La guerra de Libia es, como todas las guerras, trágica. Pero, mal que nos pese, está convirtiéndose también en una farsa. El último episodio de esta tragicomedia es la acusación a Gaddafi de suministrar «Viagra» a sus tropas para que cometan violaciones. ¡¡¡Como si los rusos que invadieron Berlín no hubieran violado a mansalva sin que existiera la «Viagra». Ha sido, lamentablemente, normal en todos los saqueos que la soldadesca se dedicara a violar y a robar. Pretender que para ello hay que dar un suplemento de «viagra» es algo bastante ridículo. Dejo aquí tres espléndidos artículos de Ánxel Vence sobre la vertiente cómica de esta guerra.
I. GILA Y HILLARY AL APARATO (FARO DE VIGO, 26-IV-2011)
Crónicas galantes
Gila y Hillary al aparato
Anxel Vence
Por más que los aliados y hasta hace nada amigos de Gadafi le exijan que se vaya de una vez, el dictador libio insiste en no ponerse al aparato en esta peculiar guerra de Gila que se libra en el norte de África. No va a haber más remedio que pedir la mediación de Telefónica en el conflicto.
La que más telefonazos le da –sin el menor éxito– es la ministra de Exteriores de Estados Unidos, Hillary Clinton, que esos días de ahí atrás denunció los brutales ataques a la población civil perpetrados por las tropas del sátrapa mediante el uso de bombas de racimo. Nada más cierto. Muchos de esos artefactos criminales que se abren como muñecas rusas y matan indiscriminadamente todo lo que haya debajo fueron fabricados en España y –contra lo que pudiera parecer– no se los vendió Franco a Gadafi.
En realidad, la transacción de esos racimos de uvas explosivas se produjo hace apenas cuatro años, coincidiendo con la visita del ahora dictador y entonces colega libio a España, donde fue acogido con los brazos abiertos por el Gobierno que presidía y aún preside el sonriente Zapatero. Dado que el primer ministro español goza justa fama de pacifista, no queda sino deducir que se trató de una confusión. Lo más probable es que el jefe del Gobierno creyera que le estaba vendiendo a Gadafi bombas de palenque de las que se usan aquí para dar lustre y lucerío a las fiestas patronales. Al igual que las bombas de racimo, estos cohetes domésticos liberan al estallar otros fuegos de artificio: y esa ha de ser sin duda la razón del equívoco –a todas luces enojoso– que tanto incomoda ahora a las autoridades de España.
Entre este y otros sucesos, la de Libia empieza a ser como la guerra de Gila, solo que en bruto y con más sangre. No por ello deja de tener aspectos cómicos, desde luego. Ahí está, por ejemplo, el caso de la Fundación Internacional Gadafi que preside el hijo del dictador, a quien su padre impuso el pacífico nombre de Saif Al Islam (o Espada del Islam). La Fundación dirigida por Saif a punta de espada tiene entre otros beneméritos cometidos el de velar por la «protección de los derechos humanos», la salvaguarda de las «libertades fundamentales» y el apoyo a las «víctimas de la guerra». No es de extrañar que tan nobles propósitos estén avalados por un Consejo Asesor del que formaban parte hasta no hace mucho el presidente de la Internacional Socialista Georges Papandreu, el ex primer ministro italiano Giulio Andreotti y el premio Nobel de Medicina Richard J. Roberts. Casi todos ellos han dimitido en los últimos meses, tras advertir –súbitamente– que el régimen de Libia era una dictadura. Quién lo iba a decir.
Aún hay más motivos para la perplejidad. Gracias a los papeles de Wikileaks se ha sabido estos días que un tal Bin Qumu, encarcelado durante años en Guantánamo por su pertenencia a Al Qaeda, es ahora el líder de una brigada de los «rebeldes» –también llamados «población civil»– que combaten a las tropas de Gadafi en la guerra de Libia. Azares de la Historia han hecho que el antiguo enemigo y prisionero (clandestino) de Norteamérica se convirtiese por arte de birlibirloque en un aliado de los aliados que le apoyan con sus cazabombarderos, sus portaaviones y sus fragatas. Nada nuevo si se tiene en cuenta que los americanos armaron también en su día al mismísimo Osama Bin Laden cuando éste era uno de los suyos y combatía a los soviéticos que habían invadido Afganistán allá por los años ochenta.
