Se ha conocido hoy: el Papa Francisco ha renunciado a vivir en los aposentos pontificios; seguirá donde está ahora, en la sencilla Casa Santa Marta, donde se alojaron los cardenales que votaron en el cónclave y en cuyas sencillas dependencias reside parte del vecindario vaticano. Un gesto de autenticidad más. Un prejuicio menos que podrán echar en cara quienes siempre utilizan los mismos clichés contra la Iglesia.
En catequesis, siempre explicaba a los chicos que “Jesús fue un rey, pero un rey diferente a todos. ¿Por qué? Porque no nació en un palacio, sino en un establo, en el lugar más olvidado del mundo entero. Porque siempre vivió de un modo sencillo, hermanos de todos y con una atención especial hacia los más excluidos. Y porque murió como un perro, maltratado y humillado del peor modo posible”.
La fuerza del testimonio del propio Dios hecho hombre ha sido históricamente ridiculizada porque sus principales representantes, llamados “príncipes”, en verdad vivían en “palacios” y recibían reverencias a su paso. Los Papas no han podido ser ajenos a esa imagen. Hasta que llegó Juan XXIII y, desde él, progresivamente, se han ido perdiendo con sus sucesores ciertos signos y gestos de poder principesco.
En solo unos días, Francisco ha culminado la ruptura de la imagen de un Papa como un líder temporal y no solo espiritual. Hoy no choca tanto decir que el Papa, como Jesús, es pobre entre los pobres. Antes podíamos ofrecer mil explicaciones teológicas en defensa de ciertos signos y gestos, pero nada más auténtico y creíble para el hombre actual que, en verdad, el Papa no sea visto como un príncipe que reside en un palacio y, lejano a todos, mira al mundo desde su elevado trono de oro.
¡El aire más fresco y puro llega hoy desde lo más bajo del valle!
MIGUEL ÁNGEL MALAVIA