Por respeto hacia la persona, no sabemos ni su nombre. La Administración solo ha facilitado dos datos: era argelino y tenía 36 años. Se suicidó ahorcándose en su celda el pasado 29 de diciembre. Fue en una celda, sí, porque estaba en una cárcel, sí. Por mucho que la Administración que tanto ha respetado su memoria tras su muerte se empeñara en argumentar que la cárcel malacitana de Archidona no era una cárcel (con la excusa de que aún no se había inaugurado oficialmente)…, sí, lo era.
Nunca debió de haber estado allí. Pero fue llevado hasta esa prisión, junto a medio millar de personas, a los pocos días del 20 de noviembre en que consiguieron llegar hasta Cartagena. Lo hicieron en patera, exhaustos. Incluso hubo jueces que aprobaron la maniobra y nos hicieron ver que, con esa cárcel que en teoría no era una cárcel, no se vulneraba nuestra legislación, que indica claramente que carecer de papeles en regla no es un delito y, como tal, jamás puede ser penado con el presidio. Por esos días, el mismísimo ministro del Interior presumía de las instalaciones del penal y aseguraba que los internados estaban en “el mejor sitio”.
Para nuestro protagonista, el mejor sitio era su casa, con los suyos, en su patria. Solo que su amado hogar, por la miseria, la violencia o la persecución por ser como era, se convirtió en una pesadilla. También intuyo que amaba la vida y por eso, en vez de dejarse ir hasta ser devorado por la angustia, se rebeló y buscó una oportunidad. Tal vez, le habían metido por los ojos la imagen de una Europa en la que podría trabajar y vivir en paz. Incluso pensó que, superado el penoso viaje hasta España, padeciendo todo tipo de crueldades, sería acogido.
¿Con qué se encontró? Con una cárcel. Con la amenaza de ser devuelto al lugar del que huía. Le robaron todo, también lo último que le quedaba. Como sociedad, tenemos la obligación de pensar hondamente, en silencio, por qué negamos hasta la esperanza.
Artículo publicado en el número de febrero de la revista ‘Misiones Salesianas’.