Un profesor de… ¿esquí?

Estaba yo el otro día con los esquíes puestos y en la punta del monte. Las condiciones meteorológicas eran nefastas: nevaba copiosamente, hacía 7º bajo cero -que sería aún más frío debido al viento- las nubes se habían metido de lleno en la montaña y el RVR (runway visual range o visibilidad horizontal en el argot aeronáutico) era de unos 20 metros, ni uno más. ¿Y qué hacia yo allí en esas condiciones? Eso digo yo. La única respuesta que se me ocurre es que quería amortizar la pasta que me había costado el forfait (el pase que te permite tomar los remontes que te suben a esquiar), forfait que en Baqueira-Beret debe ser el más caro del mundo, por cierto.

Lo más fácil es subir, te montas en el telesilla que te deja en la punta del monte y ya está. El problema es bajar en esas condiciones, cuando no se ven ni las balizas que delimitan las pistas, ni los carteles que te ayudan a orientarte, ni se ven hasta que los tienes encima las rocas, árboles, baches, badenes y surcos, o lo que es peor, los barrancos que sabes que están ahí mismo pero no los puedes ver.

Así las cosas, y teniendo en cuenta que como es lógico en esas condiciones no había por allí ningún otro chalado ni vestigio alguno de vida humana, ni por tanto nadie a quien preguntar, admito que me encontraba más bien perdido y completamente bloqueado. Por eso me puse muy contento cuando se bajaron de la silla un profesor de esquí con su alumna. No hace falta decir que cuando empezaron a bajar me pegué a ellos como una lapa, tanto es así que me dio vergüenza que pareciera que pensaba gorronearles la clase sin pagar y le pregunté al profe si no le importaba que les siguiera camino de la salvación. Viendo mi situación desesperada y mi cara de preocupación no me puso ningún problema: síguenos (se le olvidó añadir: si puedes). Era muy difícil esquiar en la pista ya que, además de no ver nada, durante la noche habían caído 20 o 30 centímetros de nieve que estaba sin pisar. Lógicamente fuera de la pista la cosa era mucho peor, así que era muy importante no salirse.

Como no me podía separar más de 15 metros de ellos sin perderles de vista fui testigo de la “clase” del profesor a Ester, que así se llamaba la alumna. Ester no era una gran esquiadora y enseguida me di cuenta de que sufría tanto como yo, o más, para segur a su profe montaña abajo. En esas condiciones estoy seguro de que habría sido de gran utilidad que el profe le explicara cómo tenía que hacer para girar, para frenar y, en resumen, para salir viva de allí. Pero el profe no era un profe cualquiera y no se lo que le llevó a la conclusión de que lo que Ester necesitaba, más que consejos técnicos propiamente dichos, eran técnicas de autoayuda, haikus, o mantras filosóficos como: «Ester, lo que tienes que hacer es dejarte llevar y fluir. Mira, mira como fluyo yo. Sólo tienes que dejarte llevar por tus sensaciones». Y, claro, la pobre Ester ni fluía ni tenía sensaciones que no fueran más bien horribles y más que dejarse llevar se iba matando tratando desesperadamente de pegarse a su profe como podía para no perderle de vista, como trataba yo de pegarme a ellos. El suyo era un esquí de supervivencia y los giros que al profe le quedaban tan monos eran una heroicidad para ella, y para mi, sin ver un carajo y esquiando en nieve virgen

Pero el profe estaba inspirado: «En el esquí, como en la vida, hay que ser positivo y optimista, si eres negativo y te bloqueas no llegas a ningún sitio. Mira, mira qué fácil es dejarse llevar por las sensaciones si eres optimista, ¿ves qué fácil es? Venga, Ester, los giros con optimismo. No tienes más que ser positiva y seguirme». Y claro, la pobre Ester alucinaba, las pasaba putas en cada giro y sospecho que no conseguía ser optimista en absoluto. Por mi parte yo era completamente pesimista pues habíamos tardado un cuarto de hora en bajar doscientos metros y no sólo no tenía nada claro el desenlace, sino que estaba ya agotado de la tensión.

Cuando el profe no miraba Ester me miraba a mi con cara de incredulidad y resignación. Pero el profe estaba inspirado y atacaba de nuevo: «a los niños les enseñas matemáticas pero cuando aprenden de verdad es cuando las practican ellos; pues esto es igual, hay que practicar, practicar y practicar, no hay más secreto». El problema era que la pobre Ester no sabía qué es lo que tenía que practicar porque nadie se lo había dicho y en esas condiciones era completamente incapaz de fluir, de ser optimista y de imitar lo que hacía el otro.

En condiciones normales hubiéramos tardado tres o cuatro minutos en llegar a la parte baja de la estación donde se empezaba a ver algo, no mucho. Pero nosotros tardamos casi media hora. Creo que estoy en buena forma -de hecho al día siguiente, con buena visibilidad, esquié seis horas- pero estaba completamente agotado y cada giro era un sufrimiento.

Cuando llegamos a un telesilla y vi las intenciones del profe de volver a subir me despedí de ellos dándoles las gracias y ella me miró con cara horrorizada, ya que mientras yo me retiraba con el rabo entre las piernas ella se aprestaba a subir otra vez al infierno blanco, nunca mejor dicho.

No sé qué habrá sido de Ester, no sé si habrá sobrevivido ni tampoco si habrá dejado el esquí para siempre, pero estoy casi seguro de que el profe es feliz y seguramente seguirá enseñando a esquiar -o lo que sea- a otros incautos. Por cierto, que se me olvidó preguntarle qué se había fumado, una lástima porque debe ser buenísimo.

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Autor

Enrique Zubiaga

Soy un aviador vasco que he visto mucho mundo y por eso puedo decir alto y claro, y sin temor a equivocarme, que tenemos un país increíble y que como España en ningún sitio.

Enrique Zubiaga

Soy un aviador vasco que he visto mucho mundo y por eso puedo decir alto y claro, y sin temor a equivocarme, que tenemos un país increíble y que como España en ningún sitio.

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