Una casta parasitaria se ha instalado en el poder político, ha tomado, mediante la intervención, la coacción y la prebenda, el control del poder económico y ha sometido a sus dictados al poder mediático, controlado por la concesión administrativa y la publicidad institucional.
Se trata de una dictadura perfecta, que ya describiera Alexis de Tocqueville, y que no se había dado hasta el momento en la historia de la humanidad. Es perfecta porque, coincidiendo en los fines con el totalitarismo, ha modificado los medios pervirtiendo los rituales democráticos, como una forma de desarme de la sociedad civil y un instrumento para silenciar a los disidentes.
Esa dictadura perfecta amenaza la supervivencia de una buena parte de la especie, de nuestras semejantes, mediante la depredación y la expoliación constantes, mediante falacias como que los políticos pueden subvenir a las necesidades humanas o que el Estado es un ente de eficacia que reparte servicios gratis.
No sólo coarta de manera creciente la libertad, además elimina la dignidad de las víctimas, que ni tan siquiera tienen el derecho, ni la posibilidad de protestar, y a las que se concede el desmerecido papel de víctimas propiciatorias y silentes.
Decía Friedrich Hayek que la intervención no asegura el mantenimiento o la supervivencia de los niveles de población alcanzados por la humanidad. Esa hipótesis empieza a darse en niveles superlativos. Toda una civilización se tambalea sin resortes morales, en medio de una intensa degradación humana que parece haber degenerado la condición de nuestros semejantes hasta hacerlos incapaces de percibir los peligros abrumadores a los que se enfrentan.
Las sociedades occidentales, de las que depende todo el Planeta, han evolucionado mal, hasta generar castas de políticos profesionales, a las que Paul Johnson denomina la peste del siglo XX y que se han perpetuado en el siglo XXI. En España, ese sistema, ineficiente y depredador, se ha llevado a niveles extremos, de forma que aquí la situación es mucho más peligrosa. La condición de dictadura perfecta hace que quien se atreve a denunciar el peligro corre el riesgo permanente de ser silenciado y perseguido.
Las castas parasitarias se han tornado egoístas y no reducen ni renuncian a sus privilegios, de modo que todo funciona como un agujero negro que consume tejido productivo y va lanzando fuera del mercado de trabajo a un número creciente de personas.
Para mantener esos privilegios, es preciso incrementar la expoliación a los supervivientes, de modo que todo el edificio amenaza ruina. Suben los impuestos, las tasas, que incluso se inventan nuevas, y el poder persigue a través de multas a los ciudadanos, al tiempo que suben los precios, mientras se acrecienta el paro, se congelan sueldos y se reducen pensiones.
La consecuencia es fácilmente deducible para una mente que no se haya corrompido, y cualquier cristiano debería ser capaz de ver: una parte de nuestros congéneres, una parte de nuestros compatriotas están en peligro de ser llevados a la indigencia y al hambre, sin que pueda descartarse la mortandad de un importante porcentaje de ellos. Los mismos comedores de Cáritas se sostienen mediante la generosidad de unas clases medias a las que se viene acosando y diezmando.
A la sociedad se le oculta el peligro ante el que se encuentra y, en verdad, una buena parte de nuestros conciudadanos parecen encontrarse a gusto en su ignorancia y bastante dispuestos a seguir los dictados de la casta, pero un corazón puro, una mente que no haya sido corrompida ha de ser capaz de ver la evidencia y de luchar contra un esquema que, si bien se comunica mediante una mezcla de mentira y moderación, contradice los mínimos principios éticos y que todo cristiano debe abominar.
Es cierto que el contexto de dictadura perfecta en el que nos movemos hace difícil adoptar la posición que nos exige el mínimo de espíritu humanitario y cristiano, que es preciso desarrollar la inteligencia para sobrevivir en una estructura que es el efecto de una acumulación de pecados cotidianos, pero ceder y entregarse no expande el buen olor de Cristo sino el fétido olor del infierno.
Porque el peligro es tentacular, porque se mimetiza, porque el totalitarismo se camufla tras la democracia, porque manipula los lenguajes y aún las formas de la libertad, es tanto más peligroso. Y por eso mismo exige una clara apuesta ética, sin adormecer la conciencia tras subterfugios y coartadas. Quien lo haga ha de ser consciente de que asume una responsabilidad tremenda de la que deberá dar cuentas.
Twitter: @dediegoafondo