Lo fundamental es ser cristiano. Lo secundario es el ministerio o carisma específico de vivir el cristianismo. Es por ello que el verticalismo jerárquico y el clericalismo no responden a la esencia de la fe cristiana
(Fernando Bermúdez López*).- La Iglesia está urgida de una profunda reforma. A la hora de abordar esta reforma es necesario volver a las fuentes. La figura de Jesús será siempre el referente de la Iglesia. Jesús fue un laico de la base, con una clara conciencia de ser hijo de aquel pueblo liberado de la esclavitud de Egipto. No peteneció a ningún grupo religioso de la época. No fue fariseo, ni saduceo, ni maestro de la Ley, ni jefe de sinagoga. No fue sacerdote según le ley levítica. Fue sencillamente un laico, un judío marginal, «el carpintero de Nazaret, hijo de María» (Mc 6,3). En el pueblo de Israel solamente podían ser sacerdotes quienes pertenecían a la tribu de Leví. Jesús no era de la tribu de Leví sino de Judá. Por lo tanto, no podía ser sacerdote.
El clericalismo existente en la Iglesia no responde al espíritu de Jesús, porque, en cierto sentido, él era anticlerical. No ocupó ningún cargo religioso. Sintió la tentación del poder, pero la rechazó (Mt 4,1-10; Jn 6,15). No rompió con la religión oficial de su tiempo, pero asumió con libertad una actitud crítica frente al sacerdocio y al templo. Para Jesús el templo no es el único lugar de culto, porque «a Dios se le adora en espíritu y en verdad» (Jn 4,20-24). Descalificó a los sacerdotes y levitas y dijo que más importante que los sacrificios en el templo es la misericordia con los necesitados que a diario nos encontramos en el camino de la vida. Ahí tenemos, por ejemplo, la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37). Y afirmó rotundamente que «amar al prójimo vale más que todos los cultos» (Mc 12,33).
Después de la muerte y resurrección de Jesús, sus discípulos, impulsados por la fuerza del Espíritu, salieron a los caminos del mundo y conformaron comunidades comprometidas en hacer vida el Evangelio del reino de Dios. Llevaron un estilo de vida fraternal al estilo de Jesús. El libro de los Hechos de los Apóstoles (2,44-47 y 4, 32-37) nos ofrece una pincelada de cómo vivían las primeras comunidades cristianas. Nos dice que:
Los creyentes vivían unidos,
tenían un solo corazón y una sola alma
y ninguno tenía por propia cosa alguna,
pues todo lo tenían en común;
no había entre ellos pobres,
pues los bienes se distribuían entre todos
según la necesidad de cada uno,
y celebraban la eucaristía con alegría y sencillez de corazón,
juntos oraban y alababan a Dios,
y anunciaban con valor la resurrección del Señor Jesús.
Había también comunicación de bienes de unas comunidades con otras. Las comunidades más favorecidas ayudaban a las más necesitadas (1 Cor 16). El libro de la Didajé, que es uno de los documentos más antiguos del cristianismo (coetáneo de los escritos joánicos) estimula a los cristianos a vivir como hermanos y hermanas y a asistir al necesitado.
La Iglesia apostólica era una comunidad de comunidades. Cada comunidad tenía su propia organización de acuerdo al ambiente cultural y a sus necesidades. Cada creyente, hombre o mujer, ejercía una función según el carisma recibido del Espíritu para bien de todos (1 Cor 12, 1-30). Las cartas de los apóstoles, en su mayoría, no fueron dirigidas a los líderes sino a la comunidad, quien era la protagonista de su proceso de fe.
En la Iglesia primitiva no había sacerdotes. Todos eran laicos y laicas. El Nuevo Testamento evita llamar «sacerdotes» a los dirigentes de la comunidad cristiana. Ni siquiera a los mismos apóstoles se les llama sacerdotes. San Pablo tampoco llama «sacerdote» a ningún hombre en particular, y esto por dos razones: una, porque sólo hay un sacerdote, Cristo, y segunda, porque la figura del sacerdocio levítico estaban tan sometida a la Ley (la letra) que no encajaba en la nueva Ley de Cristo (del Espíritu). En el Nuevo Testamento aparecen otras palabras nuevas tomadas del mundo «profano» para denominar a los dirigentes de la comunidad cristiana: enviados (apóstoles), supervisores (epíscopos u obispos), servidores (diáconos). Todos laicos. Esto nos muestra que los dirigentes de la Iglesia primitiva o apostólica no tenían nada que ver con el sacerdocio cultual. Sin embargo, sí se llamaba «sacerdotal» a toda la comunidad cristiana porque por el bautismo, los seguidores de Jesús están llamados a reproducir en sí mismos la vida de entrega de Jesús al Padre y a los demás.