No es Zapatero, por tanto, el único líder occidental al que Gadafi engañó para que le vendiese armas y le prodigase sonrisas tanto o más letales que aquellas. Incluso Hillary Clinton acaba de descubrir que el sátrapa utiliza bombas de racimo made in Spain en su propósito de masacrar a las tribus adversarias. Casualidad o no, Hillary se pronuncia algo así como «Gílari». Nada más apropiado para una guerra que empieza a parecerse a las de Gila.
II. ZAPATERO Y GILA, EN LIBIA (FARO DE VIGO, 19-III-2011)
Crónicas Galantes
Zapatero y Gila en Libia
Anxel Vence
Inesperadamente belicoso pese a su tierno apodo de Bambi, el presidente del Gobierno que retiró las tropas españolas de Irak se dispone ahora a mandar sus barcos, aviones y demás ferretería de combate contra la Libia de Gadafi. Despojada al fin de complejos, España entrará en guerra contra el sarraceno; aunque mucho es de temer que se trate más bien de la guerra de Gila.
Este Gadafi al que ahora le vamos a dar en toda la cresta con nuestros cazabombarderos es el mismo con el que Zapatero se retrataba sonriente y cogido de la mano en Trípoli a finales de junio del pasado año. El entonces respetable líder de la Revolución Verde recibió al presidente en su tienda rodeada de camellos para charlar sobre las relaciones económicas y comerciales de los dos países, entre las que acaso se incluyese la venta de armas españolas al régimen de Gadafi. Nada más natural, si se tiene en cuenta que, sólo en aquel primer semestre de 2010, España abasteció a Libia de armamento por valor de casi siete millones de euros. Una cifra más bien módica si se compara con los 1.500 millones de euros en «material de Defensa» que el Gobierno de Zapatero habría acordado vender a Gadafi durante la visita que el caudillo libio hizo a Madrid en diciembre de 2007.
Por fortuna, esas armas no serán utilizadas ahora contra los aviones y barcos que el presidente español va a mandar a Libia en misión de guerra. Gadafi, como en su día hizo Sadam Husein al ver que se le venía encima el Séptimo de Caballería, ha decretado un rápido alto el fuego en la batalla contra sus enemigos interiores. Pero ni por esas. Usando una frase similar a la de Bush cuando Husein aseguraba no disponer de las armas de destrucción masiva alegadas –falsamente– por el presidente de Estados Unidos, Zapatero ha dicho ahora que Gadafi «no nos engañará». Quiere decirse que, con o sin tregua, nadie va a librar al ahora dictador y antes amigo de un ataque en el que España marchará en primera línea de fuego.
Asombra un tanto que un pacifista amante de la Tierra y del viento como el presidente español se apunte con tamaña presteza a un bombardeo, pero ya decía Pedro Navaja que la vida te da sorpresas. No hay por qué escandalizarse. Todo el mundo –incluyendo a los gobernantes– está en su derecho a cambiar de opinión y decir digo donde antes dijo Diego. A condición, claro está, de que uno disponga de los medios necesarios para hacer hoy lo que ayer dijo que jamás haría.
No parece ser éste el caso de Zapatero. El súbito ardor guerrero que Libia ha despertado en el Gobierno español tropieza, infelizmente, con las dificultades mecánicas habituales en el país de Pepe Gotera y Otilio. Sucede, por ejemplo, que el portaaviones «Príncipe de Asturias» –buque insignia de la Armada– se encuentra inoperativo a causa de las restricciones presupuestarias impuestas a Defensa por el presidente cuando Zapatero ejercía de pacifista y tío enrollado. Obligadamente aplazadas las reparaciones de los desperfectos en el radar y otras partes de su armazón, la nave no es apta para el combate y necesitaría cuando menos una semana para hacerse a la mar, según los cálculos de los militares. No es, por fortuna, el caso del submarino «Mistral» que el Gobierno ha decidido enviar también a la zona de conflicto tras la subsanación de las deficiencias que hace apenas dos años obstaculizaban su inmersión bajo el agua.
