Rafael Blasco García: «Vértigo y tiranía de la felicidad»

Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una. (Voltaire)

Felicidad
Felicidad

Ha entrado mayo, con sus luminosas horas, alegrando el trajín de los días que conducen al estío, al dominio del azul del mar y al vivificante lienzo del verde de los ríos en los que reverbera el sol creando paisajes refrescantes sobre sus lechos de piedras, que nos hablan de lo eterno y lo esencial, como una paz de viejo campanario que sonríe con placidez a la vida.

La apreciación reflexiva de la belleza se ve entorpecida por la incesante celeridad que desplegamos en la continua persecución de nuestro porvenir soñado. Paradójicamente, ansiamos disponer de “tiempo libre” para dotarlo de otro modo de actividad en un incontrolado mimetismo de la acción. Arrinconamos los momentos de reflexión, que requieren una mirada solaz, privándonos de su enriquecedor aporte para el alma humana. Generamos un erróneo sentido de culpabilidad ante estos paréntesis del tiempo que, lejos de dedicarlos a la vida contemplativa, queremos dotarlos de un dudoso y zozobrante “aprovechamiento”. En los últimos años, el desasosiego ha sufrido un crecimiento exponencial, y trae de la mano una multitud de literatura de autoayuda, cuya dogmática búsqueda de la felicidad conduce frecuentemente hacia el más descarnado individualismo, con líneas divergentes que se alejan del bien común. El concepto de felicidad, que siempre ha ocupado un relevante protagonismo en el centro de la filosofía, se ve ahora mercantilizado. Las crisis de las religiones dejan a los seres humanos perdidos y convertidos en drogodependientes emocionales. Surge la nueva religión del “yo”, a cuya sombra crece el comercio de la felicidad vendiendo recetas milagrosas de las “nuevas espiritualidades” que dañan y manipulan la inteligencia emocional, penalizando con la culpa del fracaso a una sociedad en la que el drama shakesperiano no tiene cabida alguna ante estas doctrinas de resiliencia dirigidas hacia el nuevo y “obligatorio” estado de plenitud anímica, cuyas propuestas de autocontrol caen en lo patológico, propulsando el rápido avance de la miopía ética. El imparable individualismo entorpece la lucha por la igualdad de géneros en la que, en puridad, hombres y mujeres debieran implicarse desde un pensamiento andrógino que rehúya todo estrabismo en la mirada, sin que chispee una luz con más fuerza que otra según el sexo. El interés y participación en la lucha por la justicia social nos acerca y aferra al asidero de la buena conciencia que, junto al inigualable poder del amor, proporcionan la sólida base de paz y equilibrio que precisa el alma. Señaló Bertrand Russell  que “entre todas las formas de cautela, la cautela en el amor es, posiblemente, la más letal para la auténtica felicidad”. La mayor parte de la literatura de autoayuda va por otros derroteros y nos responsabiliza de nuestros fracasos, al no abordar la nave del pensamiento positivo mediante el obsesivo esbirro del autocontrol. Se nos pide, a través de consignas de vendedores de humo, el dominio de nuestro estado de ánimo, en cuyos cambios podemos intervenir reflexivamente, pero no dominar, al formar parte de nuestra vulnerabilidad humana y de su interrelación con los avatares del vivir. El consumo tiraniza nuestro tiempo y anula el desarrollo de nuestros sentidos, atrofiados por la cantidad de bienes que deseamos alcanzar en una carrera cuya meta es el abismo, olvidando en el camino la trascendencia de ese tiempo que precisamos para vivir con plenitud y clarividencia, en cuya luz está implícita una felicidad auténtica y libre, no impuesta como mandato. La sociedad está alcanzando un alto grado de indiferencia que se apoya en un vacío estremecedor en el que tenemos todo juzgado y, por lo tanto, prescindimos de juicios reflexivos. Decía Tolstoi que “el secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace”; en este mismo orden de pensamiento escribió Shakespeare: “podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito”.

La ilusión y el entusiasmo desarrollan el bienestar espiritual, y son el motor de nuestras pasiones, a las que nutren de equilibrio y satisfacción. Apuntaba Voltaire: “yo, como Don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme”. Don Quijote asalta la libertad de vivir, más allá de cualquier convencionalismo y edad, manifestando un bello motín existencial, despejando oscuridades y poniendo fantasía y justicia en su camino. Homenajea Voltaire con este pensamiento a la cordura de Cervantes, enfrentado a transformar metáforas en realidades. Ese salto de locura, que rehúye hallar la dicha entre hedonistas e imperativas normas, nos ayuda a “desfacer entuertos” y es preciso para caminar por la vida. Pero el ser humano ve brotar en la sociedad nuevas patologías, de las que huye buscando ayuda en las interesadas fuentes que oferta el pensamiento positivo con sus “religiones de autoayuda” en las que no tienen cabida los disidentes, y en cuyos confesionarios no se admite absolución por pecar contra la felicidad, convirtiéndose esta en una nueva dictadura de nuestra espiritualidad capitalista. Estas nuevas espiritualidades constituyen un sigiloso populismo, actuando como renovados oráculos que nos hablan de una intensidad futura, en detrimento de nuestro insustituible presente. La nostalgia del ayer o la carrera hacia el mañana crean una ansiedad que impide vivir con plenitud el día a día. Inculcar a los jóvenes que pueden alcanzar todo cuanto se propongan es empujarles contra el muro de la frustración; debemos mostrarles las condiciones de las que parten y sus posibilidades reales de mejorarlas, sin que ello suponga ningún menoscabo en sus ilusiones. Hay fuertes carencias culturales que nos anegan el juicio y nos llevan a sucumbir, con desapego y distancia, en los nuevos océanos de la globalización social y tecnológica, con el riesgo evidente de ver triunfar la penumbra en una sociedad de títeres, factible de ser dirigida por gobiernos populistas que encuentran terreno abonado en la carencia de criterio de las masas sociales, en las que introducen armas de control psicológico mientras las élites económicas y políticas siguen aumentando su poder. Hemos de ser conscientes de estas manipulaciones emocionales, reapropiándonos de nuestro presente y de nuestras ilusiones vitales, sabiendo que precisamos la certeza de no estar perdidos, para poder serenar el espíritu. Seres que han gozado de plena libertad desde que nacieron para estirarse como quisieran, se encuentran con el rumbo extraviado entre bandadas de pensamientos ilegítimos, ahogándose en la pleamar de sus opiniones. El exceso y la aridez de la palabra “yo” se incrementa, y su sombra impide crecer nada fructífero en sus dominios. Urge el retorno a una sólida educación en humanidades que ponga en su justo lugar a la tecnología y restaure nuestra solidaridad, cordura y libertad de pensamiento, cuya línea de desarrollo, solo así, se verá iluminada.

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