Por eso en la Iglesia apostólica quienes habían sido sacerdotes según el rito levítico y se habían convertido a la fe de Jesús, se hacían «laicos». Escribo «laico» entre comillas porque en el mundo judío no se utilizaba este término. «Laico» es una palabra griega que viene de laos, que significa pueblo. La comunidad cristiana es el nuevo pueblo de Dios en continuidad con antiguo pueblo de Dios que fue el Israel del Antiguo Testamento.
En los dos primeros siglos de la Iglesia a nadie se le llamaba laico porque tampoco había sacerdotes. Sin embargo, ya desde el principio se comenzó a utilizar el término «clero», del griego kleros, que significa «porción», y designa la «porción del Señor», es decir, a toda la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, como porción escogida.
Por lo tanto, en la Iglesia todos somos clero porque somos «elegidos desde el seno de nuestra madre» (Gal 1,15), «elegidos para ser santos, consagrados en Cristo al Padre» (Ef 1,4-5). Todos somos «pueblo escogido, nación santa» (1 Pe 2,9). Es decir, en la Iglesia de Jesús, todos somos clero y todos somos laicos, desde el Papa hasta el último bautizado.
Clericalismo en la Iglesia
La división entre clero y laicos vino después, como consecuencia del retroceso de la Iglesia a las estructuras religiosas judías y la reproducción al interior de su estructura de la configuración social del imperio romano.
A finales del siglo II y durante todo el siglo III, debido al recrudecimiento de las herejías, la conflictividad de la época y las persecuciones, se apunta hacia una estructuración de carácter jerárquico, que irá marcando las diferencias entre dos clases fundamentales de cristianos: los clérigos y los laicos. El clero estaba constituido por los cristianos más destacados o más influyentes en el seno de la comunidad. Pero «a pesar de la consolidación de la triada obispos-presbíteros-diáconos como la jerarquía de la Iglesia, no se pierde de vista en los tres primeros siglos el protagonismo de la comunidad creyente» (), quien intervenía en la elección de sus pastores.
Es a partir de Constantino, en el siglo IV, cuando se acelera la regresión a la mentalidad religiosa pagana, basada esencialmente en ritos, sacrificios y ofrendas, sin capacidad para generar el seguimiento de Cristo en la vida de cada cristiano, que es donde se da culto a Dios (Estrada, Juan A. Paulinas, Madrid 1990). De ahí la respuesta profética de los anacoretas y después del monacato que surge en esta época.
Es así como se genera una marcada división entre el clero, que tiene el control del culto, el poder y la autoridad, y por otra parte el pueblo, o sea el laicado, relegado al silencio y a la función de mero receptor de la enseñanza.
Desde el concilio de Nicea se excluye a los laicos de los sínodos o asambleas diocesanas. Los clérigos (obispos y sacerdotes) quedan «arriba» y los laicos «abajo». De este modo la comunión eclesial se ve profundamente afectada, de manera que la Iglesia llegará a identificarse con el clero.
Tuvieron que transcurrir diecisiete siglos para que la Iglesia hiciera un esfuerzo en recuperar lo que fue en sus orígenes. El Concilio Vaticano II, convocado por el papa Juan XXIII, define a la Iglesia como el «nuevo pueblo de Dios» (Lumen Gentium, nº 19). El sacerdote, la hermana religiosa, el catequista, el papa, el obispo…, todos son pueblo de Dios, todos son laicos, cada quien con su ministerio según el carisma recibido del Espíritu. Quienes ejercen un ministerio en la Iglesia son, antes que nada cristianos y por lo tanto laicos, sean sacerdotes u obispos. El laicado es el lugar del que nunca debería salir el verdadero discípulo de Jesús.
