¿Qué más hubiera querido yo que mi matrimonio hubiera sido indisoluble, pensando en el bien de la institución familiar, de mi esposa y de nuestros hijos? Pero no lo fue. Y ahora ¿qué?
(Antonio Aradillas).- Me parece bien que, sobre todo con ocasión de la celebración de sínodos y de revisiones, reformas y actualizaciones de la teología, de los cánones, de la liturgia y de la conciencia, el tema de la indisolubilidad de los matrimonios se convierta en eje de reflexiones bíblicas y patrísticas.
Para completar unas y otras, resultarán de imprescindible e impertérrito interés, aunque no del agrado de algunos, experiencias y datos de carácter antropológico, que definen la realidad de los seres humanos sujetos de la indisolubilidad, cuyas características y capacidad de la misma se estudia y dirime.
Me sirvo del esquema de la confesión- confidencialidad religiosa, con su examen de conciencia, dolor de corazón y seguridad confirmada del sigilo sacramental, de las aportaciones de un grupo de personas, no sin antes subrayar que «son miembros de buena familia, católicos, apostólicos y romanos», y que la mayoría de ellos, ante la sociedad, y la feligresía, se comportan como «matrimonios ejemplares».
Reconozco que de la formación- información que recibí de la Iglesia, en orden a la sacramentalidad del matrimonio, no me fue posible deducir lo que comportaba, y comporta, la condición de indisoluble, es decir, su radical condición -«hasta que la muerte nos separe»-, de «disolver, separar, desunir las personas o cosas que estaban unidas». El hecho de las noticias que se impartían, y siguen impartiéndose, acerca de la legal y «legítima» disolución de vínculos matrimoniales» por parte de la misma Iglesia, paliaba, o disipaba, cualquier duda que apareciera por los horizontes familiares y sociales.
Como yo me casé fundamentalmente «obligado» por intereses familiares y sociales, con inclusión preferente de los económicos, no fue para mí objeto de preocupación el tema de la indisolubilidad por imperativos religiosos, y menos en la ceremonia litúrgica, a la hora del «escrutinio» ritual de las preguntas y respuestas.
Lo la indisolubilidad me lo planteé en alguna ocasión, pero tan solo desde perspectivas de la educación de los hijos, convencido de que ella, -la indisolubilidad- podría facilitarla y favorecerla. Yo me casé -lo reconozco con veracidad y compromiso-, en exclusiva por los hijos…Como el matrimonio, y más el «religioso» al uso, era la única forma de engendrarlos y hacerlos presentes en la vida de entonces, accedí a su celebración , aun teniendo que reconocer posteriormente que padre y madre mal avenidos, por muchos esfuerzos que hagan, es difícil -imposible- que sean y ejerzan de educadores, pareciéndome justa, y hasta santa y obligada, la separación «civilizada» entre ambos.
Yo «pasé» desde el principio de plantearme la indisolubilidad matrimonial como problema, por la contundente y significativa razón- sinrazón de que, como tal institución era la única solución socialmente «decente» para hacer uso del sexo, dada mi inclinación – algunos dicen que acentuada-, hacia el mismo, me ahorré buscar en el diccionario y en el catecismo lo que en realidad quería expresar el término «indisoluble».
Ya sé que esta aseveración mía sorprenderá, «sonará mal», y hasta escandalizará a algunos y a algunas. Pero sé también, – y de buena tinta-, que entre mis «escandalizables» y «escandalizados», el número real de los que piensan de manera similar, contribuirá a paliar los nefastos efectos de la disonancia que les haya producido mi afirmación anterior, aún comprendiendo que las formas sociales , y más las religiosas, exigen siempre un «tratamiento» menos procaz y nada presuntuoso.
El matrimonio es indisoluble hasta que deja -o dejó- de serlo. Vivir sin convivir, por las razones o sinrazones que sean, a veces hasta después de efectuar sacrificios infinitos por conservar la relación por una y otra parte, no puede quererlo un Dios que en cristiano se nos predica y ofrece en el evangelio como Padre.
Vivir sin convivir, con las consecuencias que presupone y exige la intimidad -«dos en una sola carne»-, es impropio de los seres humanos. Desesperación, suicidio, homicidio, son referencias dramáticas que aparecen con frecuencia, convertidas en perversas noticias, al adjuntárseles nombres, apellidos y circunstancias concretas de lugar y de tiempo.
La idea de la indisolubilidad hoy vigente, así como los procedimientos para alcanzar su re-conversión extra o intra sacramental, reclama revisión seria y urgente. Y además, y sobre todo, ser afrontada por los protagonistas directos, y no por los burócratas clericales de toda la vida, ajenos por vocación y «bocación» a intimidades, jamás al alcance de la sensibilidad y entendimiento de los códigos, y menos del canónico.
¿Qué más hubiera querido yo que mi matrimonio hubiera sido indisoluble, pensando en el bien de la institución familiar, de mi esposa y de nuestros hijos? Pero no lo fue. Y ahora ¿qué? ¿Ni la Iglesia -«madre» y «esposa»-, se ahorra trabas y limitaciones para que, sin discriminación alguna, podamos ser tratados como miembros de la familia que define y distingue el Papa Francisco como misericordiosa? Pero, por favor, que a nadie se le ocurra relacionar en ningún sentido y dirección el término «disoluble» con el de «disoluto».