Ellacuría ten´kia una autoridad moral indiscutible en todo el país
El asesinato de Ignacio Ellacuría, dada su personalidad y las circunstancias que concurrieron -con otros compañeros, realizado por el ejército a sangre fría, por el riesgo que voluntariamente había asumido- tuvo una repercusión internacional enorme. Fue el 16 de noviembre de 1989, hace ahora veinte años.
El paso del tiempo reinterpreta el acontecimientos, permite valorar su sentido histórico, pero sobre todo sigue siendo una referencia clave en la biografía de quienes lo vivimos más de cerca.
El viernes 10 de noviembre estuvimos toda la mañana Ellacuría y yo en la Universidad de Deusto. Me había llamado unos días antes desde Madrid para que le preparase algunas entrevistas en su paso fugaz por Bilbao. (Como siempre, cuando se trataba de algún académico: «que sea de los que más sabe de eso, no importa como piense, que de la ideología ya me encargo yo»). El sábado tenía que recoger en Barcelona el premio de la Fundación Comín y proyectaba regresar inmediatamente a El Salvador.
Creo que nunca habíamos charlado tan extensa y profundamente como lo hicimos aquella mañana. No hacía mucho que había convivido varios meses con su comunidad en El Salvador porque él y Jon Sobrino me habían invitado a dar clase en la UCA. Aquel grupo de jesuitas vivían austeramente y tenían una capacidad de trabajo fuera de lo común.
Ellacu -así le llamábamos- tenía una autoridad moral indiscutible, no solo en la Universidad, de la que era rector, sino en todo el país. Era la voz crítica, razonada y valiente, que denunciaba la opresión y pobreza intolerables. De enero de 1976 a noviembre de 1989 habían explotado bombas en quince ocasiones en dependencias de la UCA. Todos los días la prensa, en manos de la oligarquía, atacaba con infamias a los jesuitas y acusaban a Ellacu de ser el instigador de la guerrilla. Había recogido la antorcha y la cruz de Monseñor Romero, cuya voz profética fue acallada por un francotirador ultraderechista el 24 de marzo de 1980.
Coincidiendo con su estancia en Europa, la guerrilla había lanzado un ofensiva en toda regla contra la capital y la guerra estaba al rojo vivo. Los combates eran durísimos y el ejército (en la peor tradición del militarismo represor y brutal, con instructores norteamericanos) había acordonado una amplia zona, dentro de la cual estaba la UCA, y que incluía varias instalaciones militares, entre ellas la Escuela Militar.
En aquella mañana del viernes yo y otros amigos le decíamos a Ellacu que demorase el regreso, que las cosas estaban muy mal, el ejército controlaba la universidad y era notorio que iban a por él. Él estaba absolutamente en contra de la ofensiva de la guerrilla, llevaba muchos meses buscando una salida negociada al conflicto. «Precisamente porque la situación es tan grave tengo que ir», respondía.
Tan racional como era calculaba que el ejército no se atrevería a realizar una matanza en la UCA porque su autoría quedaría en evidencia, pero no contaba con que el odio y el fanatismo rompen todas las leyes de la lógica. Además, afirmaba, es verdad que a primera vista las cosas están peor que nunca, pero en lo profundo hay una corriente que lleva a la paz. Sabía lo que decía porque se acababa de entrevistar con los jefes de la guerrilla y con el presidente Cristiani.
Le urgía ir porque creía que podría mediar entre los bandos enfrentados. «Hay que acabar con eso de que los jesuitas somos comunistas y Cristiani fascista». La decisión de matar a los jesuitas se tomó en una reunión del Estado Mayor del Ejército en la Escuela Militar, cuyo director era el coronel Benavides, a las 11.15 de la noche del día 15. A las 2.30 de la madrugada Cristiani se reunió con el Alto Mando. ¿Es creíble, como él afirma, que no le comunicasen nada de la decisión que acababan de tomar?
Por lo demás hoy se sabe perfectamente como discurrieron los acontecimientos, quiénes tomaron las decisiones y quiénes las ejecutaron. Al final se condenó solo a dos personas, al coronel Benavides y a un teniente, que fueron inmediatamente amnistiados. Los máximos responsables han eludido toda acción de la justicia.
