El Acento

Antonio Florido

Amunátegui y el arte del silencio

Amunátegui y el arte del silencio
José Antonio Amunátegui

ENSEÑAR, MOSTRAR, SILENCIO
Hoy “nadie” acepta oír lo que no le gusta. Pero, contra toda reciprocidad, todos quieren ser escuchados, aprobados, celebrados y compadecidos. Si alguien comparte su dolor, le responden: “el mío es más grande”; si alguien da una idea es interrumpido con un agrio “es estúpida, la mía es mejor”. El diálogo humano está envenenado de mala leche. Si alguien conduce por una pista, otro quiere su lugar. Si alguien es “pillado” en su “pillería”, miente y calumnia a otros. Todo muy tosco, muy brutal.
Hogares, comercio, motores y hasta recintos educacionales, disponen libremente, y con intensa agresividad, del silencio ajeno. Están convirtiendo nuestros espacios comunes en una discoteque, en una feria cacofónica, en una cloaca. Sin medios para aislarnos acústicamente, el hedor invade nuestros hogares, impidiéndonos trabajar, descansar, crear o recrear. Estamos indefensos ante una guerra por la supremacía, ante maldad atroz que somete otros a la propia megalomanía. Nadie hace nada, no hay defensa, ¿dónde escapar o esconderse? Baste una diferencia para ser blancos de odio. Se ha roto el cristal del respeto entre nosotros.
Las personas no son intrínsecamente malas; la maldad no es su característica fundamental. Los actos perversos anuncian una enfermedad de mente y corazón, o diríamos de alma. Tenemos por educados a quienes llegaron a las alturas académicas, y por ignorantes a quienes tienen poca o ninguna escolaridad. He aquí nuestro más grave error. Educado es quien consiguió salir de sí mismo al encuentro de otros, e ignorante es quien se hizo a sí mismo prisionero en la celda aislada de su yo; he aquí la enfermedad, el mal. ¿De qué puede servirle a ese enfermo profesión, fortuna, símbolos de estatus y reconocimiento social, si toda vanidad le arrastra a un vacío insoportable? Vidas sin sentido, vectores hacia ningún destino; sólo un punto, integrista, fanático de sí mismo, que al disolver vínculos se vuelve autodestructivo.
Todo el esfuerzo educativo se puede resumir en “amar”, vincularse, al igual que la libertad. La condición primordial del amor es el silencio para escuchar al tú. El ruido, la bulla, es basura que incomunica; aunque mucho se muestre y se enseñe, nada llega a ser visto y aprendido por quien se ha anclado en un punto, y se ha protegido por un sólido muro cacofónico donde cada ladrillo le grita sólo lo que quiere oír. Esta bulla requiere cada vez más potentes parlantes, y cada vez más abultados recursos para comprar juguetes que agreden a otros.
Esta bulla se impone a quienes transitan, viven o laboran cerca, agrediendo, ejerciendo violencia sobre quienes aún conocen el valor del silencio; las víctimas de esta violencia ingresan al ciclo de la violencia, perdiendo su capacidad de vincularse. El ciclo perverso, así, muestra enorme efecto multiplicador. En este vacío, quien enseña no quiere enseñar a quien no quiere aprender porque odia a quien sabe más, odia el conocimiento, y simplemente odia todo lo que no sea él mismo. ¿Qué pueden hacer profesor y alumno, sino maldecir su suerte que los obliga a hacer acto de presencia ante quien les desprecia? Si, por un momento, renunciaran a su fatídico encierro, se atrevieran a atravesar el muro, y encontraran algo que admirar más que a sí mismos, buscarían saber más. El punto de encuentro entre personas es esencial, indispensable.
Quienes se vinculan son discretos, prudentes… El silencio es propio de grandeza y nobleza, y la bulla es típica hija del corrupto. El silencio no es, como creen algunos, “callar para otorgar”, no es cesión de espacios para la verborrea o los parlantes basura. El silencio no representa cementerios ni sordera. El silencio es, propiamente, la condición mínima para conseguir escuchar; sin silencio no se puede amar, no se pueden establecer vínculos, y por tanto no se puede conocer. ¡Sin silencio no se puede contemplar! ¿Cómo se puede amar sin contemplar lo amado?
Un gran violinista dijo, en una entrevista, que en música lo más importante es el silencio. Un sabio oriental sentenció que, si alguien quiere ser escuchado, procure susurrar, jamás gritar. ¿Cuándo fue la última vez que conseguimos terminar una idea sin ser interrumpidos? ¿Cuántas veces hemos expuesto una idea sin obtener a cambio un “no”, una andanada polemista, un ataque personal, una descalificación? ¿Cuánto hemos podido compartir lo aprendido? Imposible compartir a quien detesta que otro sepa más. El conocimiento indigna al embrutecido, pues sólo él pretende hablar. Educar en el silencio es enseñar a respetar y amar.
JAAO

Publicado en el Diario La Prensa, de Curicó.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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