Zapatero, la carta y el león (de Esparta)

Me he sentido hondamente reconfortado al saber que Rodríguez ZP había firmado con el primer ministro turco, el integrista islámico Erdogan, una carta de condena de las caricaturas de Mahoma, aparecidas en un diario danés, que han dado lugar a una devastadora oleada de santa ira contra los intereses europeos en todos los países seguidores del Islam. ZP practica así, con absoluta coherencia –no es cierto que Zapatero sea siempre falso, hipócrita y un redomado mentiroso, como flatulencian sus enemigos- la anunciada Alianza de Civilizaciones cuyo verdadero rostro vemos aquí materializado. Consiste en no oponerse irresponsablemente a las posiciones del islamismo, ni hacer una exhibición innecesaria de los principios democráticos, tan culpables y decadentes a los ojos de los mahometanos, además de ofrecer algunos tributos simbólicos o reales, que bien poco nos cuestan, para calmar a quienes proclaman su rencor hacia Occidente.

Hay que intentar aplacar las ansias de degollina de los islamistas antes de que pretendan llevarlas a cabo y nos pillen sonrientes y desprevenidos. Semejante estrategia la practicaron ya, con resultados conocidos, los Reinos de Taifas andalusíes ante las invasiones que acudían desde el Magreb a salvar del pecado a sus hermanos corrompidos, los árabes españoles. Y aquel Al-Andalus posterior a Almanzor es, al fin, lo más parecido al modelo plurinacional, confederal y asimétrico que Rodríguez está levantando para salvar a España de la tentación de enfrentarse a sus enemigos y que la aplasten.

A lo que estamos asistiendo es a una justificada ofensiva contra Europa que, por otra parte, si la sabemos incorporar a nuesta experiencia histórica, podría resultarnos sumamente útil. Asesinatos, quema de edificios, ofensas a las banderas, boicot a los productos de unos países que les han mandado -como en el caso de los palestinos votantes de Hamás– toneladas de subvenciones sin las cuales habrían desaparecido, y hasta llamadas a negar y reírse del Holocausto judío como la que ha realizado Irán, y todo para responder a unos chistes, dan la medida exacta de lo que cabe esperar de esta morisma a la que crecientemente damos cobijo en nuestro territorio para que no se nos excite.

La quema de la bandera española, por ejemplo, a pesar de nuestra retirada de Irak y de nuestra diplomacia de la rendición, debería resultar un signo patente de que tenemos que marcar con mucha más claridad nuestra disposición a abrir brechas en el frente occidental. Para ellos, lógicamente, todos los occidentales somos los mismos: una cultura cristiana que ha producido libertad, riqueza, justicia, igualdad y desarrollo como nunca se habían conocido, y que les recuerda, con su mera existencia, un desequilibrio insultante respecto de los notorios esfuerzos islámicos para dar a sus pueblos un bienestar parecido sin salir del Medievo. Desviar contra Occidente el obvio resentimiento que agitan quienes realizan odiosas comparaciones, resulta un acto de reparación necesario, además de muy beneficioso para unas élites musulmanas, inmensamente ricas, a las que les parece de perlas, y de ahí su admiración por Zapatero, que las masas fanatizadas por el Islam quieran cortarnos el cuello a nosotros antes que a sus tiranos, o sea, a ellos.

Nadie ha de extrañarse por eso, y de ahí la pertinencia de la carta, de que frente a los gritos de exterminio que se oyen en las calles de Oriente –el exterminio de los infieles, empezando por Israel-, los países más entreguistas seamos los latinos. Y entre los latinos, sobre todo los españoles, que ya probamos el fin de Roma por dos veces y estamos más preparados. Afortunadamente, la vieja España está hoy gobernada otra vez por don Rodríguez y los hijos de Witiza.

Menos mal que ya sólo resisten algunos germanos irreductibles, aquellos bárbaros que acabaron cristianizados y que fueron los primeros en intentar lo que no hemos conseguido en 1500 años: reconstruir la unidad europea que ellos mismos habían roto. Anglos y sajones, daneses, escandinavos… vikingos poco habituados a las invasiones, siguen queriéndose hoy herederos de aquella Roma que creyeron vencer, de aquel sentido de la civilización que les arrastrará inútilmente. Veremos en qué acaban sus provocaciones el día en que los muecines, desde las torres de las mezquitas de Europa, a las órdenes de Persia y de Damasco, llamen a sus fieles al combate, y millones de islamistas se dispongan a degollarnos en nombre de Alá. Pero a nosotros siempre nos quedará Zapatero. El león de Esparta de León. Alivia saberlo al frente de nuestras tropas.

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