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Carlos Dávila: «El plagista impúdico de Romero Robledo»

El cheque-bebé del indigente intelectual Zapatero ya se sabe que fracasó clamorosamente

Carlos Dávila: "El plagista impúdico de Romero Robledo"

Francisco Romero Robledo. El Pollo de Antequera. Fue ministro, tras cargarse a Isabel II, con dos reyes, Amadeo de Saboya y Alfonso XII y con una regente (ahora dirían «regenta»), doña María Cristina.

Y ministro de casi todo. Era un tipo distinguido de porte, galante con las mujeres, incluso con la propia, hija de un negociante de esclavos, orador eficaz, a veces incluso más brillante que el propio Castelar, y popular entre los suyos y los ajenos. Hasta algunos intelectuales le celebraron, por ejemplo Azorín, que le llegó a aclamar como el último romántico.

Ha pasado sin embargo a la Historia reciente de España como el rey del pucherazo. En este menester, don Francisco no tuvo rival; Cánovas, enjuto y feo, le dejaba hacer y durante años, Romero Robledo, se ocupó de enfangar todas las elecciones posibles con prácticas de lazarillo. Como gran cacique constituyó casi un nuevo cuerpo estatal, a medio camino entre la milicia y el funcionariado.

Lo denominó muy acertadamente las escuadras de votantes. La recluta se hacía entre mercenarios al servicio del mecenas que, en días de elecciones, se desplazaban de región en región, de pueblo en pueblo, sustituyendo a los muertos, a los presos o los desplazados. Así fue siempre Romero Robledo de victoria en victoria. Las gentes, entregadas a los designios del cacique, no votaban en favor de éste u otro partido. Como alguien, muy de importancia, reconoció una vez: “¿Me pregunta usted a quien voto, pues se lo diré: yo voto a… Romero Robledo”. Ningún reconocimiento mejor.

Murió Robledo y se llevó la llave de las urnas. Desde entonces sólo se han conocido cuatro ejemplos preclaros: la manipulación de las actas electorales en los comicios republicanos de 1931 y 1936, el referéndum de Franco para la Reforma Política, en el que en ciertas provincias, Soria sin ir más lejos, se registraron más votos positivos que los depositados, y más castizamente: unas elecciones para la Presidencia del Real Madrid en las que Ramón Mendoza, ayudado por su comprador de avales, Lorenzo Sanz, forró su candidatura con las voluntades también de los que no podían pronunciarse: los socios que ya estaban en el pijama de madera, o sea, en el cementerio.

He citado una cuarta, igualmente atrabiliaria y bochornosa; sucedió en una asamblea del PSOE donde la dirección de entonces trataba de eliminar, ¡vaya ojo!, a Pedro Sánchez. Este colocó, tras una cortinilla de sauna gay un recipiente comprado en un chino con la intención de que allí se depositaran los votos que iban a salvar de la quema al jefe. No dio resultado aquel día tan escandalosa martingala.

Por entonces, Sánchez ya era famoso en el mundo entero por el escandaloso plagio, sin vergüenza, sin recato alguno, de su tesis doctoral. Era, y es un plagista, o plagiador, como quieran, absolutamente incontrovertible. De aquel episodio de la cortinilla se marchó Sánchez advirtiendo: “Volveré y entonces ya veréis”.

Y como tiene el sujeto unos escrúpulos similares a los de Jack el destripador, hace cuatro años o así que ha regresado. Y, ¡vaya si se ha vengado!: ha laminado sin piedad a la vieja clase socialista, está destrozando el país con martingalas que avergonzarían la faz de su admirado Romero Robledo y el plagista ha sacado a la luz su último invento para comprar descaradamente votos, los cuatrocientos euros para los chavales cuyo mejor mérito es haber cumplido dieciocho años. Estos días recorre las redes un meme apoteósico y significativo. Interrogan a un chaval, supuesto beneficiario de la dádiva sanchista, sobre qué va a hacer con el regalo con que Sánchez le va a alegrar las pajarillas, naturalmente que con nuestros impuestos. Y el muchacho responde: “¿Qué que voy a hacer? Pues dárselo a mi padre que está en un ERE y no llega a fin de mes”.

El cheque-bebé del indigente intelectual Zapatero ya se sabe que fracasó clamorosamente. Ahora el ardid esgrimido por este golferas de La Moncloa para disimular la compraventa del voto joven es que va a servir para culturizar a nuestros muchachos, para llevarles a El Prado (si es que todavía está en Madrid), hacerles soportar esas hórridas pelis sobre la Guerra Civil en las que los malos eran los otros, o leer el último engendro en forma de novela premiado con la flor natural de, pongamos por caso, Sotresgudo.

¿Nos creen tontos o qué? Los adolescentes, ya jovencitos, que se encuentren con la pasta, mayoritariamente, harán como el del meme de Internet, o se los gastarán en mejorar la calidad de la ginebra de su sus botellones de fin de semana. Y además: no irán a las urnas, sobre todo, porque su confianza en los políticos en general, y en Sánchez en particular, es homologable a la que sienten, sentían, sus antecesores por la campaña antidroga que en su día encabezó Maradona.

Pero el plagiador de Romero Robledo, no va a parar aquí. No digo yo que vaya a comprar cortinillas de sauna gay como la que pretendió utilizar con sus presuntos correligionarios, pero algo se le va a ocurrir. “Nada bueno”, como dice su predecesor José María Aznar. ¿Qué? Es difícil entrar en la mente tortuosa de este sujeto, pero, ahora bien: ¿quién nos dice que no va a resucitar las “escuadras de electores” que se inventó Romero Robledo? Este guapo y rubio prócer de la manipulación, terminó sus días confesando dos cosas: la primera, que su voto tenía mucho más valor que la de un jornalero de Cabra, la segunda, que eso del mercadeo con esclavos no estaba tan mal, y es que a su suegro le había enriquecido. Romero sin embargo -quizá tenga que rectificar el título- no era un plagiador. Es más, una vez replicó a un diputado de la oposición que ironizó sobre su discurso  con un displicente: “Y esto, ¿se le ha ocurrido a usted solo?”. “Sí -le contestó-, esta vez su señora no me ha podido asesorar”.

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