Todo un síntoma del cambio esencial de orientación en la respuesta de la Iglesia para erradicar el flagelo de los abusos
(Gregorio Delgado, catedrático).- Es innegable que la respuesta de la Iglesia a su participación en ‘el culto sacrílego’ provocó una caída en picado de su credibilidad y fiabilidad. No se podía esperar otra cosa ante el contra testimonio que implicaba. Es más, a partir del estallido de la ‘tormenta mediática’, la situación se fue agravando a medida que el gran público fue conociendo la verdadera dimensión de los hechos, los graves errores de juicio y los no menores fallos de gobierno en que se incurrió, las increíbles deficiencias y omisiones que se evidenciaron en la respuesta que se venía arbitrando. Deficiencias y errores que, por cierto, eran predicables también de las más altas esferas vaticanas. Negar esta realidad es negar la evidencia.
De cara al futuro -y más allá de estériles lamentaciones-, la importancia de la situación descrita radica en que se haya sabido interiorizar el por qué de tan antievangélico tapujo. No tengo la menor duda de que lo ocurrido ha tenido mucho que ver con lo que se ha dado en llamar ‘la divinización del Papa’ (González Faus), que conlleva el olvido habitual de su dimensión humana y la consiguiente apropiación, utilización e instrumentalización de su divinizada figura a cuyo amparo, como mano derecha, la Curia romana ha venido gobernando desde hace siglos a la propia Iglesia. Divinización, por cierto, que también se extendió -aunque con otra intensidad- a la figura del Obispo.
El papa Francisco ha acreditado, desde el primer momento, un coraje y una determinación inusuales frente al problema. Ha hecho suyo el principio de tolerancia cero, ha rechazado sin paliativos el tradicional encubrimiento y la incomprensible ocultación, ha optado con claridad por la transparencia, ha impuesto con carácter obligatorio la colaboración con la Autoridad civil, ha fijado el criterio irrenunciable de aplicación de las penas previstas (en el correspondiente proceso) al clérigo declarado culpable, ha fijado igualmente como principio prioritario la atención a las víctimas y a sus familiares, ha creado en la Curia una Comisión para la tutela de los menores, ha establecido el criterio de relevar de su función al Obispo encubridor y, sobre todo, ha instalado, en el inconsciente colectivo de la Iglesia y de la sociedad civil, la convicción firme de que ahora la lucha emprendida en la Iglesia contra semejante lacra va en serio, que no se va a regatear esfuerzo alguno y que tampoco se contemplarán situaciones personales de los declarados culpables, aunque ostenten posiciones jerárquicas.
Sin embargo, cuando uno piensa en el trasfondo del problema, todavía le aparecen demasiadas dudas, sombras y fantasmas. Cuando uno no se queda en las meras y reiteradas declaraciones -que se repiten como mantras-, tiene la impresión de que aún se están dando ciertos ‘palos de ciego’. Cuando uno escucha los mensajes habituales sobre el particular de significados personajes de la Jerarquía católica, no puede evitar un cierto sentimiento de frustración: parece que todavía no se han enterado de lo que está en juego ni se aporta algo nuevo que vaya más allá del mantra consabido de tolerancia cero.
Cuando uno reflexiona y valora el modo como se viene procediendo al realizar la investigación previa, no puede sustraerse a la idea de que se aprecia una muy escasa sensibilidad a valores prioritarios en la cultura actual, como puede ser la tutela de los derechos de todos los implicados. Cuando uno se topa con el muro de la negación de información al denunciado (todo está sometido al secreto pontificio), no puede por menos de taparse la cara e indignarse ante tal contradicción con la voluntad manifestada de transparencia y la vigencia efectiva de la tutela de derechos fundamentales. ¡Algo, en definitiva, no acaba de funcionar!
