Esta semana ha cumplido 80 años Pasqual Maragall, ex alcalde de Barcelona y ex presidente de la Generalitat. Los medios así lo han reflejado, en ocasiones hablando de él como si de un difunto se tratase. Pero no lo es. Pasqual Maragall vive ciertamente aunque apartado de la vida pública, aquejado de Alzheimer. Pero vive y siente. Y se le recuerda.
Mi casi único encuentro con él fue en el Parlamento Europeo, en la sede de Salzburg. Me lo encontré inopinadamente en una salita en que él estaba acabando el texto de una intervención. La mirada que me dispensó fue como si viera un extraterrestre o despertase de un sueno incómodo.
Intercambiamos unas pocas palabras sobre el papel de las ciudades en la Europa de las regiones y poco más.
Ya por aquella época se le atribuía adicción al alcohol, entre otras lindezas. Ya era entonces la política sucia y los boletines confidenciales proliferaban como setas. Aquellos polvos trajeron estos lodos.
Apenas recuerdo algo más de Maragall. Quizá haber coincidido con él en la calle Porvenir de Barcelona y poco más.
A toro pasado me percato del gran peso político que llegó a tener Maragall y cómo se ha jubilado tocado de una aureola de decencia como pocos políticos de la transición. Justo lo contrario de su gran oponente político, Jordi Pujol. Los últimos años de Pujol han sido una desagradable sorpresa para muchos correligionarios y para aquellos -yo entre ellos- que admirábamos algunas de sus virtudes (la devoción al trabajo, la capacidad intelectual) aun conocedores de su talante intemperado y su anteposición del servilismo al talento.