Iglesia, Comunidad laical
Hasta el Concilio Vaticano II, la respuesta a la pregunta quién es un laico, se decía que es el que no es sacerdote, ni religioso o religiosa. Es decir, se definía al laico, no por lo que es, sino por lo que no es. Se daba una definición negativa: el no-clérigo o el no-religioso. Se olvidaba que la esencia del cristianismo es laical.
El Concilio Vaticano II buscó superar esta concepción negativa del laicado y le devuelve el sentido original. El laico y la laica son cristianos, discípulos de Jesús, miembros del nuevo pueblo de Dios. Y por tanto, elegidos desde antes de la creación del mundo para ser santos (Ef 1,4). Su vocación arranca del bautismo. La base dogmática de toda la teología del laicado es el bautismo. (Estrada, José A. Identidad de los laicos, Paulinas, Madrid 1990). Todo cristiano es un elegido, indistintamente que desempeñe el ministerio que fuere, sea laico, sacerdote religiosa o religioso. Ser cristiano es la esencia.
Teológicamente no hay diferencia entre laico y cristiano, porque el laico es el discípulo de Jesús, miembro de la comunidad cristiana. La Iglesia somos todos. Dentro de la comunidad eclesial hay diferentes carismas y ministerios: unos serán catequistas, otros profetas, otros maestros teólogos, otros presbíteros, obispos o diáconos… Pero todos somos discípulos de Jesús, iguales en dignidad. El papa, los obispos, los sacerdotes y los religiosos no son más cristianos que los laicos y laicas. El ser cristiano es anterior a la diversidad de carismas y ministerios. «Es toda la comunidad la que es ministerial, apostólica, carismática y profética» (Estrada, Juan Antonio, Identidad de los laicos. Paulinas, Madrid 1990).
Cuando Pablo escribe cartas a una comunidad se está refiriendo a toda ella: a hombres y mujeres, casados y solteros, dirigentes y miembros de base. Pablo no habla de «laicos» para designar a los cristianos, sino que utiliza el término de «hermanos» y «discípulos». En el Nuevo Testamento la palabra «discípulo» aparece unas 250 veces. Precisamente, la Iglesia es una fraternidad, es la comunidad de los hermanos y discípulos del Señor Jesús, en donde todos poseen la misma dignidad. «A nadie llaméis Padre, porque uno es vuestro Padre y todos vosotros sois hermanos», dice Jesús.
La Iglesia es la comunidad de los seguidores de Jesús. La comunidad es la esencia de la Iglesia a la que la jerarquía debe servir. «Sin la comunidad la jerarquía no tiene razón de ser», señalaba el obispo emérito de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruíz.
Lo fundamental es ser cristiano. Lo secundario es el ministerio o carisma específico de vivir el cristianismo. Es por ello que el verticalismo jerárquico y el clericalismo no responden a la esencia de la fe cristiana.
Si el ministerio sacerdotal está en función de la comunidad debe ponerse al servicio de la misma, potenciarla, favoreciendo su maduración y acompañándola, pero sin dirigirla ni dominarla. Urge un nuevo modelo de presbítero. De ahí la necesidad de reestructurar el sistema de formación de los futuros presbíteros. Éstos no deberían formarse en seminarios sino que deben estar insertos en las comunidades, dejando libre la opción celibataria tal como era en la iglesia primitiva (1 Tim 3,2-5; Tit 1,5-6), que aunque reconocía y valoraba el carisma de la virginidad, no lo asociaba a ningún ministerio. Bíblica y teológicamente no existe incompatibilidad entre el sacramento del orden sacerdotal y el sacramento del matrimonio.
La mística de la comunidad requiere de una profunda dimensión de la vida cotidiana, esto es, la vida familiar, el trabajo, el compromiso social y político, para hacer presente el reino de Dios, humanizando este mundo. Esto es tarea de toda la comunidad, laicos y presbíteros. «Los laicos, entretejidos con las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, son llamados por Dios a fermentar el mundo desde dentro», señala el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium 31). Esto que señala el Concilio debe aplicarse a toda la comunidad cristiana, indistintamente del ministerio que se desempeñe.
En la Iglesia todos somos consagrados
En el Nuevo Testamento la consagración bautismal es la determinante de la comunidad cristiana. Es por eso que el Concilio Vaticano II resalta el bautismo como sacramento de consagración (Lumen Gentium 11). De donde se deduce que todo el pueblo de Dios es consagrado, sin distinción entre laicos y laicas, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas.
