Sin duda, en el afrontamiento de una situación crítica en la que a todos se nos exigen renuncias y responsabilidades, es importante llamar a las cosas por su nombre y evitar eufemismos.
Solo de este modo podremos hacernos a la idea de la gravedad de la situación a la que nos enfrentamos. Sin embargo, es esperable que el decreto de un nuevo Estado de Alarma tenga en vilo a muchas personas que, entre hartas, enfadadas o inquietas, se enfrentan de nuevo a la incertidumbre.
Es innegable que el propio término lleva asociada un enorme carga emocional. Vivir en estado de alarma, en términos clínicos, supone vivir pendiente de una amenaza. Por mucho que, por desgracia, a lo largo de este año 2020 nos haya tocado a todos familiarizarnos – en exceso – con este concepto de Estado de Alarma, lo cierto es que alude a una realidad jurídicamente compleja y llena de matices, que solo unos pocos expertos en la materia dominan.
Esto coloca sobre las autoridades toda una serie de responsabilidades que solo les compete a ellos asumir: la responsabilidad de explicarnos exactamente por qué y para qué, y también por qué ahora, la responsbailidad de explicarnos con todo detalle qué repercusiones prácticas va a tener en nuestro día a día, así como la responsabilidad de informarnos puntualmente de su recorrido, de la idoneidad de su puesta en marcha, de la eficacia de su seguimiento y, por supuesto, del horizonte que nos permite vislumbrar.
Empezamos hoy, 25 de octubre de 2020, una nueva etapa en la lucha contra la pandemia causada por el COVID-19, hagamos que merezca la pena, que nos digan en unos pocos meses que no supimos aprovechar los esfuerzos realizados. Psicológicamente estamos todos afectados, de un modo u otro, y no podemos permitirnos más pasos en falso o más expectativas frustradas.