las alarmas: “Los sentimientos desvirtúan -o pueden desvirtuar, no recuerdo exactamente- la verdad de la fe que se profesa” ….  ¡Un momento, oiga, un momento! Y   con todo el respeto que me inspira el sacerdocio por el `solo´ hecho de serlo, busqué y encontré la respuesta que, por mis escasos conocimientos, yo no hubiera podido dar. Lo que escribe el profesor don José María Yanguas, viene avalado -fundamentado, digo mejor- por el no poco saber y las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Aunque creo haber escrito ya algo en este nuestro querido blog sobre el tema o parecido, creo conveniente -dada su importancia- añadir varios artículos con los que creo casi completar cuanto es preciso saber o conocer sobre el particular. Os ruego, mis amigos, que disculpéis la extensión, sin aventuras, además, que entretengan lo que os pudiera  resultar farragoso.

“La tesis de que la Teología Moral no siempre ha valorado en su justa medida el papel de la afectividad en la vida cristiana, no encontrará probablemente excesivas objeciones. Es frecuente, en efecto, considerar que las personas dotadas de viva sensibilidad, de una afectividad fuerte, intensa, están expuestas a particulares peligros. La vehemencia de ciertos sentimientos se interpreta con excesiva precipitación como ausencia de control, del debido control que debemos ejercer sobre nosotros mismos. Se mira con cierto recelo, si no con abierta desconfianza o sospecha, la esfera afectiva de la persona, como si en ella acechasen especiales insidias o imperase un desorden más profundo que el producido por el pecado en la inteligencia o en la voluntad humanas. ¿A qué se debe tal recelo?

Las causas pueden ser diversas. De una parte, hay quienes consideran como ideal moral una especie de indiferencia estoica, acompañada de un elegante respeto de las formas, de las “buenas maneras”, alejadas de todo exceso. Se considera modélica una vida moral gobernada por la máxima del ne quid nimis, del evitar a toda costa cualquier tipo de “exageraciones”; una vida en cierto modo neutral, “objetiva”. Un ideal de vida moral en el que difícilmente podría encajar una escena como aquella en la que Jesús expulsa a los mercaderes del templo.

La sospecha puede nacer también de la posibilidad nada irreal de que, en la vida de una persona con una intensa afectividad, el corazón invada el campo propio de la inteligencia o de la voluntad, permitiendo así que sea él quien decida sobre la verdad o el error y quien mueva en última instancia la voluntad a actuar. Ante tal peligro se prefiere hacer enmudecer el corazón, impedir que se pronuncie. Sentimientos y afectos pertenecerían al mundo ciego de lo pasional que exige no sólo control, sino constante represión y, si es posible, supresión.

De ese modo se pasa por alto que la perfección del hombre implica el desarrollo armónico de todo lo auténticamente humano, y por eso depende también de la cualidad de su vida afectiva. La persona humana no es sólo inteligencia o voluntad. Una persona dotada de preclara inteligencia y de férrea voluntad, pero falta de corazón o dotada de un corazón duro e incapaz de amar, posee una personalidad mutilada, no reproduce en absoluto la imagen de Jesucristo que se revela en el Evangelio.

Se ha podido así decir que: «Es verdaderamente buena la vida del sujeto que no sólo sabe elegir rectamente, sino que también participa emotivamente en la buena conducta: se apasiona por el bien y por el mal moral; desea uno y rechaza el otro también apasionadamente; siente amor u odio, placer o tristeza, esperanza o temor, etc.». La perfección moral de las acciones humanas, la plenitud de bondad de que son capaces, requiere, pues, la participación de las emociones o sentimientos adecuados; pide que su realización sea acompañada por el sentimiento o la emoción “debida”, es decir, la que corresponde a la cualidad moral de la acción que se cumple, la que es “concorde” con la misma. A la rectitud del juicio de la inteligencia y a la bondad del acto de la voluntad se debe añadir, por así decir, la rectitud del mundo afectivo de la persona, la tonalidad típicamente humana que colorea nuestros actos y que los hace inconfundibles con los de cualquier otra persona.

La “concordancia” de la afectividad con el acto intencional que la motiva y en el que de alguna manera inhiere, es en sí misma valiosa: sorprendería no poco en una persona de gran altura moral que “sintiera” un movimiento de tristeza ante un gran bien; o que la alegría que puede despertar en él un hecho trivial, superase en intensidad y, sobre todo, en profundidad, la que experimenta ante la conmovedora acción de quien da generosamente la vida por otro.

Este estudio se mueve en esta misma dirección: la de mostrar que el amor a Dios y al prójimo alcanza su plenitud cuando, en mayor o menor grado, abraza en su radio de influencia la afectividad humana, el mundo de los sentimientos. La gracia divina, en efecto, está llamada a permear todo el hombre, no sólo la inteligencia y la voluntad; también la afectividad. Ese amplio y variado mundo que define y caracteriza en buena medida a cada persona, no debe ser ni sofocado ni suprimido, sino ordenado, reordenado, e integrado en el proceso de “cristificación”, es decir, en el empeño del cristiano, guiado y sostenido por la gracia, por identificarse totalmente con Cristo.

Para ponerlo en evidencia me serviré de la doctrina teológico-ascética de san Josemaría Escrivá de Balaguer, pues un punto clave de sus enseñanzas es éste: que el amor sobrenatural, la caridad, tiene en nosotros una `insuprimible´ dimensión humana; se trata del amor de una criatura que no es sólo espíritu, sino cuerpo y alma en unidad sustancial.

Con ese fin, trataré de mostrar en primer lugar cómo se presentan en la doctrina de san Josemaría dos graves deformaciones de la afectividad que pueden minar la autenticidad de la vida cristiana: el sentimentalismo y el ideal de la indiferencia estoica. Pasaré después a poner de relieve el horizonte doctrinal en el que se sitúa la doctrina de san Josemaría sobre el puesto de la afectividad en la vida del cristiano, para centrarme a continuación en el modo de entender la virtud de la caridad característico de san Josemaría.”

Lo veremos en  próximos artículos.

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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