El bautismo es el sacramento de la consagración a Dios y del nacimiento a una vida nueva en comunidad. Hay que recuperar el significado del bautismo como «consagración».
Es importante profundizar en aquellos textos de las cartas de los apóstoles dirigidas a las comunidades cristianas:
* Romanos 12,1: Todos somos llamados a ser hostias vivas, agradables a Dios.
* Efesios 1,4-5: Somos elegidos antes de la creación del mundo para ser santos.
* Gálatas 1,15: Elegidos desde el seno de nuestra madre.
* 1 Pedro 2,9: Somos pueblo escogido de Dios, pueblo santo y sacerdotal.
* 1 Corintios 3,16-17: Somos templo del Espíritu Santo.
* 1 Pedro 2, 5: Somos templos vivos, consagrados a Dios.
* Juan 14, 23: Somos amados de Dios.
Esta es la dicha que vivimos los cristianos no importando el ministerio que desempeñemos. La santidad no radica en el ministerio sino en la vivencia profunda de la vocación cristiana: ser hostias vivas que se entregan al servicio de los demás, particularmente de los más pobres y marginados y en ser testigos de este amor ante el mundo.
Esta consagración es un tesoro escondido que, lamentablemente no todos los cristianos lo han descubierto, pero que está ahí, no como un sueño sino como una realidad. Si verdaderamente viviéramos esta maravillosa vocación, estaríamos constantemente saltando de gozo y no habría sufrimiento alguno en el mundo que lo opacara. Más aún, impulsados por la fuerza de esta vivencia, al igual que los discípulos de Jesús el día de Pentecostés, saldríamos al encuentro de otras gentes para compartirla. Y en consecuencia, viviríamos en armonía con todos los hombres y mujeres, compartiendo lo que somos y tenemos con los demás y construyendo una sociedad donde quepan todos, creyentes y no creyentes, sin privilegios. Esta es la dicha de ser cristiano y nuestra misión en el mundo.
Con frecuencia se escucha en la Iglesia que los religiosos y religiosas son los consagrados. Se habla de la vida consagrada como aquella que ha dejado atrás la vida de los laicos, como si éstos no fueran consagrados. Se habla, asimismo, de los ministros como personajes sagrados segregados de los laicos (Estrada, José A. Identidad de los laicos. Paulinas, Madrid 1990). Es por eso que la Iglesia necesita regresar a las fuentes a fin de recuperar la esencia de la fe y superar lastres y secuelas histórico-culturales que venimos arrastrando por siglos. Urge una reforma profunda de la vida cristiana y de su teología.
El sacerdocio del pueblo de Dios
Dijimos que Jesús no fue sacerdote según la ley. Él es sacerdote en el orden existencial en cuanto que se ofrece a sí mismo al Padre en sacrificio por la salvación de toda la humanidad (Hb 4,14-15; 1 Tim 2,5-6). En este sentido Jesús es sacerdote, el Sumo y Eterno Sacerdote. Su sacerdocio, a diferencia de los sacerdotes del templo de Jerusalén, no lo separa del pueblo. Se hizo uno más de nosotros (Hb 2,14). El sacerdocio de Jesús consiste, por tanto, en una determinada manera de vivir su existencia humana como hombre del pueblo, como laico, al servicio del proyecto del Padre.
En este sentido Juan Antonio Estrada comenta: «El sacerdocio de Cristo, que era un laico desde la perspectiva legal, aporta una novedad que determina el sacerdocio laical: no se trata ya de relacionarse con Dios a base de un culto ritual y sacrificial, sino de hacer de la propia vida un sacrificio que sea agradable a Dios. El sacerdocio cristiano no consiste en celebrar ceremonias rituales sacrificiales sino en conmemorar y actualizar la vida y muerte de Cristo (su sacrificio existencial), de tal manera que los laicos participen simbólicamente de ellas y sean capaces de prolongarlas en sus vidas» (Estrada, J.A. Identidad de los laicos, Paulinas, Madrid 1990).
