El Tocadiscos de Biegler

Pablo G. Vázquez

Borrones dolosos

» Voy a borrar todas las fotos del móvil, si ya no podemos volver atrás es mejor hacer borrón y cuenta nueva «, sentenció ella a quemarropa, con la expectativa fingida de que dicha frase retumbara en el corazón del destinatario a modo de destino final. Como un doloroso vuelco.

Lo que ella no sabía es que la culpa no se podía remontar, y que la indiferencia alcanzada anestesiaba de facto cualquier resquicio al dolor que dichos olvidos digitales pudieran albergar.

Él sabía que ella aún sentía algo por él, pero se le pasaría pronto, por que en el amor, como en la guerra, la baba y el carmín siempre acababan por hacer acto de presencia, cómo muy bien dejó plasmado el genio de Úbeda.

Él, en cambio, era de no dejar velar las fotos, quizás por la cantidad de mochilas pesadas que llevaba a cuestas, quizá por su particular forma de ser, quizás por nada en particular; siempre pensó que el pasado es mejor no olvidarlo, ni para bien ni para mal, sino para aprender de él, sacar lo positivo de lo negativo y lo fantástico de lo positivo. Reminiscencias de otra vida, tal vez de algún héroe de guerra, que llega al hogar tras una dura batalla y se acaba durmiendo en el sofá, con las botas puestas y sin limpiar, sabiendo que esa tarde fue más cobarde que héroe, pero que nadie supo la verdad, nunca.

Las tardes de verano son especiales, esa brisa de la playa, ese cantar de pájaros, ese segundo antes del orgasmo que da la tranquilidad.

Esos acordes menores, de «monjas» que dice el genio Jero Romero. Esos que suenan mejor que nunca y que a los pocos minutos dibujan una canción que queda escrita en tinta permanente, de esa que no se puede borrar, como tatuaje en la mente, y electroshock en el corazón.

Nunca entendí por qué se borran manifestaciones gráficas de recuerdos, o igual sí, desde que me enteré que de la base de datos de la Dirección General de Tributos desaparecían determinadas contestaciones a consultas vinculantes, cómo vinculante sigue siendo el latido, y no precisamente del acordeón, tras vasos vacíos y botellas extrañas y extrañadas.

Hay veranos en los que el derecho de reunión tenía que estar autorizado con armas, por mucho que el artículo 21 de la Constitución se empecine en no dar su brazo a torcer

 

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Pablo G. Vázquez

Analista Investigador Derecho / Sociedad / Política / Economía

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