Pedro José Yera Molino

¿Es la desigualdad un problema?

¿Es la desigualdad un problema?
Desigualdad

Si les cito los nombres de Thomas Piketty, Branko Milanovic o Philippe Van Parijs quizá no les suenen absolutamente de nada. Probablemente pudieran tener algún tipo de baquía sobre el primero de ellos, convertido en uno de los economistas de moda por su obra: El Capital en el siglo XXI. No deja de resultar curioso como, a pesar de ser este ejemplar uno de los libros más vendidos del mundo, no es precisamente uno de los más leídos. Sobre Branko Milanovic sabemos relativamente poco, apenas que trabaja al servicio de la burocracia del Banco Mundial, dentro del Grupo de Investigación sobre el Desarrollo. El tercero, que no en discordia con los anteriores, es uno de los mayores defensores desde el punto de vista filosófico y ético de la renta básica universal, concepto al que se han suscrito pseudo intelectuales de medio planeta e incluso formaciones políticas.

Podrán ustedes convenir y muy acertadamente que el párrafo anterior es vacuo de contenido e incluso de interés. Efectivamente, no es la finalidad la de trasladarles una aproximación intelectiva a los economistas previamente mencionados, sino la de proyectar cuál es la piedra angular sobre la que gravitan sus estudios y análisis: analizar la desigualdad como un problema, son teóricos de la igualdad o igualitaristas.

Ergo, ¿es la desigualdad algo que debe preocuparnos? Realmente que el patrimonio del top 100 de millonarios de la revista Forbes cada año aumente no creo que represente algo perverso para nadie. De manera lógica, en lo que sí encontramos un punto de convergencia es en que la pobreza sí es un problema. Es conveniente para ello acotar ambas definiciones; por pobreza entendemos la imposibilidad de aquellas personas para acceder a determinados productos y servicios que consideramos comúnmente básicos: alimentos de primera necesidad, agua corriente, vestido, etc. En cambio, la desigualdad por tanto, no parte de una arista relacionada con el acceso de los diversos agentes a los bienes primarios (que ya asumimos), sino que introducimos un elemento disruptivo entre aquellas personas que poseen o pueden poseer (herencia por ejemplo) niveles de patrimonio, renta o consumo superiores a otras.

Así las cosas, la desigualdad se mide en términos relativos, distinguiendo entre tres clases de desigualdad, como acabamos de ver: desigualdad de patrimonio, desigualdad de renta y desigualdad de consumo. Si cogemos cualquier estadística, por ejemplo el Coeficiente de Gini, que mide la desigualdad sólo en términos de ingresos (dejando fuera patrimonio y consumo), donde 0 sería una situación absolutamente igualitaria y 1 un escenario de absoluta desigualdad, observaríamos lo siguiente:

– Tenemos un primer conglomerado de países donde la desigualdad sobre la riqueza (patrimonio si se prefiere) es muy alta: Argelia, Armenia, Bangladesh, Bielorrusia, Burkina Faso, Chad, Etiopía, España y Sudán.

– El segundo grupo estaría integrado por aquellas naciones con alta desigualdad en la riqueza: Dinamarca (país más desigualitario del mundo en patrimonio), Hong Kong, Israel, Noruega, Suecia, Suiza y Estados Unidos.

¿Significa esto que los ciudadanos de Dinamarca tienen serias dificultades para vivir o podríamos aparejar sus condiciones de vida a la carestía? Evidentemente no. Porque además conviene recordar y no pecar de tahúr con los datos, que Dinamarca es sincrónicamente uno de los países con mayor igualdad en el nivel de renta del mundo.

La conclusión a que nos traslada esto es que la desigualdad en la riqueza ni es una fuente fidedigna a la hora de medir la desigualdad, ni explica prácticamente nada. Asimismo, comporta un ejercicio analítico fútil imputar a los niveles de riqueza una vínculo de causalidad con la desigualdad, básicamente porque la riqueza no se puede consumir, no es fungible. Pensemos en algún rico sobradamente conocido para todos, Amancio Ortega si no queremos salir de nuestras fronteras. El fundador de Inditex no puede consumir los inmuebles de su propiedad, como mucho podrá consumir las rentas/beneficios que estos inmuebles generen y que por supuesto, no reinvierta en su negocio. Por tanto, que a priori, una persona posea un elevadísimo nivel de patrimonio, no refuta el argumento de que ese sujeto pueda disfrutar de una vida opulenta y alejada de lo frugal. Cabe adicionalmente resaltar, que las estadísticas dedicadas a cuantificar dichas disparidades patrimoniales no tienen en cuenta un elemento de sobresaliente importancia, la edad. Es tremendamente complicado gozar de un abultado patrimonio a una temprana edad (20-30 años) que contar con él en la senectud.

Continuemos con la secuencia lógica: si el componente patrimonial no es acertado para explicar esta disyuntiva, acudamos al segundo compartimento estanco: la desigualdad de la renta. Pensemos en dos sujetos A y B. El primer de ellos tiene unos ingresos anuales de 20.000 euros al año y el segundo de 100.000, parece evidente que el sujeto B puede disfrutar de un nivel de vida superior, dado que esta retribución sustancialmente mayor le permite adquirir más bienes o servicios, o en igual número, pero de mayor calidad. Pero B puede gastar esos mismos 20.000 euros con los que cuenta A y ahorrar y reinvertir (está posponiendo sus expectativas de consumo al futuro) el diferencial de 80.000 euros. Por tanto, aquí tampoco encontramos desigualdad alguna, con la diferencia de que B, por estar permanentemente ahorrando y reinvirtiendo presta una función social y contribuye a la creación de tejido y actividad empresarial que serán ulteriormente fuentes de producción de nuevas rentas. Además, en relación con la fase anterior que tratábamos, la de desigualdad de patrimonio, una persona puede tener un salario altísimo y no contar con patrimonio alguno, por razones de edad o por otras cuestiones. De tal manera que la desigualdad en términos de renta tampoco supone una brecha en las situaciones de igualdad o equilibro en el nivel de vida las personas, ni resulta relevante.

Si que podría ser susceptible de preocupación o desencanto el último punto del ciclo, referido a la desigualdad de consumo. Este aspecto es el más ilustrativo y pertinente a la hora de medir la disfuncionalidad en cuanto a la calidad de vida de los individuos. Porque son a la postre, los bienes de consumo aquellos que aportan bienestar y mejoría en las condiciones vitales de las personas. Lo que ocurre es que a escala mundial, insisto en que cojamos cualquier estudio o dato estadístico a nuestro antojo, la desigualdad en el consumo es bajísima inclusive en EEUU, que es un país en el disparadero constante dentro de la crítica social por ser uno de los más desiguales del mundo.

En suma, la desigualdad no comporta un problema stricto sensu, sí la pobreza. Lo que resulta absurdo en la práctica y moralmente reprobable es visualizar un problema que no existe y tratar de combatirlo con herramientas coactivas. Es decir, como queremos una situación óptima de igualdad, en lugar de que aquellos que están en la parte baja prosperen, vamos a arrastrar a los que se encuentran en el nivel superior hacia abajo. Es lo que, en la denostada por muchos filosofía política se conoce como objeción de nivel hacia abajo: para crear una situación que consideramos ideal, vamos a empeorar las buenas condiciones de quienes las poseen, en lugar de mejorar las de aquellos que disponen de peores condiciones.

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