Todo discípulo y discípula de Jesús tiene una existencia sacerdotal porque por la fe y el bautismo se incorpora a Cristo (Col 2, 12; Rm 6,3-11). Y como Cristo es el único Sacerdote, todo cristiano participa de su sacerdocio, como dice Pedro en la primera Carta:
«Vosotros sois una raza elegida,
un pueblo sacerdotal,
una nación consagrada,
un pueblo que Dios eligió
para que fuera suyo
y proclamara sus maravillas» (1 Pe 2,9).
Asimismo, el Apocalipsis habla en dos ocasiones de un «reino de sacerdotes» refiriéndose a la comunidad cristiana (Ap 1,6; 20,6). Por lo tanto, todos los cristianos, sean hombres o mujeres, son sacerdotes en tanto que están injertados a Cristo Jesús, único y eterno Sacerdote. Esta es la razón por la que Pablo exhorta a que «ofrezcamos nuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios» (Rm 12,1). Este es nuestro culto. Somos hostia viva y santa, no por méritos nuestros sino por la gran misericordia de Dios y los méritos de la pasión y muerte de Jesucristo que nos ha purificado y consagrado.
La existencia sacerdotal nos hace iguales a todos los bautizados. Conservar en la Iglesia la distinción tan marcada entre sacerdotes y laicos, entre hombres y mujeres sería declarar, de alguna manera, insuficiente o inválido el sacerdocio de Cristo. Sería volver atrás en la historia de la salvación. Sería el mismo error que se cometería si continuáramos practicando la circuncisión, que no era sino la sombra del bautismo cristiano, del mismo modo que el sacerdocio levítico no era nada más que la sombra del sacerdocio de Cristo.
Hay, pues, un solo sacerdocio, el de Cristo, pero diferentes ministerios que emanan de este único sacerdocio.
Para realizar el ministerio del culto y sacramental, la Iglesia ordena para ello a unas determinadas personas. Pero la vocación sacerdotal es de la comunidad. Por eso es la comunidad quien debería elegir o deponer a sus ministros. El Concilio Vaticano II define el sacerdocio cristiano como un sacerdocio existencial que radica en la comunidad, por el que toda la vida se convierte en un culto espiritual. Aquí es donde se ubica la espiritualidad sacerdotal del pueblo de Dios:
«Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa a toda obra buena y perfecta. Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también los hace partícipes de su oficio sacerdotal… Los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo son llamados a consagrar el mundo mismo a Dios» (Lumen Gentium, nº 34)
La comunidad cristiana consagra el mundo a Dios. Ella es el sacerdote del mundo, porque es ahí donde Dios «puso su tienda». No hay dos historias, una sagrada y otra profana. Sólo hay una historia y en esa única historia se revela Dios. No hay dos mundos, el mundo espiritual y el mundo material o social. Sólo hay un mundo, y en ese único mundo se encarna Dios. La historia, el mundo, son parte de la eternidad, y la eternidad es plenitud de la historia.
Todo cristiano es sacerdote de la historia, sacerdote del mundo. Es por eso que no debe divorciarse fe y vida, lo espiritual y lo material, lo religioso y lo profano o mundano. Todo es de Dios y todo es consagrado a Dios: el amor familiar, la sexualidad, el trabajo, la política, la economía, la promoción y defensa de los derechos humanos, las luchas sociales por un mundo más justo… Todo es asumido y consagrado a Dios.
Vivimos a nivel planetario en un modelo social inhumano, excluyente y destructivo para la vida humana y para la naturaleza. El sistema capitalista neoliberal niega en la práctica el mensaje liberador del evangelio de Jesús. A los cristianos se nos presenta el reto de ofrecer y consagrar a Dios este mundo roto por la ambición económica, trabajando para transformarlo. Evangelizar es, ante todo, humanizar este mundo. Es por ahí por donde debe apuntar la reforma de la Iglesia. Ser comunidad testigo de la presencia del reino de Dios en la historia. Luz del mundo. Sal de la tierra. Y fermento de valores éticos en la masa de la sociedad.
*Fernando Bermúdez ha sido misionero en Guatemala y Chiapas, sacerdote casado. Ha trabajado en la formación de laicos y laicas y en la defensa y promoción de los derechos humanos. Actualmente, es miembro de los comités Óscar Romero, MOCEOP, Justicia y Paz y militante en Amnistía Internacional Región de Murcia.