El médico y político español Julián de Zulueta, que analizó años después los restos del Monarca, contempló en una revista francesa una fotografía de un miliciano burlándose de la momia profanada en 1936 del hijo de Juana «La Loca»

Así fue la sucia profanación que sufrió la momia del Emperador Carlos V por milicianos rojos durante la Guerra Civil del 36

Llovía sobre mojado: no era la primera vez que un grupo antimonárquico sacaba a Carlos de su tumba

Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, llamado «el César»c​ (Gante, 24 de febrero de 1500-Cuacos de Yuste, 21 de septiembre de 1558), reinó junto con su madre, Juana I de Castilla —esta última de forma solo nominal y hasta 1555—, en todos los reinos y territorios hispánicos con el nombre de Carlos I desde 1516a​ hasta 1556, reuniendo así por primera vez en una misma persona las Coronas de Castilla —el Reino de Navarra inclusive— y Aragón.

Fue emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V de 1520 a 1558.

Hijo de Juana I de Castilla y Felipe I el Hermoso, y nieto por vía paterna de Maximiliano I de Habsburgo y María de Borgoña, de quienes heredó el patrimonio borgoñón, los territorios austríacos y el derecho al trono imperial, y por vía materna de los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, de quienes heredó Castilla, Navarra, las Indias, Nápoles, Sicilia y Aragón.

El Emperador Carlos V tuvo una muerte que sería hoy imposible para alguien de su condición social.

Carlos V pintado por Tiziano.

Durante su retiro en Cuacos de Yuste (Cáceres), la gota que sufría periódicamente no remitió, entre otras cosas porque siguió devorando la comida como si no hubiera mañana, pero sí recuperó la salud mental que le faltó en 1556, cuando una serie de reveses militares y una depresión le obligaron a abdicar con solo 56 años. Su vitalidad iba viento en popa a toda vela hasta que, en el verano de 1558, un mosquito extremeño se cruzó en sus planes de jubilación, según recoge el autor original de este artículo César Cervera en ABC .

«Está tan bueno y gordo y con tan buen color, como no lo he visto después que entró en Yuste», escribía el secretario del Emperador meses antes de que una tarde calurosa de verano, a las cuatro, se sintiera de golpe indispuesto, le brotara dolor de cabeza y una sed voraz que ni su apetito salado ni las altas temperaturas de la zona justificaban.

Milicianos republicanos profanando tumbas, en 1936.

Hoy sabemos que un mosquito contagió al Emperador el paludismo o la malaria, que de ambos modos se conoce la enfermedad. Se trataba de una dolencia muy habitual en la región, sobre todo en veranos especialmente cálidos y en zonas húmedas.

Sin embargo, tradicionalmente se ha achacado a un elemento foráneo, al ingeniero italiano Juanelo Turriano que le acompañó a Yuste, ser el causante de la proliferación de mosquitos en los jardines del Emperador. Turriano construyó así varios estanques en Yuste, que en poco tiempo se alzaron como el destino vacacional perfecto para legiones de mosquitos.

Carlos I junto a su mujer Isabel.

El caso es que aquel mosquito, quién sabe si luterano, inoculó el paludismo en Carlos. La fiebre alta y la falta de apetito descartaron la gota y los otros sospechosos habituales.

El consejo de los médicos terminó de condenarle: sangrías y purgas. El 2 de septiembre se le extrajeron diez onzas de sangre. Y ante la intensa sed, se le dio de beber agua con vinagre y también cerveza. Su salud entró en caída libre a mediados de septiembre. El Emperador era consciente de que su estado era grave y como prueba de ello pidió añadir nuevas disposiciones al testamento que firmara en Bruselas en 1554. Rechazó, sin embargo, que su hija y su hermana viniesen a Yuste a despedir.

El 21 de septiembre, a las dos de la madrugada, el Emperador expiró agarrado a un crucifijo que había acompañado a su esposa Isabel en su lecho de muerte.

Milicianos republicanos quemando iglesias y profanando tumbas, en 1936.

«¡Ay Jesús!», suspiró antes de dejarse morir. Lo hizo contemplando el misterioso cuadro de «La Gloria», que siete años antes había encargado a Tiziano.

El Rey Emperador le ordenó pintar su propia muerte y la de su familia, todos envueltos en sudarios, suplicantes y contemplativos ante la Trinidad. Dejó escrito que se oficiaran 30.000 misas en memoria de su alma —10.000 más de las que había encargado su abuela, Isabel «La Católica»— y que deseaba ser enterrado en el Monasterio de Yuste, bajo el altar mayor, de modo que el sacerdote pisase «sus pechos y su cabeza mientras oficia».

Carlos V, emperador.

No obstante, Carlos delegó en su hijo decidir si el cuerpo debía ser trasladado en el futuro a un lugar donde pudiera ser enterrado junto con su mujer y sus hermanas.

Y así lo ordenó. En 1573, Felipe II reunió a la familia en el Palacio Monasterio de El Escorial y a su padre lo enterró en una pequeña bóveda bajo el altar, que hoy se encuentra sin uso. Hubiera sido el punto final deseado por el Emperador si la dichosa historia de España no fuera tan cruel con el descanso de los muertos. La redistribución de las criptas ordenada por Felipe IV en el siglo XVII echó al traste las preferencias de Carlos y le separó de su familia más cercana para reunirle en lo que hoy es el Panteón de los Reyes. Su momia, además, fue sucesivamente ultrajada en dos ocasiones.