No es ningún secreto que la mayor parte de los muchos problemas surgidos en la práctica y frente a los que la sensibilidad de la opinión pública se viene mostrando con un grado mayor de exigencia se centran en torno a la respuesta inicial ante el hecho de una denuncia de un presunto abuso sexual: la llamada investigación previa (cc. 1717-1719). Las carencias de la legislación canónica no fueron resueltas ni por el m.p. Sacramentorum Sanctitis Tutela (30.04.2001: Juan Pablo II) ni por su posterior modificación (21.05.2010: Benedicto XVI). La Santa Sede (¡la realidad es muy tozuda!) adquirió, por fin, conciencia de la necesidad imperiosa de que los Obispos diocesanos dispusiesen de procedimientos adecuados para tratar los casos de abuso sexual contra menores por parte del clero.
A tal efecto, optó por impulsar la colaboración de las Conferencias episcopales a quienes facilitó (Carta Circular de la CDF, 3 de mayo de 2011) las oportunas directrices. La respuesta, como ha recordado el propio papa Francisco en su Carta del pasado 2 de febrero de 2015 (OR 6, 2015, pág. 4), fue de un cierto incumplimiento hasta el punto de tener que recordar que «se debe vigilar atentamente que se cumpla plenamente la circular emanada».
Este hecho es en sí mismo muy revelador. ¿Cómo se explica que la Santa Sede no haya sido capaz de asegurar en toda la Iglesia el cumplimiento de la referida Circular? Algo no ha funcionado como debía. Se aprecia, en el gobierno central de la Iglesia y en muchas Conferencia episcopales, una evidente resistencia y/o una clara dejación de funciones. La Iglesia -subrayó el Card O’ Malley- necesita «protocolos claros» para pedir cuentas a los Obispos que no protejan a los menores de los abusos, «protocolos que reemplacen la improvisación y la apatía». Conviene insistir -frente a tantos en la Iglesia que todo lo derivan a campañas anticlericales- que quienes han denunciado esta situación han sido el propio papa Francisco y el Presidente de la Comisión para la tutela de los menores. Lo cierto es que, en los últimos diez años, no se ha sido capaz de poner en manos del Obispo un procedimiento de actuación claro, coherente y técnicamente presentable. Esta es la realidad. ¡Algo no acaba de funcionar!
Es más, el papa Francisco quiere además que «las Conferencias episcopales adopten un instrumento para revisar periódicamente las normas y comprobar su cumplimiento» (Ibidem). Más claro agua. Las cosas -por increíble que parezca- no se han hecho hasta ahora del todo bien. Existen deficiencias, lagunas, omisiones, sombras, incumplimientos, faltas de adaptación. No lo digo yo. Lo ha dicho el Papa Francisco. Hay que superarlos con urgencia, si se quiere recuperar una cierta credibilidad.
Por último, debemos aludir a otra carencia no menos importante. De ella se ha hecho eco -en la última reunión del G-9- el Card O’ Malley. Se trata de «cómo afrontar, con qué procedimientos y competencias …. los casos de abuso de oficio, omisión, responsabilidad, en particular por parte de personas que tengan responsabilidad: sacerdotes, obispos, superiores religiosos u otros» (OR 16,2015, pág. 2).
Todo un síntoma del cambio esencial de orientación en la respuesta de la Iglesia para erradicar el flagelo de los abusos. En tiempos no muy lejanos, generalmente se ocultaba a sus autores, no se les solían aplicar las penas canónicas ni se colaboraba para que se les aplicasen las civiles. Hasta ahora era poco menos que impensable que se castigase a los responsables de encubrimiento y ocultación. Algo que, por sus evidentes responsabilidades jerárquicas a todos los niveles y por una cierta complicidad de los organismos vaticanos, escandalizó a la opinión pública mundial. Ahora es la propia Santa Sede quien quiere tomar la iniciativa y castigar los casos de abuso de oficio, de omisión, de encubrimiento. ¿Cómo y cuándo lo hará?
En cualquier caso, no puede negarse que aparecen demasiadas sombras, que algo no acaba de funcionar. Ya debería estar -de una u otra forma- resuelto.