Esa corriente profunda de paz de la que hablaba Ellacuría se precipitó, pero a precio muy caro, dentro del cual entra el asesinato de los jesuitas y la reacción internacional que suscitó, y cristalizó en los Acuerdos de Paz firmados en Chapultepec en febrero de 1992.
Ellacu estaba, en última instancia, movido por un amor inmenso a las gentes empobrecidas y machacadas de El Salvador. A ellos entregó su vida, por ellos precipitó su regreso en una apuesta que le costó la muerte. De el y de sus compañeros vale lo que decía Jesús: «nadie tiene más amor que el que da su vida por sus amigos». Les mataron porque estorbaban y murieron porque amaban.
Ellacuría tenía una preparación filosófica muy notable, debido a su especial cercanía con Zubiri, con quien trabajó desde que empezó su tesis en 1962 hasta la muerte del maestro en 1983. Pero subordinó el prestigio que se le abría en este campo para trabajar en El Salvador. Fue rector de la UCA durante muchos años y decía que lo único que justificaba el cargo era la capacidad de ir por delante. Y él lo hacía por su autoridad moral e intelectual, clarividencia de objetivos, capacidad de trabajo y de involucrar en la tarea al conjunto de la comunidad universitaria.
Tenía muy clara la función social de la Universidad en un contexto como el salvadoreño de injusticias sangrantes, de violencia y pobreza, desestructurado institucionalmente; era, ante todo, la proyección social. Había que preparar profesionales, pero la mayoría acabarían en la élite privilegiada o a su servicio, y esto no justifica una universidad de inspiración cristiana. Lo más importante, decía, es la labor que la universidad puede realizar sobre la sociedad en su conjunto para sacar a la luz las mentiras que encubren la injusticia, dar a conocer la realidad de la pobreza y transformar las mentalidades y la realidad.
Y esto hay que realizarlo universitariamente, con la investigación («otras cosas no podremos investigar, pero tenemos que ser los que mejor conozcamos la realidad salvadoreña»), con la palabra, con las publicaciones. «Una universidad de inspiración cristiana (…) debe ser ciencia de los que no tienen voz, el respaldo intelectual de los que en su realidad misma tienen la verdad y la razón, aunque sea a veces a modo de despojo, pero que no cuentan con las razones académicas que justifiquen y legitimen su verdad y su razón».
Ellacuría se decía «de la izquierda zubiriana» porque llenaba de contenido histórico el concepto de ‘realidad’ tan caro a su maestro y la ‘inteligencia sentiente’ implicaba la misericordia (indignación y amor eficaz) ante la pobreza y la injusticia como la toma primordial de contacto con la realidad que posibilita después la mejor reflexión intelectual.
Por eso el análisis y el realismo político -el paso posible, el fin de la guerrilla, el margen de confianza a Cristiani- no le llevaban a perder de vista la utopía que vislumbraba precisamente en la gente más pobre: revertir la historia, promover una civilización más austera («de la pobreza», decía) «que rechace la acumulación como motor de la historia, que garantice la satisfacción de las necesidades básicas, la libertad de las opciones personales y un ámbito de creatividad personal y comunitario que permita la aparición de formas nuevas de vida y cultura, nuevas relaciones con la naturaleza, consigo mismo y con Dios».
Sé que a Ellacu le parecería muy mal que haya escrito sobre él y apenas sobre sus compañeros. Sobre todo diría que hay que mencionar a Elba y Celina, esposa e hija de D. Obdulio el jardinero, que se refugiaron en la casa de los jesuitas creyendo estar más seguras y fueron acribilladas para acabar con testimonios molestos.
De ellas apenas se habla. Como sucede con tantas víctimas de las guerras y bombardeos en Sudán, Afganistán, Irak, Palestina… En El Salvador murieron durante la guerra miles y miles de seres humanos. Ellacuría y sus compañeros unieron su destino hasta la muerte con ellos. Hoy, a veinte años de este asesinato cobarde y vil, queda mucho más la fuerza del amor hasta la muerte de las víctimas que la mentira y la violencia de los criminales. (El Correo)