Pido perdón a aquella persona que pueda leer estas palabras y no entienda nada. Es lógico, porque hoy escribo desde una clave completamente interior. Que nadie se moleste ni indigne. Se trata de una simple necesidad fisiológica. Creo que todo cristiano tiene algún día así: días en que vomitas sobre la Iglesia. No, no se trata de ser anticristiano o antieclesiástico. Ni muchísimo menos. Yo quiero a la Iglesia porque quiero a Jesús de Nazaret. Por eso mismo, me duelen enormemente ciertas cosas.
Me duelen las personas que se valen de la Iglesia para medrar. Me duelen los ministros de la Iglesia hipócritas, falsos y sectarios. Me duele la mentira, el ofrecer una cara y ser la contraria. Pero, aún más, me duelen las luchas de poder en el seno de la Iglesia. Y mucho más cuando llegan a niveles más propios de la época de los Borgia. ¿Que exagero? No, desgraciadamente, no exagero: no son conocidos, pero hoy, en pleno año 2012, en distintos puntos del mundo, hay casos realmente dramáticos.
Por eso aspiro a que llegue un día en que, quienes los conocen de primera mano, reúnan el suficiente valor para denunciarlos. No serían unos traidores a la Iglesia. Todo lo contrario. A veces, el escándalo purifica a la Iglesia tanto como el sincero testimonio del creyente más piadoso que se pueda imaginar. Dios quiera que, cuando los profetas hablen, tengan ambones y megáfonos sobre los que proclamar su valiente palabra.
MIGUEL ÁNGEL MALAVIA