En 1654, los restos del Emperador fueron instalados en el suntuoso panteón que Felipe IV planeó en El Escorial para sus ancestros y los que estaban por venir. Su paz se interrumpió en 1870, tras la Revolución Gloriosa que señaló la puerta de salida a Isabel II, cuando un grupo de antimonárquicos abrieron una serie de tumbas de reyes españoles a modo de ejercicio de transparencia con la ciudadanía.

Milicianos republicanos en el asalto a una iglesia, en 1936.

Una de las tumbas regias profanadas en 1870 fue la de Carlos, que estaba bellamente conservada, como bien retrataron varios dibujantes que aprovecharon la coyuntura.

El escritor Pedro Antonio de Alarcón no se pudo resistir tampoco a visitar la momia, que ya iba por su exposición vigésima cuando él pudo contemplar al Monarca. Los excursionistas vieron «la tumba de Carlos V abierta, y delante de ella, sobre un andamio construido ad hoc, un ataúd cuya tapa había sido sustituida por un cristal de todo el tamaño de la caja. En las primeras exposiciones no había cristal, o si lo había, se levantaba, de cuyas resultas no faltó quien pasase su mano por la renegrida faz del cadáver».

El cadáver de una monja, sacado de su sepultura por los milicianos.

Como explica Miguel Ángel Ordóñez, autor del libro «Cachito, cachito mío» (Modus Operandi) sobre la idolatría y el odio que los restos mortales han generado a lo largo de la historia, una de esos toqueteos macabros acabaron en hurto mayor, o menor, según se mire. «Uno de los visitantes, marqués al parecer, se aprovechó del espíritu dialogante de uno de los custodios de tan macabra atracción lúdica. Lo sobornó con 20 reales para obtener un trozo del egregio monarca», escribe Ordóñez.

El vigilante arrancó una de las falanges de uno de los meñiques del Emperador y se lo entregó al aristócrata.

Milicianos republicanos fusilan en 1936 la estatua del Sagrado Corazón, en el Cerro de los Angeles de Madrid, rebautizado como ‘Cerro Rojo’.

Está documentado que el fragmento del Monarca estuvo en posesión del Marqués de Miraflores, hasta que la marquesa viuda de Martorell se lo envió al Rey Alfonso XIII el 31 de mayo de 1912. Se excusaba la viuda en que había llegado a su familia de «un modo totalmente involuntario» y que ellos no habían «empleado medio alguno para adquirirlo»

De la segunda profanación, también de carácter antimonárquico, se conocen pocos detalles. Según Julián de Zulueta, eminente epidemiólogo, una foto aparecida en un diario francés en 1936 mostró a un miliciano sonriente abrazado a una momia muy bien conservada, con barba y los ojos abiertos.

En plena época de asaltos a lugares religiosos en España, De Zulueta, entonces de solo 18 años, identificó la momia como la de Carlos V y se juró hacer justicia a sus restos, empezando con el dedo extraviado, que una vez devuelto por la marquesa viuda de Martorell acabó olvidado en una pequeña caja de terciopelo rojo en la sacristía del monasterio.

Carlos I de España y V de Alemania.

Ni Alfonso XIII ni sus descendientes autorizaron abrir la tumba nuevamente, ni para restablecer el meñique en la momia ni tampoco para confirmar que hubiera sido objeto de profanación por parte de milicianos, como siempre defendió De Zulueta, a la postre alcalde socialista de Ronda.

Lo que está claro es que durante la Guerra Civil (1936-1939) San Lorenzo del Escorial, localidad donde está el Palacio-Monasterio, se mantuvo en territorio leal al Gobierno republicano y su nombre se cambió por el de «El Escorial de la Sierra».

Profanaciones de ese tipo fueron muy habituales en el bando republicano, que desenterró innumerables restos de clérigos y reyes históricos. Especialmente conocido es el caso de Pedro Calderón de la Barca, soldado de los tercios, sacerdote y poeta del siglo XVII, autor de «La vida es sueño», que estaba enterrado en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores.

El 20 de julio de 1936, una turba profanó el lugar, situado en la madrileña calle de San Bernardo, hasta saquearlo y quemarlo. Por cierto que aquella iglesia era el sexto emplazamiento donde repusieron los restos del poeta. Desde entonces se perdió su paradero.

Carlos V casi anciano.

Al respecto de los restos de Carlos V, la Casa Real denegó a De Zulueta la apertura del sepulcro para ver el estado en el que había quedado la momia. Este experto mundial en epidemias anhelaba poder analizar tejidos del cuerpo para buscar rastro de malaria en la momia, de manera que se pudiera confirmar que efectivamente el Emperador murió por esta causa. No fue hasta 2004 cuando Zulueta supo de la existencia del meñique imperial, descubierto entonces por responsables de Patrimonio Nacional, que se había camuflado entre las miles de reliquias que atesoró Felipe II en su vida.

El Rey Juan Carlos dio permiso a Zulueta para trasladar el meñique, custodiado por dos guardías civiles a Barcelona, donde fue analizado de forma minuciosa. El equipo de científicos halló una alta concentración de cristales de ácido úrico en los huesos, propios de una gota muy grave, y pudo extraer, por primera vez en la historia, restos del parásito de la malaria de una momia.

 

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Autor

Manuel Trujillo

Periodista apasionado por todo lo que le rodea es, informativamente, un todoterreno

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