La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Oscar Wilde suspira la última respuesta de Unamuno

Nochevieja de 1936. El frío de la última hora del último día trata de acoger en un manto de calidez la sangre de los miles de muertos del primer año de la incivil guerra civil. En la noche más oscura, quien derrochara fuerza, pasión y genio, yace derrotado. Tras su última batalla, en la que se enfrentaran verdad y mentira, razón y barbarie, fue derrotado por Millán Astray. Miguel de Unamuno, quien azotara como nadie la adormecida alma española, ha llegado ante su momento más temido. Cuando su inminente muerte sea brutal realidad, comprobará la solución de su eterno tormento: vivir para siempre o dormir anestesiado en la nada.

Suda gotas de agua helada bajo el peso de la cama en la que será amortajado. Está angustiado, terriblemente angustiado. Ojalá hubiera tenido en esta hora la fe del carbonero, se dice. Mas él bien sabe que, pese al dramatismo de una lucha honda y despiadada, su yo más íntimo no podía traicionarse.

– Que sea lo que Dios quiera…

Asustado, Don Miguel grita. Sabiéndose solo en la habitación, no sabe de dónde ha salido esa voz que, pese a su dulzura y cierto cinismo, parece de ultratumba. “¿Quién está ahí? ¿Quién es?”, pregunta con voz entrecortada.

– No se preocupe, profesor. Me conoce bien. Soy Oscar Wilde. Sí, ya sé que llevo muerto 36 años, y que jamás hemos coincidido personalmente. También tengo advertido que no he sido su autor de cabecera. Pero usted y yo tenemos mucho en común, le admiro profundamente y quiero acompañarle, ayudarle.

– ¿Ayudarme? ¿Cómo? ¿A qué? En lo que me va a ocurrir, nadie puede ofrecerme consuelo ni mano amiga. No quiero morir… No puedo morir. Ahora no. Aún no…

– Usted debe saber a ciencia cierta que ha culminado una obra. Una excepcional obra. Es esencial que sepa esto antes de cerrar los ojos para siempre. Ha de sentirlo con el corazón, no sólo saberlo con la razón.

– No, no puedo sentirlo ni saberlo. Siempre me desgasté por ser la conciencia de España. Busqué despertar el ansia de saber de los españoles, a quienes consideré, aun obligado por una fuerza superior, casi como mis hijos. Siempre me sentí responsable de este pueblo. Y ahora compruebo cómo se mata entre sí. Me horroriza morir. Pero aún más hacerlo en una España que agoniza por falta de conocimiento. Porque el desamor, el odio y la barbarie sólo tienen lugar donde escasea la cultura. He fracasado. Y mi obra está incompleta, puesto que mi voz hubiera podido ser clave en medio de la sinrazón. Mi obra era mi lucha. Y ésta muere derrotada, perdiendo la última batalla con mi última exhalación.

– No, no puedo consentir que muera como yo lo hice. Sería absolutamente injusto. Escúcheme bien, porque éste será su último suspiro, el que permanezca para la inmortalidad. Y saldrá de mis labios. Esté atento: usted, pese a no ser lector asiduo de mis escritos, conoce muy bien que yo dije adiós a la vida tras un incompleto intento de renovación absoluta de mi ser y de mi obra. Mi encarcelamiento “por sodomía y escándalo” fue utilizado por la hipócrita sociedad inglesa de mi época para tener un escaparate en el que reflejar, distorsionadamente, lo que pretendían había de ser la recta moral. Me creyeron su mascota, en los tiempos de éxito así como en los de chanza. Pero nunca supieron que fui superior a todos ellos. Siempre. En mi primera etapa, ensalcé un canto a la belleza y a la alegría total desde la despreocupación absoluta de los sentimientos y hechos terrenales que podían llevar a la preocupación. Fue tan maravilloso y potente ese cántico que, por él, gané fama inmortal. La misma por la que se me conoce hoy como se me conocerá mañana. Pero la desgracia acabó siendo mi luz. La derrota me hizo más fuerte. Y entendí que la máxima belleza se encuentra en el dolor. El arte, si es sublime, ha de ser enjugado por las lágrimas. Eso lo experimenté en la cárcel. Ahí supe que había nacido un hombre y un artista nuevo. Mi nueva obra iba a ser la que me concediera el recuerdo eterno que en verdad deseaba. Pero la misma tristeza acabó derrotándome. No escribí nada más de valor. Poco después, perdidas las fuerzas, acabé muriendo en un hotel de París. Tenía 46 años, y tantas cosas que decir…
En cambio, usted sí ha sido un todo. Una obra conclusa. A sus 72 años, ha tenido tiempo de evolucionar y metamorfosearse mil y una veces
: de ser independentista vasco pasó a “dolerle España”. Quiso europeizar el alma de sus paisanos, para luego anhelar la extensión de los valores de su patria al Viejo (y decadente) Mundo. Fue socialista y revoloteó en torno al anarquismo, como fue republicano y antimilitarista. Para terminar, ahora, deseando la victoria de los batallones de Franco…, mientras combate a quienes le llaman fascista. Mañana lo enterrarán brazo en alto, pero no tienen ni idea. Acepta un hecho que le repele sólo como único medio posible para retornar al orden, una falsa paz a través de la cual, con su pluma y su voz, sería usted y no otro, una vez más, quien encabezara la defensa de los ideales más puros. Su vida y su obra han sido lucha, batalla sin fin. Siempre incomprendido, siempre bregando por y para los demás, pese a incomodarles, echándoles en cara sus faltas a través de sus “sermones laicos”. Y ahora concluye todo haciendo frente a su última y verdadera gran duda, la que le quema el pecho: Dios. Usted, no lo dude, crea o no en él, exista éste o no, ha sido un maravilloso embajador de Dios entre los hombres. De católico sin mácula, a base de revoluciones interiores, saltó al ateísmo, al agnosticismo, al sí del corazón y el no de la cabeza, a la independencia de todo dogma a la vez que se declaraba profundo cristiano…, en el mismo momento en que defendía a Dios sin tener certeza de su existencia. Como siempre, todo en Miguel de Unamuno ha sido combate. Contra sí mismo. Hasta el punto de que mi misión aquí es suspirar la última respuesta de su vida: ¿cree o no cree?

Con los ojos abiertos como platos y el rostro tomado por una blancura pétrea, Miguel de Unamuno exhaló entonces su respiro final. Sin voz, sin respuesta. Pero tranquilo. Con gesto de ternura, Oscar Wilde cerró los ojos que, en ese instante, sabrían si, finalmente, pese a morir, estarían por siempre abiertos. Antes de evaporarse, el artista inglés tuvo tiempo de firmar su última (ahora sí) gran obra:

Aquí muere Miguel de Unamuno. En el último instante, se concienció verdaderamente de que la obra de todo escritor que responde a las cuestiones esenciales es siempre conclusa. Y genial. Aunque haya carecido de tiempo suficiente para responder a todos sus anhelos. Lo cual, por serle a los genios todo de inmenso interés, es completamente imposible. Quien esto escribe, por tener la facultad de escuchar el silencio, asegura que Miguel de Unamuno ofreció su última y definitiva respuesta a la pregunta que siempre le hizo mirar a la otra vida. Al ser absolutamente íntima, sólo se la transmitiré a Dios. Si existe.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA
Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Lo más leído