Miguelito se las prometía muy felices. Eran las fiestas de su pueblo y, por primera vez en cuatro años, a causa de que libraba en el curro, podría ver los encierros de toros. Sin embargo, su voluntad se truncó a causa de una jubilosa parranda en la noche de la víspera, a la luz de la luna lunante. A las siete la mañana se recogía en el lecho, ya cuando nacía el sol tunante. Evidentemente, se durmió y no fue al encierro.
Al mediodía, se despertó bajo la evocación de las gachas, acompañadas de morapio, de las que disfrutaban las peñas del pueblo por todas las calles, bajo el sonido de tronante música house. Somnoliento, se tomó un café y preparó la ducha. El líquido negro obró su efecto y corrió a abrazarse al retrete. En ese momento, comenzó a sonar por la radio A dónde va nuestro amor, de Luz Casal. Preso de una repentina turbación, miró al cielo (su imaginación eliminaba el techo del baño y se abría hasta lo más alto).
Justo en ese preciso instante, Miguelito volvió a creer en Dios.
MIGUEL ÁNGEL MALAVIA