Aun a pesar de esas enojosas dificultades, España dispone de cazas y otras máquinas de guerra en bastante número para cumplir los deseos bélicos del presidente en Libia; pero no es lo mismo –claro está– que exhibir ante los aliados un vistoso portaaviones. Tanto da. En la peor de las hipótesis, siempre le quedará a Zapatero el recurso a la guerra telefónica de Gila. Ring, ring: «¿Está el enemigo?» «Que se ponga». «Oye tú, Gadafi: a ver si paras de una vez». Malo será que no se rinda de inmediato.
III. TRINIDAD JIMÉNEZ: «NO HAY GUERRA EN LIBIA» (FARO DE VIGO, 24-III-2011)
Crónicas galantes
No hay guerra en Libia
Anxel Vence
Más sonriente y dicharachera que nunca, la ministra de Asuntos Exteriores, Trinidad Jiménez, ha aclarado que lo de Libia «no es exactamente una guerra»; y tal vez lleve razón. Puede que el despliegue de portaaviones, fragatas, submarinos y cazabombarderos en el Mediterráneo sugiera otra cosa, pero nada es lo que parece en estos confusos tiempos.
Las bombas, un suponer, no son exactamente bombas, sino artefactos inteligentes que distinguen con gran perspicacia a los secuaces de Gadafi de la población civil. Cierto es que a veces se ponen un poco burras y matan por error a pacíficos ciudadanos desarmados, como a menudo sucedió en Irak y Afganistán; pero ya se sabe que hasta el mejor piloto echa un borrón de sangre.
Tampoco los muertos son exactamente muertos, como es natural. A lo sumo podrían ser reputados de «daños colaterales», según la feliz expresión ideada hace dos décadas por los estrategas de la primera Guerra del Golfo. O quizá sean gente que ha dejado de respirar, sin otro propósito aparente que el de estropearle la estadística a los ejércitos de liberación.
Otro tanto ocurre con los civiles a quienes España y demás caballeros andantes de Europa han ido a liberar del tirano que los oprime en Libia. Los que se dejan ver en las fotos suelen posar con lanzagranadas, ametralladoras e incluso tanques, circunstancia de la que acaso la ministra Jiménez podría deducir que no son «exactamente» civiles. Pero quién sabe. Hasta es posible que la ministra no sea exactamente una ministra.
Tanto engañan las apariencias, que ni siquiera resulta improbable que Libia no sea exactamente un país, sino un conjunto de más de treinta tribus agrupadas en un mismo territorio por el caprichoso lápiz con el que trazaron fronteras en África las antiguas potencias coloniales.
De hecho, algunas gentes descreídas pero bien informadas como el corresponsal del «New York Times» en la zona, David Kirkpatrick, sugieren que lo de Libia no es exactamente una insurrección, sino una guerra civil entre tribus. A las del Este del país, pertenecen, en realidad, la mayoría de los desertores del Ejército de Gadafi que ahora comandan las fuerzas rebeldes (o «población civil», por decirlo en la jerga de la coalición exterior que está bombardeando Libia). Si el anterior rey Idris favorecía a esos clanes hasta su derrocamiento por el coronel Gadafi, la situación se invirtió con la llegada al poder del actual caudillo libio. Apelando a la misma lógica de cacique africano que sus enemigos, el dictador pasó a beneficiar desde entonces a sus propias tribus del lado occidental y costero del país. Asuntos de familia, en definitiva.
Esas querellas tribales han desembocado en una guerra que apenas guarda relación con las revueltas –civiles y pacíficas– de Túnez o Egipto: países con mucho mayor grado de cohesión social y, lo que acaso sea más importante, sin grandes reservas de petróleo en su territorio. Ahí pudiera estar la clave de la guerra que no es guerra.
Sorprendentemente, los líderes europeos que hasta hace nada le ponían la alfombra y lo que fuese menester a Gadafi, han decidido participar ahora en la guerra civil de Libia, apoyando con su fuerza aeronaval al bando de las tribus insurrectas. Las apariencias sugieren que se trata de una intervención –militar, por supuesto– en los asuntos internos de otro país; pero quizá no sea exactamente eso. Como suele ocurrir en estos casos, los bombardeos no tienen otro objetivo que el de proteger a la población bombardeada y –ya metidos en paradojas– luchar por la paz, que es algo así como fornicar a favor de la virginidad.
Todo ello no hace sino darle la razón a la voluntariosa ministra española de Exteriores cuando dice que «esto no es exactamente una guerra», aunque parecer, lo parezca. Puede que, en realidad, sólo sea una vergüenza.