«Caso Malaya»: Hablemos de corrupción

(PD).- El juez Miguel Ángel Torres, lanzado al estrellato judicial a pesar de su corta experiencia gracias a su periodo como instructor del “caso Malaya”, ofreció recientemente una conferencia en Granada sobre lo que más vende: la corrupción urbanística en la Costa del Sol.

Escribe Fernando Madariaga que por regla general, por lo cansino, vago y por el primitivismo del discurso, no suele prestar excesiva atención a lo que ya denomina delitos fashion que, como su cosmopolita nombre indica, son aquellos que se ponen de moda en un determinado momento y que merecen especial reprobación social gracias, principalmente, a que los medios de comunicación nos fijamos en ellos.

Pero en este caso, me resultó sorprendente leer en la información remitida por Europa Press algunos comentarios de otro juez al que tampoco parece desagradar el estrellato mediático, sobre todo cuando, a pesar de su juventud, la instrucción de un único caso le ha supuesto un empujón profesional de varios peldaños. Ello sin olvidar que ha dejado empantanada esa instrucción de tan famoso caso para salir corriendo a su nuevo destino.

Está claro que el juez Garzón crea escuela y los jueces fulgurantes se reproducen a gran velocidad, a pesar de que, caso del afamado magistrado de la Audiencia Nacional, sea más conocido en el mundo jurídico por sus errores en la instrucción de los procesos que por sus virtudes como orador.

Sin embargo, algo común a todos los jueces estrella y a aquellos que hacen méritos para llegar a serlo, es la sectorización del concepto de corrupción. La interesada interpretación parcial de un fenómeno al que estos juzgadores sólo quieren mirar a través del prisma que procesalmente les interesa.

Y esto viene al caso porque el de corrupción urbanística es un término que nos podemos permitir los que nos dedicamos a esto de los medios de comunicación ya que, por la inmediatez, los pobres sueldos y la cada vez más baja preparación académica que ofrecen las universidades, nos podemos otorgar ciertas licencias tendentes a embrutecer aún más a una población bastante castigada ya por la tele y el fútbol. Sin embargo, un juez no debe autoconcederse estas excentricidades pues la corrupción urbanística no existe.

Existe la corrupción y ya está. Es muy interesante ver qué dice sobre ella la Real Academia: “En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”.

El urbanismo es una cosa, la construcción es otra y la corrupción no es un fenómeno uniforme en una y otra, ni se puede caer en el simplismo, menos aún un juez, de relacionar alegremente el que un constructor unte a un edil para edificar donde no puede o más de lo que puede, y el hecho de que el crimen organizado invierta en ladrillos para blanquear sus beneficios.

Preocupa que el instructor de la fase más mediática del caso Malaya mezcle churras con merinas al hablar de corrupción urbanística y de blanqueo de capitales. De hecho, pocos delitos parecen tan inconexos, pues difícilmente pretenderá el criminal corromper al político para ganar dinero con una promoción urbanística, cuando lo que en realidad quiere es introducir un dinero negro en el tráfico mercantil sin levantar sospechas. Es el dinero negro su beneficio, no la operación inmobiliaria que sólo pretende ser una pantalla de legalidad. Sería del género estúpido cometer otro delito cuando lo que se pretende es justamente lo contrario.

No obstante, es lógico que este juez siga tirando de la cuerda de este tema que tanto ha hecho en favor de su meteórica carrera, pero no es cierto ni justo que, como están demostrando los acontecimientos, se pueda hablar de una corrupción urbanística en la Costa del Sol como algo diferenciado y específico del resto de España. No es así, aunque sí es cierto, como reconoció el propio Torres, que en esta zona se ha investigado más.

La corrupción es corrupción, sin especialidades y no supone necesariamente la entrega de una cantidad de dinero a un funcionario público para que beneficie al corruptor haciendo uso de sus atribuciones públicas.

El provecho, como especifica la RAE, puede ser económico o de otra índole, lo que significa que igualmente corrupto es el policía que aporta a un juez información falseada o exagerada para así hacer creíble su investigación o el que pasea a los detenidos esposados ante los fotógrafos cumpliendo las premisas del Gobierno de transmitir una determinada imagen ante la opinión pública.

También es corrupto el funcionario policial o judicial que se aprovecha de su cargo tomando decisiones injustas sólo para lograr un más fácil ascenso en su carrera profesional, al igual que lo es el juez que aplica medidas cautelares o penas con una dureza desproporcionada en relación al delito.

Es corrupto cualquier funcionario que actúa siendo consciente de que obra injustamente sólo para lograr un beneficio personal que ni tiene ni suele ser dinero, sino que la más usual moneda de cambio son los ascensos, un inmerecido reconocimiento profesional o bien obedecer a superiores igualmente corruptos que ejercen el poder público, no con el único objetivo de servir al ciudadano, sino para lograr propósitos particulares como, por ejemplo, conseguir que un partido gane unas elecciones.

Sin embargo, se equivoca el juez Torres al afirmar que “cualquiera” puede ser objeto de corrupción. De hecho, es justamente al contrario: la mayor parte de la gente, gracias a Dios, no es corrupta y, como demuestran cada día millones de funcionarios en este país, la inmensa mayoría es honesta a pesar de estar en posición de corromperse.

Malamente puede un juez realizar su trabajo con objetividad e imparcialidad cuando parte del principio de que todo el mundo tiene un precio. No es así, no todo el mundo está dispuesto a sacrificar su decencia, a vender su alma si lo prefieren, para lograr dinero, un más rápido y menos esforzado ascenso profesional o, simplemente, para lograr reconocimiento social al ser consciente de que carece de la talla humana y de la brillantez profesional necesarias para lograrlo.

Y es interesante llegar a este punto porque uno de los efectos más perversos de la corrupción, entendida en la dimensión que afecta a la Administración pública, es que el funcionario corrupto suele destacar más a pesar de ser menos brillante que sus compañeros, lo que colateralmente puede corromper, y desde luego desincentivar, a otros funcionarios que no ven reconocido su esfuerzo honesto, mientras aquél que se ha prestado a lo injusto es recompensado.

La corrupción urbanística es una auténtica chorrada si atendemos a la peligrosidad y al daño social que implica esa otra corrupción en la que no se paga con dinero sino con aspiraciones colmadas, con promesas, promociones y palmaditas en la espalda que anuncian ese terrible “hoy por mí, mañana por ti”.

Esa corrupción que catapulta a quien no debe ser catapultado, premia a quien no debe ser premiado y hace brillar a quien jamás brillaría en el honesto ejercicio de sus funciones, es la auténtica corrupción.

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