Nunca es tarde para enamorarse, a pesar de que la edad nos sirve a veces de excusa para no dejarnos llevar por emociones que nos atraen y asustan a partes iguales.
Porque, ¿quién determina la edad a la que una mujer debe olvidarse de la posibilidad de disfrutar del amor?
Y me refiero principalmente a las mujeres porque somos nosotras las que más a menudo caemos en la trampa del autoengaño y nos negamos a vivir ciertas aventuras por temor a sufrir o a alejarnos de la hoja de ruta establecida.
¿Dónde está escrito que el enamoramiento debe restringirse a una determinada etapa vital?
Con el transcurrir de los años, de los desengaños y de las experiencias vitales, son muchas las mujeres que censuran esa parte de su vida; condenan su intimidad como si fuera una nimiedad que no merece la pena cuidar, por la que no merece la pena esforzarse, o arriesgarse. Como si no existiera en el mundo un lugar para ellas o una recompensa posible en lo sentimental.
Por desgracia, tirar la toalla y cerrarle las puertas al amor acaba siendo una opción falsamente protectora, una especie de sacrificio – teóricamente racional pero insensato en realidad- para no complicarse demasiado la vida.
No deja de resultar una renuncia paradójica: a nadie le parecería sensato no buscar trabajo después de un despido, abandonar toda relación de amistad después de una discusión con un amigo o desprenderse de todos sus bienes después de una mala inversión. En el peor de los casos entendemos que debemos aprender nuevas estrategias para hacerle frente a la realidad, porque las que hemos desplegado no han dado buenos resultados.
En el amor, en cambio, algunas mujeres dicen “basta”, y ponen un punto final a sus relaciones sentimentales, como si cerrasen una etapa de su vida, así, sin mas.
Tal paradoja solo puede venir alimentada por el miedo. La sentencia que nos condena a renunciar al amor tiene más de evitación huidiza –temerosa y reactiva– que de decisión concienzuda.
Con tales mecanismos de defensa una puede pensar que se protege de un riesgo objetivo: el posible sufrimiento. Todo ello sin tener en cuenta las potenciales ganancias que también se estaría negando a experimentar de por vida: alegrías por cosechar, emociones por cultivar, vínculos por construir, experiencias por compartir… Sin contar con todas esas necesidades emocionales, básicas y no tan básicas, que solo el vínculo íntimo retribuye y que dejarían de satisfacerse por el camino. Decirle no al amor es protegerse de sus males, pero también condenarse a no percibir nunca sus inconmensurables reforzadores.
Y, ya en la práctica, ¿cuáles son esos riesgos de los que supuestamente renunciar al amor puede protegernos?
El primero es también el más obvio: retirarse del mundo amoroso es una garantía contra el desengaño. Cuando se ha sufrido mucho esta puede ser una motivación aparentemente válida. No hay ganancia, pero tampoco riesgo. El miedo nos impide darnos cuenta de que los errores o los fracasos, ya seamos o no responsables de ellos, forman parte inherente de la vida.
No por inhibirte, controlarte y cohibirte vas a dejar de equivocarte. No es mas grande el error del que eres consciente que ese otro cuya envergadura nunca comprenderás porque sencillamente, no te permitiste vivirlo y dejaste pasar oportunidades de oro ante tus ojos.
También puede que pienses que eres ya demasiado mayor… Y llevas solo un pequeñísimo porcentaje de razón. Es verdad que eres más mayor, más que ayer y menos que mañana. El énfasis en el demasiado lo pones tú, sin que exista criterio universal alguno para definirlo.
No eres hoy la misma mujer que ayer, no cuentas con las mismas habilidades o aprendizajes: ahora eres más sabia. Eres más vieja si quieres no endulzarlo, ¡sí! Y también más madura. Ahora sabes mejor qué es lo que quieres y cómo conseguirlo. Igual que tienes más claro qué es lo que no va en absoluto contigo y dónde poner tus límites.
Y, ¿qué hay de quienes se excluyen del mundo de las relaciones porque piensan que “ya no estoy hecha para esto”? Otra falsa protección vacía, alimentada por el miedo más irracional. No hagamos una montaña de un simple grano de arena. En la relación interpersonal no hay mayor complejidad que la que uno quiera inventar. ¿Sabes iniciar una conversación? Sí, probablemente lo hagas cada día con el vecino del quinto. ¿Sabes charlar de temas que te interesan? Sí, probablemente lo hagas cada día con una amiga o un familiar.
¿Sabes hacer eso mismo en una cafetería con una taza de café en la mano, o saliendo de un cine o después de una función de teatro? No me cabe duda de que sí. Pues bien, ¡esto es todo amiga! He aquí las únicas habilidades que se requieren para empezar a conocer a alguien nuevo. Ni más, ni menos.
Por mucho que el miedo o la inseguridad se apoderen de ti, superar estas incómodas emociones que obstaculizan tus movimientos está al alcance de tu mano.
Lo que te puedo garantizar es que no eres ni la primera ni la última mujer que se enfrenta a sus fantasmas y consigue salir airosa de la situación.